El grande y santo Sábado



Son éstas del grande y santo Sábado (=GSS), según la Sagrada Liturgia dice y la Teología proclama, horas de intensa lágrima por tanta muerte en el que ha muerto; y, a la vez, de mudo silencio en contraste con el alocado griterío al pie del Gólgota. Son, asimismo, de inconsolable y angustiosa orfandad ante tanta pérdida y desesperanzada espera junto a la sepultura solitaria, resumen de las mezquindades todas de los hombres y, al propio tiempo, digámoslo así, cofre de oro donde se encierra la más sublime Joya del género humano, que es el Cuerpo sacratísimo de Cristo.

Unida espiritualmente a María, la Iglesia permanece en oración junto al sepulcro, donde el cuerpo del Hijo de Dios yace inerte como en descanso después de la obra re-creadora de la Redención, llevada a cabo con su muerte (cf. Hb 4, 1-13). El sábado es una institución divina, el mismo Dios descansó ese día, acabada la creación (Gen 2,3). Pero este de Cristo muerto en la cruz y descansando en el sepulcro es el descanso sabático tras la segunda creación llevada a cabo por Cristo con su pasión y muerte.

«Al atardecer –dice Mateo--, vino un hombre rico de Arimatea, llamado José, que se había hecho también discípulo de Jesús. Se presentó a Pilato y pidió el cuerpo de Jesús. Entonces Pilato dio orden de que se le entregase. José tomó el cuerpo, lo envolvió en una sábana limpia y lo puso en su sepulcro nuevo que había hecho excavar en la roca: luego, hizo rodar una gran piedra hasta la entrada del sepulcro y se fue. Estaban allí María Magdalena y la otra María, sentadas frente al sepulcro» (Mt 27, 57-61). Sábana «limpia» y sepulcro «nuevo» subrayan, desde un análisis de fondo, la piedad del entierro; el segundo dato incluso explica también el que haya sido posible, ya que el cadáver de un ajusticiado no podía ser puesto en un sepulcro ya ocupado, donde habría contaminado los huesos de justos.



Por otra parte, la resurrección de los justos del Antiguo Testamento, a la que Mateo se refiere cuando afirma que, tras expirar Jesús, y una vez rasgado el velo del Santuario, «se abrieron los sepulcros, y muchos cuerpos de santos difuntos resucitaron. Y, saliendo de los sepulcros después de la resurrección de él, entraron en la Ciudad Santa y se aparecieron a muchos» (Mt 27, 52-53), es un signo de la era escatológica. Liberados del Hades por la muerte de Cristo (cf. Mt 16,18), esperan ellos su resurrección para entrar con él en la Ciudad Santa, es decir, la Jerusalén celeste (Ap 21,2, 10; 22,19), como lo entendieron ya los Padres antiguos. Tenemos aquí, pues, una de las primeras expresiones de la fe en la liberación de los muertos por el descenso de Cristo a los infiernos (cf. 1 P 3,19).

San Pedro nos dice, efectivamente, que, «en el espíritu fue también a predicar a los espíritus encarcelados» (1 P 3,19). Es esta una probable alusión al descenso de Cristo al Hades, entre su muerte y su resurrección, a donde fue en «espíritu», o mejor según el Espíritu (Rm 1,4) estando muerta su «carne» en la cruz, y en el sepulcro obviamente. El descenso del Señor al abismo lo trata maravillosamente una homilía antigua sobre el GSS (PG 43, 439. 451.462-463). No debemos olvidar que este descenso de Cristo a los Infiernos es uno de los artículos del Símbolo de los Apóstoles.

Entrada la noche, la solemne Vigilia pascual, al son gozoso del Gloria y del Aleluya pondrá de pie a los nuevos bautizados y a toda la comunidad cristiana, dichosa del re-encuentro con Cristo glorioso por haber resucitado venciendo a la muerte, y por haber vencido a la muerte resucitando. Pero antes, en ese acá de nuestro mundo inquieto y proteico, habrá que aguardar a que se cumpla también el descenso a los infiernos para sacar de la cárcava infernal a tantas almas allí retenidas. Si la hora de san Juan nos transporta a la hora de la «glorificación» de Jesús, es decir, de su muerte, ¿por qué no hablar también de la hora del sepulcro a la espera de la resurrección?



Dios no necesita tiempo ni del tiempo, claro es, porque ni es tiempo ni es tampoco temporalidad sino eternidad, aunque la Encarnación del Hijo de Dios nos coloque ante el único caso de alguien que haya venido desde la eternidad al tiempo, haciendo así al hombre, por virtud de su santificación del tiempo, capax Dei (capaz de Dios). De modo que la respuesta a tan doloroso grito de un Cristo roto, exánime, que yace dormido en el sepulcro, ha de venir, está viniendo, vendrá, seguro, con la explosión estallante de la luz de la Pascua.

Su resurrección, al ser levantado de entre los muertos ––de entre los derrotados de la historia, los ejecutados por la injusticia, los aniquilados en campos de exterminio––, esa resurrección gloriosa, triunfal, aleluyática, no es sino el gran Sí que el Padre le da a su divino Hijo. Es la respuesta que apaga el ciego silencio de la oscura noche de la negra cruz. Es la palabra que afirma y reafirma, como pregón, como trueno cósmico, que No lo había abandonado... Al contrario, ahora el Padre le hace Justicia al Hijo y lo reivindica, totalmente y para siempre.

