Con san Agustín en el Augustinianum



La Orden de San Agustín se adhirió gustosamente a las conmemoraciones del V Centenario de la Reforma programando el Congreso Internacional Lutero, la Reforma, San Agustín, la Orden Agustiniana, desarrollado del 9 al 11 de noviembre de 2017 en el Instituto Patrístico Augustinianum de Roma. Conferencias, ponencias, relaciones y mesas redondas afrontaron distintas facetas del ex agustino de Erfurt con ayuda de las modernas instalaciones del Auditorium “P. Agostino Trapè”, dotadas de excelente traducción simultánea, lo que contribuyó al positivo seguimiento de los oradores, pertenecientes en su mayor parte a centros universitarios de Estados Unidos, Alemania, Italia y España.

Mi conferencia, sin embargo, se centró exclusivamente en el Obispo de Hipona y el ecumenismo, y sirvió para la clausura del Congreso. A continuación, de hecho, siguieron sólo las breves palabras del Rmo. P. General, y la oración de los congresistas todos, presidida por el Emmo. cardenal Próspero Grech, OSA. Dada mi especialidad en los Padres de la Iglesia, san Agustín y el ecumenismo, se me había sugerido como objeto de mis reflexiones el título Perspectivas del pensamiento de San Agustín para el ecumenismo actual, cosa que saqué adelante en la segunda parte de la mañana del día 11: exactamente en 45 minutos (11:30-12:15), con 15 o 20 añadidos de ruegos y preguntas.

En mi declaración de intenciones adelanté que san Agustín merece un puesto de relieve en el ecumenismo, tesis que intenté probar al aire de su pensamiento y de su ministerio, y acorde también con el decreto Unitatis redintegratio y el Magisterio postconciliar. Quiero con este artículo brindar a mis lectores de Religión Digital la quintaesencia de aquella pieza, despojada de ornamentos críticos y bibliográficos, ya que está prevista su publicación en las Actas.

Bastaría en san Agustín con acudir al doctor que siempre fue en tantas verdades teológicas, dado que el ecumenismo, aparte de suponer la teología, exige que ésta se imparta y viva ecuménicamente. Pero es que, además, están su ejemplo y su doctrina en numerosos temas que hoy preocupan a la causa de la unidad.

El ecumenismo ha conseguido que los analistas lo entiendan hoy, ya desde su faceta de movimiento, ya por su estructura teológica, como factor básico de la nueva evangelización. Lo cual, así dicho, hace que en absoluto sobre acudir a los Padres de la Iglesia para explicar aspectos no del todo esclarecidos aún, o resolver problemas de ambicioso análisis científico. En un Instituto Patrístico como el Augustinianum, huelga recordar –y así lo puntualicé-- que la tarea más importante de la patrística –se ha llegado a escribir-- es hoy de orden ecuménico. De modo que la talla doctrinal de Agustín de Hipona, la importancia de la nueva evangelización y la actualidad del ecumenismo justificaban cumplidamente la conferencia.



Abierto el primer apartado -La evangelización ecuménica en el prólogo de «UR»- con sus tres puntos más importantes: 1) Que el movimiento ecuménico es gracia del Espíritu Santo, signo de los tiempos y eclosión neumática; 2) Que el especial objetivo de esa gracia es constituir una Iglesia de Dios única y visible, verdaderamente universal y enviada a todo el mundo, para que éste se convierta al Evangelio (UR proemio: BAC 252, 727); y 3) Que esta gracia aspira a remover el fuerte obstáculo actual: la división de los cristianos, me adentré seguidamente en la Evangelii nuntiandi, de Pablo VI (AAS 68 [1976] 5-76), para seguir luego con san Juan Pablo II y su encíclica Ut unum sint (AAS 87 [1995] 921-982), rematando, por último, con esta elocuente pregunta: ¿Y qué tiene que ver con todo esto san Agustín, autor de una obra titulada De unitate Ecclesiae (PL 43, 391; BAC 541, p.8) en los albores del siglo V?

Traté de responder al interrogante con el segundo apartado: San Agustín y la teología ecuménica. Empecé afirmando que el de la unidad es movimiento de inquietud encaminada a la incesante apertura de horizontes, y que san Agustín ostenta, entre otros, el título de hombre de la búsqueda. Tampoco faltan casos en que el ecumenismo tiene que denunciar situaciones eclesiales anómalas en ese difícil vuelo hacia Dios mediante los diálogos de la caridad y la verdad unidos, esas dos imprescindibles alas para que la unitatis causa alcance vuelo de cóndor. Y también en esto tenemos al Águila de Hipona.

El ecumenismo pide firmeza en el esfuerzo, generosidad en las concesiones, valentía en los juicios, luz en la verdad y respeto a quienes piensen de otro modo. Más que de simples sonrisas, es misterio de fe, y vida de caridad por encima de encuentros entusiastas.

Un hombre de Iglesia, pues, cuyos esfuerzos unionistas eran su diaria sarcina episcopatus; un fundador de monjes y autor de Regla monástica basada en anima una et cor unum in Deum; un pastor de almas, en suma, dándole sin tregua a la unitatis redintegratio en la escindida Iglesia africana del cisma donatista, se me antoja con sobrados méritos para un puesto destacado en el ecumenismo actual.



