Viernes de la pasión y muerte del Señor



Éste de la Vía dolorosa es un Cristo acosado por la chusma enloquecida y bullanguera al que en el Viernes Santo se le niega todo. El mismo al que esta hora posmoderna tantas veces da la espalda, le escupe y le insulta. Es, pese a tanta enloquecida vorágine, nuestro Redentor, «escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; mas para los llamados, lo mismo judíos que griegos, un Cristo fuerza de Dios y sabiduría de Dios» (1Co 1, 23s).

1. Teología del Viernes Santo. – Pasa por el enfrentamiento supremo entre la Luz y las Tinieblas, la Vida y la Muerte. Es el Viernes Santo jornada de penitencia, de ayuno y oración, de adorar la cruz y acercarse a la Eucaristía consumiendo las sagradas especies conservadas desde la Misa in Cena Domini. La tradición cristiana, por otra parte, aconseja hoy la práctica del Vía Crucis, que nos ofrece durante el año la posibilidad de grabar cada vez más hondo en nuestro ánimo el misterio de la cruz, ante cuya realidad la teología se vuelve austera y se llena de estupor. El vacío de la cruz sume al alma en un halo de asombro y de tristeza.

Es el Viernes Santo, además, día para la contemplación de Cristo en la cruz. Se proclama en las iglesias la Pasión y resuena Zacarías: «Mirarán al que traspasaron» (Jn 19,37), sobre todo el costado de Jesús, del que salió «sangre y agua» (Jn 19,34). Los Padres de la Iglesia en estos elementos vieron símbolos de los sacramentos del bautismo y de la Eucaristía. Contemplar «al que traspasaron» nos llevará a abrir el corazón a los demás reconociendo las heridas contra la dignidad del ser humano; en especial a luchar contra toda forma de desprecio de la vida y de explotación de la persona, aliviando los dramas de soledad y abandono de muchas personas.

También nosotros queremos fijar hoy la mirada en el corazón traspasado del Redentor, en quien «están ocultos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia» (Col 2,3), más aún, en el que «reside corporalmente toda la plenitud de la divinidad» (Col 2,9). Por eso el Apóstol no quiere saber «nada más que a Jesucristo, y este crucificado» (1Co 2,2). La cruz, es muy cierto, revela «la anchura y la longitud, la altura y la profundidad» -dimensiones cósmicas- de un amor que supera todo conocimiento -va más allá de cuanto se conoce- y nos llena «hasta la total plenitud de Dios» (cf. Ef 3,18s). La cruz de Cristo tiene su teología y es fuente de todas las bendiciones.

2. Teología de la cruz. – Por de pronto es como el compendio de nuestros dolores, la prenda de nuestra esperanza y el paradigma de nuestro amor, pese a que se antoje, a primera vista, todo lo contrario. Por ejemplo, el sufrimiento, aplicado a Dios, resulta punto menos que un contradiós: divinidad y sufrimiento se repelen. Dios, como tal, no puede sufrir. Y sin embargo, viene la teología y nos dice que sufrió. ¿Cómo entender esto?

El sufrimiento de Dios, insiste la teología, encierra un significado analógico, esto es, equivalente, parecido, sinónimo, en modo alguno disconforme o distinto. En Dios se trata de un sufrimiento infinitamente libre, no sujeto a necesidad alguna o coyuntura de ningún género, en cuyo hipotético supuesto destruiría por de pronto los otros atributos divinos, sino que los confirma, aunque no veamos ni comprendamos el cómo. Es la pasión del impasible como la llama el discípulo de Orígenes, san Gregorio Taumaturgo echando mano del oxímoron (A Teop., in Pitra, Anal. Sacra, IV, 1883, 363 s).

Y no sólo eso, sino que, de ser al revés, o sea, que Dios no puede sufrir, según los filósofos, en ese caso -supuesto de una radical incapacidad para sufrir-, constituiría ello, a juicio de algunos Padres, una limitación: sería signo de falta de libertad. Dígase lo propio de la cólera divina, tan presente en la Biblia.

