La escuela de la Cruz



Moribundo sobre el Calvario, pontífice entre el cielo y la tierra, Jesús escribe clavado a la Cruz el Evangelio del dolor. Desconsolada y llorosa, pero entera y de pie junto a esa misma Cruz, su Madre amantísima la Virgen María medita en lo recóndito del corazón el drama en curso. Frente a la chusma enloquecida, la naciente Iglesia del Discípulo amado y de las santas mujeres hijas de Jerusalén aprende de su divino Esposo que «la Cruz es la sobreabundancia del amor de Dios que sobre este mundo se derrama» (VC, 24).

Predicar de la cruz puede resultar hasta fácil. Soportarla, en cambio, es ya costoso. Amarla sin condiciones, muy difícil. Morir en ella, en fin, sublime. Para el mundo de todas las edades y tendencias fue siempre piedra de escándalo: el permisivismo de esta hora crucial y posmoderna ha llegado a definirla como «símbolo anticuado y triste». San Pablo, en cambio, escribiendo a los Gálatas (6,14), vio en ella un «motivo de gloria». Y el genio de san Agustín, por su parte, «Cátedra y escuela y gloria del corazón de los santos» (Sermón 315,8; 234,2; In Io.117, 3).

Cierto es que su lenguaje resulta duro como el pedernal, pero, a quien la desposa y en ella resiste y sobre ella reposa, le irradia incesantemente luz, vida y salvación. «Sufriendo la muerte por todos nosotros (cf. Jn 3,14-16; Rm 5,8), pecadores, Cristo nos enseña con su ejemplo a llevar la cruz que la carne y el mundo echan sobre los hombros de los que buscan la paz y la justicia» (GS, 38).

Mediante Pablo y Agustín, el Vaticano II dejó dicho que «la Iglesia “va peregrinando entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios” (ciu. Dei, 18, 51,2), anunciando la cruz del Señor hasta que venga (cf. 1Co 11,26)» (LG, 8). Los conciliares así lo afirmaron convencidos de que por la cruz se llega a la luz, y de que la Iglesia estima el martirio «como un don eximio y la suprema prueba de amor [aunque sea concedido a pocos]. Todos, sin embargo, deben estar prestos a confesar a Cristo delante de los hombres, y a seguirle, por el camino de la cruz, en medio de las persecuciones que nunca faltan a la Iglesia» (LG 42). Lógico, pues la Iglesia se sabe nacida del costado de Cristo dormido en la cruz (cf. SC 5; cf. s. Agustín, In ps.138, 2), y que el sacrificio de la cruz es perpetuado en el sacrificio eucarístico.

La Cruz es, sencillamente, la puerta por la que Dios entra a cada minuto en nuestra vida. Y acaso por ello también debamos ver en ella la clave para entender el sentido de ese instante final que es la muerte. Clavado Jesús sobre el abrupto madero y en él ya exánime, un soldado quiso certificar su muerte hiriéndole el costado, y al punto salió sangre y agua, como «para dar a entender -explica san Agustín- que allí se abría la puerta de la vida, de donde manan los sacramentos […] sin los cuales no se entra a la vida que es verdadera vida» (In Io. 120,2; In ps. 56,11).

Muchísimas cruces siguen alzadas todavía, por desgracia, en esta hora punto menos que de alborada milenaria. Sólo Cristo, que en todas continúa crucificado, puede hacer que sobre la carga de odio y violencia que las levanta, sobre las crisis de fe que provocan, reine indulgente el amor y brille esplendente la divina hermosura. La Iglesia, por eso, invita desde su fe en la victoria del Gólgota a restaurar el Cristo roto de una Humanidad dolorida cantando con sus hijos en la tarde del Viernes Santo: «Por tu cruz y resurrección, nos has salvado, Señor» (Canon).

