« Vieron dónde vivía y se quedaron con Él »




De vocación, disponibilidad y convivencia trata mayormente este segundo domingo del tiempo ordinario Ciclo B. Conceptos los tres fundamentales para la espiritualidad, desde luego, y concretamente, según la liturgia de esta jornada dominical, cabría decir que incluso complementarios. Conceptos, por otra parte, dotados en la narrativa de la sagrada Escritura hoy proclamada de gran riqueza testimonial y abundante acompañamiento de matices, redundantes todos, si bien se mira, en el celebrado mundo de la vida. Así se explica que de su lectura, y mejor aún, de su meditación, se saque inmediato y señalado provecho para el alma.

La disponibilidad ante la llamada del Señor se nos muestra en esta primera lectura con las palabras de Samuel: «Habla, Señor, que tu siervo te escucha» (1 Sam 3, 3b-10.19). También la refleja claramente el salmo responsorial: «Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad» (Sal 39). Una disponibilidad, pues, traducida en escucha, vigilancia y atención, que presupone como indispensable premisa evidentemente la llamada. Lo de convivencia, en cambio, vendrá luego de la mano de san Andrés: pero resultará la desembocadura natural de la síntesis y del hermanamiento de los conceptos anteriores denominados llamada del Señor y disponibilidad (o aceptación de la misma) por parte del discípulo.

Lo cual refleja que se trata de algo que no es instantáneo, como a primera vista pudiera uno suponer, sino, más bien, de un proceso, pero proceso con su más o menos celérico y retardado ritmo, según pinte, y la sucesiva irrupción de cuadros o escenas pidiendo paso. De ahí que san Agustín, por traer un ejemplo en mi caso más a mano, afirme a propósito de la encantadora narrativa evangélica de hoy:

«No lo seguían como si ya le estuvieran adheridos, porque es manifiesto cuándo se le adhirieron porque los llamó de la barca. Entre estos dos (discípulos de Juan), en efecto, estaba Andrés, como habéis oído hace un momento. Ahora bien, Andrés era hermano de Pedro y por el evangelio sabemos que de la barca llamó el Señor a Pedro y Andrés […] Le siguen al instante, no le siguen como para no retroceder, sino que quieren ver dónde vive y hacer lo que está escrito: Tu pie desgaste el umbral de sus puertas; levántate para venir a él asiduamente y sé instruido por sus preceptos (Si 6,36-37). Él les mostró dónde permanecía; vinieron y estuvieron con él. ¡Qué feliz día pasaron, qué feliz noche! ¿Quién hay que nos diga lo que ellos oyeron al Señor? Edifiquemos también nosotros y hagamos una casa en nuestro corazón, para que venga él y nos enseñe; converse con nosotros » (In Io. 7,9).



El final de la cita agustiniana, analizada a bote pronto, encierra dos admirables ideas dignas de señalamiento: la del misticismo y la del exhorto pastoral con ribetes que luego diré. Los místicos concurren a través de la frase maestra de quien hoy es conocido como el santo de la interioridad, al encontrarnos de pronto con este desahogo suyo que suscita, sin decirlas, mil palabras y otras tantas ideas: «¡Qué feliz día pasaron, qué feliz noche! ¿Quién hay que nos diga lo que ellos oyeron al Señor?» (In Io. 7,9). Frase por de pronto, me parece a mí, de regalado fervor entre los maestros de espíritu. Y frase también, sin duda, íntima y deliciosa para los contemplativos.

En cuanto al exhorto pastoral de la conclusión del fragmento, se atisba el modo de entender san Agustín la «convivencia» de estos afortunados discípulos de Juan con el Rabí de Nazaret: «Edifiquemos también nosotros –agrega el Obispo de Hipona a sus fieles-- y hagamos una casa en nuestro corazón, para que venga él y nos enseñe; converse con nosotros » (In Io. 7,9).

Se trata, pues, de hacer «una casa en nuestro corazón», de encender una radiante luminaria en las entrañas del alma. Con fin muy preciso, nótese: «para que venga él y nos enseñe; converse con nosotros». En Jesús de Nazaret, pues, catequista incomparable y Palabra de la palabra, están las dos acciones divinas: venir y enseñarnos. En nosotros, criaturas, el escuchar, atender y dejar que su divina palabra nos gane el corazón. Sólo así surgirá el diálogo sabroso y regalado; sólo así, la delicia inacabada; sólo así nuestro encuentro será un conversar. San Agustín lo remata con palmaria claridad cuando dice: «para que venga él y nos enseñe; converse con nosotros».

El vínculo de sangre entre Pedro y Andrés, así como la llamada común que Jesús les dirigió, son mencionados expresamente en los Evangelios. El cuarto evangelio aporta otro detalle importante: en un primer momento Andrés era discípulo de Juan Bautista; y esto, así dicho, nos muestra que era un hombre de búsqueda, que compartía la esperanza de Israel, que ansiaba conocer más de cerca la palabra del Señor.

Era en verdad hombre de fe y de esperanza, según se desprende del día en que escuchó a Juan Bautista proclamar a Jesús como «el cordero de Dios» (Jn 1, 36); entonces, se interesó y, junto a otro discípulo cuyo nombre no se menciona, siguió a Jesús, a quien Juan llamó «cordero de Dios». El evangelista refiere: «Vieron dónde vivía y se quedaron con él» (Jn 1, 37-39).