San Pablo escribe que Dios no perdonó al propio Hijo, sino que lo entregó por nosotros (Rom 8,32; cf. Gn 22,16). Significa esto que Dios Padre no ha querido tener a su Hijo para sí mismo, como un tesoro celosamente guardado. El Padre, así, no sólo es quien recibe el sacrificio del Hijo, sino también quien hace-causa-efectúa el sacrificio del Hijo: Él ha hecho el grande sacrificio de darnos a su Hijo: « ¡Oh como nos amaste, Padre bueno, que no perdonaste a tu Hijo único, sino que le entregaste por nosotros, los impíos! ¡Oh como nos amaste!», exclama san Agustín (Conf. X, 43).

En la teología más antigua de la Iglesia se hablaba con simplicidad y seguridad del sufrimiento de Dios en Cristo. Un testimonio de aquella teología arcaica del Asia Menor es Tertuliano: «Si el Hijo ha padecido, el Padre ha compadecido. ¿Cómo hubiera podido padecer el Hijo, sin que el Padre compadeciese?» (Adv. Prax. 29).

Dejemos que san Agustín nos eche una mano: «Oigamos la voz que el Señor profirió en la cruz: En tus manos encomiendo mi espíritu (Lc 23, 46). Conocido ya por el Evangelio que las palabras del Señor fueron las de este salmo [el 21], no dudamos -dice- que Él habló aquí. Pues se escribe en el Evangelio que Cristo pronunció estas palabras: En tus manos encomiendo mi espíritu; y habiendo inclinado la cabeza, entregó el espíritu (Jn 19,30). No sin razón quiso que sus palabras fuesen las mismas de este salmo, con el fin de advertir que Él habló en este salmo. Búscale aquí; piensa de qué modo quiso se indagase sobre Él en otro salmo titulado a favor de la mañana: Taladraron mis pies y mis manos y contaron todos mis huesos; ellos mismos me miraron y me vieron, dividieron mis vestidos entre sí y sobre mi túnica echaron suertes (Sal 21, 17-19). Para amonestarte que en Él se cumplieron estas cosas, pronunció en la cruz las palabras del comienzo de este salmo: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? (Sal 21, 2), personificando, sin embargo, en Él la voz del cuerpo, pues el Padre no abandonó en tiempo alguno a su Unigénito. Me redimiste, ¡oh Señor!, Dios de la verdad: ejecutando lo que prometiste, no engañando en tu promesa, ¡oh Dios de la verdad! » (In Ps. 30, II, s.1, 11).



3. Sacerdote, víctima y altar. - El drama de la cruz registra tres dimensiones relativas a las tres facetas del crucificado, quien, por decirlo agustinianamente, es a la vez sacerdote, víctima y altar. La idea figura en el Prefacio pascual-V: «ofreciéndose por nuestra salvación, quiso ser al mismo tiempo sacerdote, víctima y altar». San Agustín la trabajó con su genial agudeza en La ciudad de Dios y la Iglesia viene a ella muy a menudo. «Mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús, bajo la forma de Dios, acepta el sacrificio con el Padre, con el cual es un solo Dios; pero bajo la forma de esclavo prefirió ser sacrificio a aceptarlo, a fin de que nadie tomara ocasión de esto para sacrificar a cualquier criatura. Por eso Él es el sacerdote, Él es quien ofrece y es también oblación» (ciu. Dei 10, 20).

a) Es sacerdote, o sea mediador entre Dios Padre y el pueblo (cf. Hb 5, 5-10), «sumo sacerdote que penetró los cielos» (Hb 4,14); sacerdote en quien confiar, «pues no tenemos un Sumo Sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, sino probado en todo igual que nosotros, excepto en el pecado» (Hb 4,15).