Jesús murió rezando. En la última Cena había asumido anticipadamente su muerte, en el momento en que se donaba en la Eucaristía, y así, desde dentro, transformó su morir en una acción de amor, en una glorificación de Dios. Puede que los evangelistas manejen aquí vocablos diversos en detalles y particularidades. Concuerdan todos, no obstante, en lo sustancial: es decir, a su entender de narradores de los hechos y milagros y palabras del Señor, Jesús murió orando. Dicho de otra manera, hizo de su muerte un acto de oración, un acto de adoración.

Según Mateo y Marcos, gritó «en alta voz» las palabras con que se abre el Salmo 21, el gran Salmo del justo sufriente y liberado: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mc 15,34; Mt 27,46). Ambos refieren también que estas palabras no fueron comprendidas por las personas circunstantes, quienes interpretaron el grito de Jesús como una llamada dirigida a Elías. Después de ellos, pues, solamente la fe ha conseguido entender que este grito mortal de Jesús era la oración mesiánica del gran Salmo de los dolores y de las esperanzas de Israel, que se cierra con la visión de la saciedad de los pobres y con el retorno al Señor de todos los confines de la tierra.

Este Salmo 21 fue para la cristiandad primitiva un texto cristológico clave, en el cual ella encontraba expresada no solamente la muerte en Cruz de Jesús, sino asimismo el misterio de la eucaristía dimanante de la Cruz, la verdadera saciedad, digámoslo así, de los «pobres»y la Iglesia de los «gentiles», derivada al mismo tiempo de la Cruz. Así las cosas, pues, este grito de muerte, considerado por los presentes como inútil invocación a Elías, se convirtió para los primeros cristianos en la más profunda explicación que Jesús mismo haya dado de su muerte. En conclusión, no hubo, por tanto, una sola narración de cuales hayan sido las últimas palabras de Jesús. Lucas, por ejemplo, no las fijó en el predicho Salmo 21, sino en otro gran Salmo de la pasión, 31, en el v. 6 (Lc 23,46); y Juan eligió otro versillo del Salmo 21, el 15 ligándolo con el Salmo de la Pasión, el 68 (Jn 19,28s).

Unánime, sin embargo, es la narración de todos los Evangelios acerca de tres puntos, sobre los cuales debe concentrarse toda interpretación teológica: 1) A todos los evangelistas es común la convicción de que el Salmo 21 está ligado de modo particular con la pasión de Jesús, tanto con su realidad objetiva, como con la aceptación personal de la pasión por parte de Jesús. 2) Todos asimismo concuerdan en que las últimas palabras de Jesús constituyeron la expresión de su obediencia sin reservas a la voluntad del Padre. 3) Todos los evangelistas, por tanto, están de acuerdo en que el mismo morir de Jesús fue un acto de oración, que tal muerte fue el acto de pasar de este mundo al Padre. Y todos, en fin, están de acuerdo también en que Jesús oró con la Escritura y que la Escritura se convirtió así en él carne, o sea pasión real, pasión de él, el justo.



Dichas consideraciones ponen de relieve la inseparable conexión entre la última cena y la muerte de Jesús. La muerte de Jesús nos da, de esta suerte, la clave para comprender la última Cena, y la Cena es la anticipación de la muerte, la transformación de una muerte violenta en un sacrificio voluntario, en este acto de amor que es la redención del mundo. La Eucaristía, en suma, no es simplemente Cena y la Iglesia coscientemente no la llamaba «Cena» para evitar esta falsa impresión.
La Eucaristía es presencia del Sacrificio de Cristo, de este sumo acto de adoración, que es al mismo tiempo acto del sumo amor, del amor «hasta el extremo» (Jn 13, 1) y así distribución de sí mismo bajo las figuras del pan y del vino. La Cena fue la anticipación de la muerte violenta. Así que la Cruz sin el gesto de la Cena, y la Cena sin la realidad de la Cruz quedarían vacías.

Pero Cena y Cruz sin la Resurrección serían una esperanza naufragada. La imagen del costado traspasado, fuente de agua y sangre, es también una imagen de la Resurrección, del amor más fuerte que la muerte. En la Eucaristía recibimos este amor –recibimos la medicina de la inmortalidad-. La Eucaristía nos guía a la fuente de la verdadera vida, de la vida invencible, que nos explica dónde y cómo se encuentre la verdadera vida –no en las riquezas y en la posesión, no en el tener. Solamente si seguimos a Jesús, en la vía de la Cruz, nos hallamos en el camino de la vida.

