Las samaritanas nicaragüenses

En Israel, sacerdotes y levitas eran los más obligados a practicar la caridad. El samaritano allí era el extranjero, el hereje; aquel de quien normalmente no se podía esperar más que odio.

El Señor responde mostrando, con el relato del buen samaritano, que cada uno debe convertirse en prójimo de toda persona con quien se encuentra. «Ve y haz tú lo mismo»  (Lc 10, 37). Amar, por tanto, viene a decirnos Jesús, es comportarse como el buen samaritano.

Sólo el amor, suscitado en nosotros por el Espíritu Santo, nos convierte en testigos de Cristo. Como Buen Samaritano, Cristo se acerca hoy a todo hombre que sufre en su cuerpo o en su espíritu, y cura sus heridas con el aceite del consuelo y el vino de la esperanza.

Estaban allí, en Nicaragua, asistiendo como buenas samaritanas al apaleado por el camino, al enfermo de cáncer, al desasistido, a los niños sin escolarizar; en las  guarderías, escuelas, comedores, etc.

Parábola del buen samaritano

Este XV Domingo del tiempo ordinario Ciclo - C. (10.7.2022) puede sin duda denominarse Domingo del buen samaritano, debido sobre todo a la famosa parábola homónima, ante la que hoy nos emplaza la sagrada liturgia con el capítulo 10 de san Lucas, el evangelista de la misericordia. «Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó» (Lc 10, 30).

La verdad es que Samaria sale a menudo en la vida de Jesús: y suele hacerlo como una tierra escasamente  hospitalaria. Judíos y samaritanos andaban siempre a la greña. Baste recordar a la Samaritana (Jn 4, 1-42), sorprendida de que un judío, sentado junto al brocal del pozo que Jacob había dejado a su hijo José en Sicar le pida de beber (Jn 4, 9). Y tampoco demos al olvido la expeditiva salida de los Boanerges a Jesús: pedir que baje fuego del cielo y acabe con aquellos samaritanos que no le habían recibido «porque tenía intención de ir a Jerusalén» (Lc 9, 53).

En Israel, sacerdotes y levitas eran los más obligados a practicar la caridad. El samaritano allí era el extranjero, el hereje; aquel de quien normalmente no se podía esperar más que odio. Apaleado el pobre hombre que bajaba de Jerusalén a Jericó y dado prácticamente por muerto por los salteadores, hete aquí que bajaba por el mismo camino un sacerdote y, al verle, dio un rodeo. Igualmente procedió un levita.

«Pero un samaritano que iba de camino llegó junto a él, y al verle tuvo compasión; y, acercándose, vendó sus heridas, echando en ellas aceite y vino; y montándole sobre su propia cabalgadura, le llevó a una posada y cuidó de él» (Lc 10, 33-34). Nótese la fuerza del contraste, llegó junto a él, y al verle tuvo compasión. La pregunta es simple: ¿Quién de los tres fue prójimo del apaleado? Y la respuesta del letrado a Jesús no se hizo esperar. El que practicó la misericordia. Porque el letrado, tonto no era, desde luego. Tampoco bueno, ya que las preguntas formuladas a Jesús iban dirigidas al Maestro con aviesa intensión.

El comentario de Benedicto XVI en la encíclica Deus caritas est, n. 15, es muy pertinente: «La parábola del buen Samaritano (cf. Lc 10, 25-37) -dice-  nos lleva sobre todo a dos aclaraciones importantes. Mientras el concepto de “prójimo” hasta entonces (o sea hasta los tiempos de la parábola) se refería esencialmente a los conciudadanos y a los extranjeros que se establecían en la tierra de Israel, y por tanto a la comunidad compacta de un país o de un pueblo, ahora (esto es, a partir de esta catequesis de la parábola de Jesús) este límite desaparece.

Mi prójimo es cualquiera que tenga necesidad de mí y que yo pueda ayudar. Se universaliza el concepto de prójimo, pero permaneciendo concreto. Aunque se extienda a todos los hombres, el amor al prójimo no se reduce a una actitud genérica y abstracta, poco exigente en sí misma, sino que requiere mi compromiso práctico aquí y ahora. La Iglesia tiene siempre el deber de interpretar cada vez esta relación entre lejanía y proximidad, con vistas a la vida práctica de sus miembros».

El Señor responde mostrando, con el relato del buen samaritano, que cada uno debe convertirse en prójimo de toda persona con quien se encuentra. «Ve y haz tú lo mismo»  (Lc 10, 37). Amar, por tanto, viene a decirnos Jesús, es comportarse como el buen samaritano. Por lo demás, sabemos que el buen samaritano por excelencia es precisamente él:  aunque era Dios, no dudó en rebajarse hasta hacerse hombre y dar la vida por nosotros.

El corazón de la vida cristiana es, en definitiva, el amor. En efecto, sólo el amor, suscitado en nosotros por el Espíritu Santo, nos convierte en testigos de Cristo. Como Buen Samaritano, Cristo se acerca hoy a todo hombre que sufre en su cuerpo o en su espíritu, y cura sus heridas con el aceite del consuelo y el vino de la esperanza. O sea, que el samaritano de la parábola era el prototipo del verdadero Buen Samaritano, o sea Jesús.

Parábola del buen samaritano

Sostiene Orígenes, por eso, que «aquel hombre que bajaba de Jerusalén a Jericó era, sin duda, un símbolo de Adán, que fue arrojado del paraíso al destierro de este mundo» (Homilía 6,4). Jericó simboliza, en cierto sentido, la cultura secular. Y el hombre que baja de Jerusalén a Jericó nos representa a nosotros todos, los humanos.