Dice y vuelve a decir la Carta a los Hebreos que «todo Sumo Sacerdote es tomado de entre los hombres y está puesto a favor de los hombres en lo que se refiere a Dios para ofrecer dones y sacrificios por los pecados [de modo que Cristo], habiendo ofrecido en los días de su vida mortal ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas al que podía salvarle de la muerte, fue escuchado por su actitud reverente, y aun siendo Hijo, con lo que padeció experimentó la obediencia; y llegado a la perfección, se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen, proclamado por Dios Sumo Sacerdote a semejanza de Melquisedec» (Hb 5,1ss.7-10). ¡Y quién no recuerda Getsemaní, el jardín que vio al Hijo de Dios sudando gotas como de sangre, donde la argentada luna asistió muda a los estertores de una muerte anunciada!

Describe san Agustín a Cristo como al sumo sacerdote del pueblo cristiano (Sermón 50.10.11), sacerdote y rey (Sermón 198 A), príncipe de los sacerdotes (Sermón 228 B 2). En cuanto Hijo de Dios e hijo del hombre «ora por nosotros como sacerdote nuestro; ora en nosotros como nuestra Cabeza; y nosotros oramos a Él como nuestro Dios […] Luego se le pide en forma de Dios, y Él ora en forma de siervo: allí como Creador, aquí como creado, tomando sin ser cambiado a la criatura, que ha de ser cambiada, y haciéndonos consigo un solo hombre, Cabeza y Cuerpo. Luego oramos a Él, por Él y en Él; y hablamos con Él, y habla Él con nosotros» (en. Ps. 85, 1). Y no sólo sacerdote que se ofrece, sino también oblación. «De esta realidad quiso que fuera sacramento cotidiano el sacrificio de la Iglesia, que, siendo cuerpo de la misma cabeza, aprendió a ofrecerse a sí misma por medio de Él» (ciu. Dei, 10, 20).

b) Es también víctima de expiación (cf. 1 Jn 2,2; 4,10) que se ofrece a sí mismo en el altar de la cruz. Y se ofrece al Padre. De ahí el ofrecimiento de todas nuestras acciones dolorosas o agradables, en reconocimiento de su absoluta grandeza, para ser aceptas al Padre. El memorial de la cruz es ofrenda de Cristo víctima: «te ofrecemos, Dios de gloria y majestad, el sacrificio puro, inmaculado y santo: pan de vida eterna y cáliz de eterna salvación» (I); «el pan de vida y el cáliz de salvación» (II); «el sacrificio vivo y santo» (III); «su cuerpo y su sangre, sacrificio agradable a ti y salvación para todo el mundo» (IV); «esta ofrenda: es Jesucristo que se ofrece con su Cuerpo y con su Sangre» (V).



En efecto, «la Iglesia, en este memorial, sobre todo la Iglesia aquí y ahora reunida, ofrece al Padre en el Espíritu Santo la Víctima inmaculada. Y la Iglesia quiere que los fieles aprendan también a ofrecerse a sí mismos y que de día en día perfeccionen, con la mediación de Cristo, la unidad con Dios y entre sí, para que, finalmente, Dios lo sea todo para todos».

Cristo «quiso que nosotros fuésemos un sacrificio; por lo tanto, toda la Ciudad redimida es ofrecida a Dios como sacrificio universal por el Gran Sacerdote, que se ofreció por nosotros en la pasión para que fuésemos cuerpo de tan gran cabeza […] Así es, pues, el sacrificio de los cristianos, donde todos se hacen un solo cuerpo de Cristo. Esto lo celebra la Iglesia también con el sacramento del altar, donde se nos muestra cómo ella misma se ofrece en la misma víctima que ofrece a Dios» (ciu. Dei 10, 6). Y Pablo VI: «La Iglesia, al desempeñar la función de sacerdote y víctima juntamente con Cristo, ofrece toda entera el sacrificio de la misa y toda entera se ofrece con él» (Mysterium fidei).

c) Es, en fin, altar. En sí mismo el altar es signo de Cristo, sacerdote, víctima y altar de su propio sacrificio. De ahí que esté diseñado para ser reverenciado y respetado en todo momento. Símbolo de los cristianos, que al estar unidos al verdadero Altar, se convierten en altares espirituales donde se ofrece a Dios el sacrificio de una vida santa. Existe unanimidad entre los Padres a la hora de concebir el altar de la liturgia cristiana como signo de Cristo. «El altar es Cristo», dicen. Sensibles a esta teología, los Papas, Benedicto XVI sobre todo, han hecho «hablar» al altar por medio de su ars celebrandi.