Disfrutó, pues, Andrés de momentos extraordinarios de intimidad con Jesús. Yo quisiera destacar sobre todo cuando le dice a su hermano Pedro: «Hemos hallado al Mesías», que quiere decir el Cristo, y lo condujo a Jesús» (Jn 1, 40-43), demostrando inmediatamente un espíritu apostólico fuera de lo común.



Andrés, por tanto, fue el primero de los Apóstoles en ser llamado a seguir a Jesús, por cuyo motivo la liturgia bizantina le honra con el apelativo de «Protóklitos», o sea «el primer llamado». Y no cabe duda de que por la relación fraterna entre ambos, Roma y Constantinopla se sienten entre sí de modo especial como Iglesias hermanas. Es lo que pretendió subrayar Pablo VI al restituir, en 1964, la insigne reliquia de san Andrés, hasta entonces conservada en la basílica vaticana, al obispo metropolita ortodoxo de la ciudad de Patrás, en Grecia, donde, según la tradición, el Apóstol fue crucificado.

La proximidad de la Semana de oración por la unidad de los cristianos me impulsa a destacar otra iniciativa de san Andrés. Tuvo lugar en Jerusalén, poco antes de la Pasión. Con motivo de la fiesta de la Pascua —narra san Juan— habían ido a la ciudad santa también algunos griegos, puede que prosélitos o personas temerosos de Dios, para adorar al Dios de Israel en la fiesta de la Pascua. Andrés y Felipe, los dos Apóstoles con nombres griegos, hacen de intérpretes y mediadores de este pequeño grupo ante Jesús. Y la verdad es que la respuesta del Señor a su pregunta parece enigmática, pero no deja de estar llena de significado. Dice Jesús entonces: «Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre. En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere da mucho fruto» (Jn 12, 23-24).

Quiere sencillamente dar a entender: mi encuentro con los griegos tendrá lugar, pero no será una simple y breve conversación con algunas personas, llevadas de la curiosidad. Con mi muerte, que se puede comparar a la caída en la tierra de un grano de trigo, llegará la hora de mi glorificación. De mi muerte en la cruz surgirá la gran fecundidad: el «grano de trigo muerto» —símbolo de mí mismo crucificado— se convertirá, con la resurrección, en pan de vida para el mundo. En resumen: Jesús profetiza la Iglesia de los griegos, la Iglesia de los paganos, la Iglesia del mundo como fruto de su Pascua.

Según antiquísimas tradiciones, Andrés, que transmitió a los griegos estas palabras, no sólo habría sido intérprete de algunos griegos en este encuentro con Jesús, sino también el apóstol de los griegos en los años siguientes a Pentecostés. Durante el resto de su vida, en efecto, fue el heraldo y el intérprete de Jesús para el mundo griego. Pedro, su hermano, llegó a Roma desde Jerusalén, pasando por Antioquía, para ejercer su misión universal; Andrés, en cambio, fue el apóstol del mundo griego: así, tanto en la vida como en la muerte, se presentan como auténticos hermanos. Fraternidad la suya que se expresa simbólicamente en la relación especial de las sedes de Roma y Constantinopla, Iglesias verdaderamente hermanas.

Una tradición sucesiva a la que acabo de citar narra la muerte de Andrés en Patrás, también por crucifixión como la de su hermano Pedro. Pero Andrés pidió ser colocado en una cruz distinta a la de Jesús: una cruz en forma de aspa, es decir, con los dos maderos cruzados en diagonal, que por eso se llama «cruz de san Andrés». Según un relato antiguo —inicios del siglo VI—, titulado «Pasión de Andrés», el Apóstol habría pronunciado en esa ocasión las siguientes palabras:

« ¡Salve, oh Cruz, inaugurada por medio del cuerpo de Cristo, que te has convertido en adorno de sus miembros, como si fueran perlas preciosas!
Antes de que el Señor subiera a ti, provocabas un miedo terreno.
Ahora, en cambio, dotada de un amor celestial, te has convertido en un don. Los creyentes saben cuánta alegría posees y regalos tienes preparados.
Seguro y lleno de alegría, por tanto, vengo a ti para que también tú me recibas exultante como discípulo de quien fue colgado de ti... ¡Oh cruz bienaventurada, que recibiste la majestad y la belleza de los miembros del Señor!...
Tómame y llévame lejos de los hombres y entrégame a mi Maestro para que a través de ti me reciba quien por medio de ti me redimió.
¡Salve, oh cruz! Sí, verdaderamente, ¡salve!»
(en Benedicto XVI: 14-06-2006).




Profunda espiritualidad cristiana, sin duda. En vez de considerar la cruz como instrumento de tortura, la ve como el medio incomparable para asemejarse plenamente al Redentor, grano de trigo que cayó en tierra. Hermosísima e importante lección de vida cristiana, la que aquí aflora: nuestras cruces adquieren valor si las consideramos y aceptamos como parte de la cruz de Cristo, si las toca el reflejo de su luz. Sólo gracias a esa cruz también nuestros sufrimientos quedan ennoblecidos y adquieren su verdadero sentido.

Enséñenos, pues, san Andrés a seguir a Jesús con prontitud (cf. Mt 4, 20; Mc 1, 18); hablar de él con entusiasmo a quienes la vida ponga en nuestro camino; y sobre todo, cultivar con él una relación de íntima familiaridad, conscientes en todo momento de que sólo en Él podemos encontrar el sentido último de nuestra vida y de nuestra muerte. San Andrés así, no sólo habrá sido el «Protóklitos», o sea «el primer llamado», sino también el sublime catequista de los tres conceptos que abrían estas reflexiones dominicales, a saber: vocación, disponibilidad y convivencia.

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