Como él, somos viajeros, somos peregrinos que caminan juntos. Y en un momento dado del caminar juntos, sobrevienen de pronto la emboscada, el robo, el despojo, que nos priva de lo mejor que tenemos, la luz divina.

¿Qué respuesta dar, como Iglesia, ante este «cuerpo» de la Humanidad, asaltado y malherido a la vera del camino? ¿No tendríamos que cuidarlo hasta su total restablecimiento como hizo el buen samaritano? La compasión nos impulsa a salir de nosotros mismos, sí, porque no nos da un mero sentimiento, sino que nos hace sentir-con el que sufre, o sea con-padecer.

Tener compasión es, al fin y a la postre, sufrir con el herido, compartir su dolor y su agonía. Y es que la compasión, conviene tener esto presente: nos ayuda, de algún modo, no sólo a sentir, sino a sentir-con la persona que sufre. Como el mismo Jesús, el Buen Samaritano por excelencia. Sufría con – y en – las personas a las que servía. Sentía su misma hambre y su misma sed y su misma pena, comprendía su dolor, mostraba su amistad y su simpatía a los pecadores, posaba su mano sobre los condenados al ostracismo (cf. Is 53, 4-5).

A veces la nuestra es una conducta como las del sacerdote o el levita que, viendo al herido, pasaron de largo dando un rodeo. Podemos ser espectadores silenciosos, temerosos de comprometernos por no mancharnos las manos. En estos tiempos de pandemia que nos ha tocado sufrir, las mascarillas y ese pasar de largo o hacer disimuladamente un rodeo ha sido no pocas veces el remedio más a mano para no contraer el virus.

Pero las emboscadas pueden ser no sólo de un virus desatado y violento, sino de otros muchos virus que no tienen por qué llamarse Covid-19, ni ómicron, ni tantas cepas y mutaciones del bicho… En España vivimos horas de ingratos recuerdos con la memoria del vil asesinato del que fue víctima Miguel Ángel Blanco (precisamente en este domingo se cumple el 25.º aniversario de aquella muerte atroz). En Japón están asimismo de luto, consternados con otro asesinato: esta vez la víctima ha sido el ex primer ministro japonés Shinzo Abe. Recojamos velas y no multipliquemos los ejemplos, que hay muchos.

 En tiempos de san Agustín, siglos IV y V, uno de los peores virus era el que tendía criminales emboscadas. Se llamaba ese “virus” circunceliones, una especie de yihadistas de esta época posmoderna, amigos, como los del tiro en la nunca del norte de España, del chantaje, de la extorsión y del crimen suelto. Pues bien, ni en casos así, el de Hipona renunció jamás a interpretar pasajes evangélicos como el de la parábola del buen samaritano.

Academia Nicaragüense de la Lengua

Desde su gran altura teológica, interpreta diciendo que el hombre apaleado es el género humano. Y el buen samaritano es Jesús, que vino para curar nuestras heridas. El mensaje dominical de hoy es, en consecuencia, de fácil y ajustada interpretación: El cristianismo tiene que ser, es, está siendo (por gracia de Dios) misericordia.

De ahí la institución del II Domingo de Pascua como el Domingo de la Divina Misericordia. El papa Francisco recomendó, a las pocas horas de su elección, leer un libro del cardenal Kasper sobre la misericordia de Dios. San Lucas narra episodios, como hoy, de divina misericordia. Cuando decimos que Dios no se cansa de perdonar queremos entender que ello se debe a que Él es Misericordia.

Lo dijo para siempre san Agustín comentando el episodio de la mujer sorprendida en adulterio: Allí estaban, frente a frente, dice, la miseria y la Misericordia. Que la eucaristía de hoy, pues, nos haga crecer en la santidad, en el amor y en la misericordia. Hemos de pedirlo con insistencia, con ahínco, llenos de fe. Porque en algunos lugares del planeta no estamos para tirar cohetes, y no lo digo en bromas por lo de Ucrania.

En su escalada de tropelías y despropósitos, por ejemplo, el Gobierno nicaragüense acaba de expulsar el pasado miércoles 6 de julio a 18 misioneras de la Orden Madre Teresa de Calcuta, admitidas inmediatamente y con no disimulado gozo por Costa Rica.

Misioneras, entiéndase, que no bajaban precisamente de Jerusalén a Jericó, qué va. Estaban allí, en Nicaragua, asistiendo como buenas samaritanas al apaleado por el camino, al enfermo de cáncer, al desasistido, a los niños sin escolarizar; en las  guarderías, escuelas, comedores, etc.

Estas abnegadas, humildes, sencillas mujeres, estas consagradas  samaritanas nicaragüenses, en fin, quizá desconozcan el espíritu de Solentiname, tal vez no alcancen a saber en sus justos términos qué representaba en ese país (desde hace 94 años) la Academia Nicaragüense de la Lengua, disuelta el martes 31 de mayo de 2022 por el mismo tarugo que ahora ordena su expulsión.

Pero se saben al dedillo, en cambio, la suprema asignatura de la caridad, y siguen hoy siendo cumplido paradigma de cómo la hermosa parábola del buen samaritano, la que Jesús explicó como repuesta a ¿quién es mi prójimo?, sigue vigente en todo el mundo.

Misioneras de la Caridad expulsadas de Nicaragua

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