Quien se hace presente en el altar en cada Eucaristía es Cristo resucitado y vivo, no un muerto. Se abstiene por ello la Iglesia de celebrar la Eucaristía en los dos días en que se recuerda a Jesús que yace muerto en el sepulcro, cuya alma está separada del cuerpo (no de la divinidad). El hecho de que hoy deje de celebrarse la Misa no atenúa, sino que refuerza el vínculo entre el Viernes Santo y la Eucaristía. La Eucaristía es a la muerte de Cristo como el sonido y la voz son para la palabra que transportan en el espacio y hacen llegar al oído.

Todos los hombres de Dios tienen el convencimiento de que el cuerpo de la Iglesia se hace celebrando los «misterios» que Cristo le ha encomendado (cf. San Agustín, In Io. eu. tr. 16, 6,17). En cuanto al convenire in unum (cf. 1Co 11, 18 s) -reunirse en el mismo lugar procediendo de diversas partes de la ciudad y del campo, como recuerda ya san Justino (Ap., I, 65, 67)- tiene por objeto alabar a Dios, en el vínculo de la comunión, bajo la presidencia del obispo y del presbítero; celebrar el misterio pascual de Cristo, de modo que la Eucaristía sea verdaderamente, para todos, «sacramentum pietatis, signum unitatis, vinculum caritatis» [sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de caridad](San Agustín, In Io. eu. tr. 26, 6, 13; cf. SC 47).

4. Victoria de la Cruz. - Absorta y meditabunda, sigue la Iglesia recordando después de veinte largos siglos que la cruz encierra un escándalo, una sabiduría y una victoria. De pie junto a la cruz, María enseña a la Iglesia, de la que es arquetipo y figura y madre, a meditar en los santos misterios de la cruz, en la que su divino Hijo muere por todo el género humano, incluso por ella misma.



Levantada la cruz por el pecado y sobrenaturalizada por el amor, los hombres todos pueden mirarla esperanzados, y en ella encontrar la clave para que los agonizantes pronuncien, gozosos de ir a la casa del Señor, el Ite, missa est de su vida, cabal resonancia mística del consummatum est en el Gólgota. Victoria de la cruz es la resurrección de Cristo, pues.

Victoria que nos empuja a recomponer en el mundo el Cristo roto de la humanidad. Victoria de la cruz, alegría de la Iglesia, júbilo de sus hijos que hoy cantan como a menudo en la Misa, después de la consagración: «Por tu cruz y resurrección, nos has salvado, Señor». Hoy el alma, llena de ternura, se acerca con delicadeza a Jesús crucificado para decirle temblorosa y sumida en el misterio:

«Te contaré los gozos y las penas
con el fervor de un pecho enamorado,
y besaré tu rostro ensangrentado
con suavidad de lirios y azucenas.

Me esforzaré por vía de obras buenas
en no dejarte nunca abandonado,
y abrazaré tus pies y tu costado
colmándolos de amor a manos llenas.

Sin rumbo fijo y con destino incierto
trota el corcel alado de la historia
en pos de novedad a campo abierto,

sin comprender que sólo en esa noria
de amor y besos a tu rostro muerto
se hace el hombre alabanza de tu gloria».

(Pedro Langa Aguilar, Al son de la palabra.
Religión y Cultura, Madrid 2013,
A Jesús crucificado, p. 56).

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