Desde lo más profundo del GSS cumple rogarle, pedirle, implorarle, insistirle a Jesús, el Cristo Sufriente y Durmiente y pronto Resucitado, que nos ayude a no darnos por vencidos, a no dejarnos derrotar por el aparentemente conturbador silencio de Dios; que nos infunda su Espíritu para seguir dándolo todo, como Él supo darlo todo hasta el Consummatum est, sabiendo que el Padre recoge en sus manos bondadosas cada segundo por él vivido. Desde el sepulcro del divino Durmiente, o del Viviente dormido, habrá que aprender a saber esperar, para que la llama viva de la fe no ser apague.

Conmueve cuando lo contemplamos con pena en los brazos de la Madre dolorida por la triste angustia de la muerte. Miguel Ángel inmortalizó en el mármol el momento inexpresable de íntimo dolor en que María tiene sobre sus rodillas el cadáver de su amadísimo Hijo. ¡Es el prodigio escultórico de la Pietà donde la belleza brilla con todos los destellos de la obra clásica! Asombra ver yerto el Cuerpo de Cristo en un sepulcro excavado sobre roca. En esas horas sepulcrales cabría decir que están encerradas junto al cadáver del Señor las vicisitudes todas del género humano, las alegrías y esperanzas todas de la Gaudium et spes.

La Madre de Jesús se queda en la soledad más absoluta, lleno de amargura el aire y traspasada de amor la historia misma. María llora la tristeza de la ausencia, la fatal separación, la muerte de su queridísimo Hijo. Así vista y contemplada, la Madre Dolorosa, cual santa mujer de amor y de paz, se queda con el corazón partido de dolor, sí, pero alentando al propio tiempo la esperanza toda de la Iglesia. Una Iglesia absorta y meditabunda, que sigue recordando, después de veintiún siglos, que la cruz encierra un escándalo, una sabiduría y una victoria. Levantada la cruz por el pecado y sobrenaturalizada por el amor, la humanidad entera puede mirarla con esperanza, y los agonizantes irse a la casa del Padre con el Ite, missa est de su vida, como resonancia del Consummatum est de Jesús en el Gólgota. El sepulcro donde el cadáver de Jesús yace a la espera de la resurrección nos empuja incoerciblemente a recomponer en el mundo el Cristo roto de la humanidad.

El GSS es el día en el que la liturgia calla, el día del gran silencio, que invita a los cristianos a custodiar un recogimiento interior, con frecuencia difícil de cultivar en nuestro tiempo –tan dado a la extroversión--, para prepararnos mejor a la Vigilia Pascual. En muchas comunidades se organizan retiros espirituales y encuentros de oración mariana para unirse a la Madre del Redentor, que espera con trepidante confianza la resurrección del Hijo crucificado.



En el GSS, esa misma Iglesia vela el sueño de la muerte de su divino Esposo mientras confía, espera y ama. Es la suya una espera en el amor, y un amor dentro de la espera; es un esperar en esperanza, es la esperanza que preanuncia la luz del cirio. El cirio pascual nos recordará con su luz que la Iglesia está siempre viva, es hermosa y santa, porque está fundada en Cristo resucitado. Meditar junto al sepulcro de Cristo dormido equivale a celebrar estas horas previas a la Vigilia de la Pascua conscientes de que Cristo ha dado su vida por cada uno de nosotros. Y sabedores también de que nosotros hemos de hacer vida la Resurrección del Señor. Será un quehacer; será una gracia no acabada, será en nosotros un proyecto que el mismo Jesús culminará cuando suene la hora del Aleluya.

«Viviréis, porque yo sigo viviendo» (Jn 14, 19), dice Jesús a sus discípulos, es decir, a nosotros. Viviremos mediante la comunión existencial con Él, por estar insertos en Él, que es la vida misma. La vida eterna, la inmortalidad beatífica, no la tenemos por nosotros mismos ni en nosotros mismos, sino por una relación, mediante la comunión existencial con Aquél que es la Verdad y el Amor y, por tanto, es eterno, es Dios mismo» (Benedicto XVI). Es el Viviente muerto, o el Muerto viviente (= oxímoron). Los versos que siguen, pues, concebidos dentro de la serenidad y celeridad de la espera sepulcral, se inspiran en la célebre homilía antigua del grande y santo Sábado sobre el descenso del Señor al abismo:

«Descendió a los infiernos»

El grande y santo Sábado medita
junto al sepulcro donde está enterrado
el cuerpo de Jesús crucificado.
La calma en el entorno es infinita.

Vencidas culpa y muerte en cruz maldita,
mientras aguarda a ser resucitado
el Rey ordena al padre Adán postrado:
«Despierta y ven con todos a la cita…

Tu noche misteriosa --larga espera
de siglos en silencio y lontananza--
por siempre se acabó con mi perdón.

Levantaos, venid, salid afuera,
pascual es para todos la mudanza
que preludia mi gran Resurrección».

Pedro Langa Aguilar, OSA
En el GSS 15.04.2017

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