Cabría decir, concluyendo, que los hombres todos tienen, en el fondo, alma de crucíferos. Habrá que andarse con suma cautela cuando nos referimos a la cruz. De ello levanta acta el refranero cuando afirma: «Al falso amigo, hazle la cruz como al enemigo». O « Cruz y raya, para que me vaya». Tomada como sinónimo de adversidad, tampoco faltan dichos alusivos a la Cruz: Así, «Enfermedad larga, cruz a la espalda»; «Cada mortal lleva una cruz a cuestas». «Cada altar tiene su cruz». «La casa compuesta, la cruz en la puerta». Hay en nosotros a veces la tendencia a creer que la nuestra es la cruz más grande, y no nos paramos a pensar que «Todos llevamos una cruz colgada, unos suave y otros pesada», y «Todos su cruz llevan, unos a rastras y otros a cuestas». De modo que «Saca tu cruz a la calle, y verás otras más grandes».

No estaría bien confundir la cruz con la estética: hay quienes juegan con ella como quien maneja un puro adorno. Entre obras y palabras anda el dicho que proclama: «La cruz en los pechos y el diablo en los hechos». De modo que si «No hay altar sin cruz», tampoco hay hombre sin prueba, siendo así que en la prueba está la cruz, la cual, a veces asociamos con otra virtud, como cuando se dice que «La cruz de más excelencia es la cruz de la paciencia». Mas, puestos ya en ello, cabe también añadir que la cruz de más bendición es la cruz de la Pasión.

Dice concuyente san Agustín: «Cuanto se realizó en la cruz de Jesucristo, en su sepultura, en su resurrección al tercer día, en su ascensión al cielo, donde se sentó a la diestra del Padre; todo esto se realizó para que la vida cristiana, que aquí se vive, se conformase con estos acontecimientos, no sólo místicamente figurados, sino también realizados»(Ench., 53).

«No nos avergoncemos, pues, de la cruz del Salvador; gloriémonos, más bien. La doctrina de la cruz es escándalo para los judíos y locura para los gentiles –insiste san Cirilo de Jerusalén glosando al apóstol san Pablo-, pero es nuestra salvación. Es necedad para los que se pierden; para nosotros, a los que nos ha salvado, es fuerza de Dios» (Cat, 13, n. 3; cf. 1Co 1, 18.23).




Abundan hoy los sonetos a Jesús crucificado, a ese Cristo que puede tener mil apellidos: Cristo de la Buena muerte, Cristo de los Legionarios, Cristo del mayor dolor, y por ahí seguido. Yo quiero traer aquí el que, en fechas todavía cercanas, compuse al Cristo del Amor, el de la Antigua, Venerable y Agustina Hermandad del Santísimo Cristo del Amor, Nuestro Padre Jesús Cautivo, Nuestra Señora de los Remedios y San Juan Evangelista.Lo hago convencido de que me lo agradecerán muchos de mis lectores de Religión Digital. Como lo hicieron tantos seguidores del Blog Equipo Ecuménico Sabiñánigo (Viernes santo, 3 de abril de 2015). Anda por medio la teología tratando de adentrarse en el misterio Vida y Muerte. Pero, sobre todo, tercia inspirada la fe.


MUERTO Y VIVO EN LA CRUZ


¿Por qué se me hace duro verte muerto,
si tú eres el Viviente que das vida;
si en tu muerte la muerte fue vencida;
si el alma sin tu muerte es un desierto?

¿Por qué me invade tanto el desconcierto,
si ese morir sufriendo nos convida
a mantener la mente convencida
de que, aun dormido en Cruz, sigues despierto?

Vida y muerte de Cristo: santo encuentro,
insondable misterio y paradoja
de la Pascua infinita en tal discordia

te proclaman, mi Dios, vivo por dentro,
y dicen que no dude y que me acoja
reconocido a tu misericordia.

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