Así lo entienden ilustres expertos, bien mediante estudios generales, bien desde la vertiente más utilizada y rica de todas, que es el donatismo. De casi un siglo a esta parte la doctrina agustiniana contra el Cisma no ha hecho sino ganarse, por diferentes razones, a estudiosos alemanes, franceses, ingleses, italianos y españoles; a teólogos e historiadores de la Reforma, sin omitir la nutrida escuela de sociólogos rusos. Algo similar cabe decir, por el capítulo de argumentos, de la expresión securus iudicat orbis terrarum (Cf. C. Ep. Parm. III, 4, 24; Langa: BAC 498, p. 877s) tan determinante para la conversión del beato J. H. Newman, o del dilatentur spatia caritatis (Sermón 69,1) y otros cien asuntos no menos enriquecedores y atractivos de tan copiosa bibliografía.

Resolví a continuación exponer el tercer apartado -San Agustín, maestro en la evangelización ecuménica- desde estos cuatro puntos de vista: 1) Su amor a la Biblia; 2) Su amor a la verdad. 3) Su teología de la unidad. 4) Su actitud frente a las divisiones.

3:1) Su amor a la Biblia. Grande, ferviente y comprometido fue siempre el amor de san Agustín a la Escritura, que él estudió y quiso que se estudiase destacando su verdadero pensamiento o, como él dice, su «corazón». Alma de su teología, estudió y trabajó la Escritura con verdadera pasión. Hasta donde pudo, revisó críticamente el texto, sobremanera el de los Salmos, comentó muchos de sus libros e ilustró la armonía interna. Estima la suya, salta bien a la vista, viva y tierna y delicada. Recurrió a la Biblia en las controversias teológicas y exploró su pensamiento, ilustrando la solución propuesta, ante todo, con un compendio de teología bíblica sobre la Trinidad, redención y pecado original, o sobre la necesidad de la gracia, o sobre la gracia y el libre albedrío, o, en fin, acerca de la Iglesia.

Leía la Escritura en la Iglesia y en conformidad con la tradición. Su réplica a los maniqueos es: «no creería en el Evangelio si no me impulsase a ello la autoridad de la Iglesia católica» (C. ep. Man. 5, 6). A los donatistas, en cambio, les recuerda las dos cualidades de la tradición apostólica: universalidad y antigüedad. Con los pelagianos, en fin, reitera que debe ser tenido por verdadero cuanto la tradición nos ha transmitido, aunque no se logre explicar, pues los Padres «enseñaron en la Iglesia lo que en la Iglesia aprendieron» (C. Iul. o. i. 1,117).

La Iglesia establece el canon de las Escrituras, transmite la tradición e interpreta ambas; dirime las controversias y prescribe la regula fidei. Por eso --afirma el santo Doctor--, «permaneceré seguro en la Iglesia», pues Dios «ha colocado la doctrina de la verdad en la cátedra de la unidad» (Ep. 105,16).

A cualquiera con mediano conocimiento de su obra le parecerá evidente que la característica primera de su Biblia sea la de ser Biblia de un pastor. Supo desde el primer momento de su llamada al presbiterado que el lugar más adecuado para el anuncio y alcance de la Palabra de Dios es la liturgia. Acerca de la difusión y resplandor de la Biblia litúrgica a través de la obra toda de san Agustín, afirma la célebre estudiosa Anne Marie La Bonnardière, que ella sola representa más de la mitad de la documentación escrituraria de los escritos de Agustín.

Y el Vaticano II, por su parte, insiste definitorio: «Es tanta la eficacia que radica en la palabra de Dios que es, en verdad, apoyo y vigor de la Iglesia y fortaleza de la fe para sus hijos, alimento del alma, fuente pura y perenne de la vida espiritual» (DV, 21). De ahí que recuerde más adelante a todos los fieles que «a la lectura de la Sagrada Escritura debe acompañar la oración para que se realice el diálogo de Dios con el hombre» (DV, 25).

Huelga decir que cuanto se acaba de avanzar lo aplicó de lleno san Agustín a la santa causa de la unidad, por la que suspiró, en la que disfrutó, y a cuyos mayores destellos unionistas siempre aspiró. Es obvio que aquí está perfectamente sobrentendido el estrecho vínculo entre la Sagrada Escritura y el ecumenismo.

3:2) Su amor a la verdad. El recurso a la celebérrima frase de san Pablo a los efesios, compendio del más sublime ecumenismo --veritatem autem facientes in caritate (Ef. 4,15)-- resulta casi obsesivo en el Hiponense: cosa de predisposición, estilo de vida y actitud. Algo definitorio y biográfico. Lo que más resplandece durante el itinerario del Tolle lege es siempre, de forma invariable, su ansia de verdad, su amor a la verdad, su fidelidad a la verdad. Vivió, antes y después de convertido, en afanada búsqueda, ya que «nuestra ocupación, no leve ni superflua, sino necesaria y suprema, es –dice-- buscar con todo empeño la verdad» (C. acad. III, 1, 1).

Nada desea el alma tanto como la verdad. Y a nadie tanto como a Dios, suprema Verdad. Por lo que atañe al ecumenismo sobre todo, importa mucho convencerse de que la verdad no es monopolio de nadie. «No sea la verdad ni mía ni tuya para que sea tuya y mía» (In ps. 103, II,11), bonita manera de traer al recuerdo la necesidad de compartir, punto nodal del ecumenismo, con sus afines temas de la inter-comunión y la sinodalidad.

«Tu verdad -confiesa ante Dios- no pertenece ni a mí ni a cualquier otro, sino a todos nosotros, y tú nos llamas públicamente a participarla, con este terrible aviso, de no pretender la posesión privada para no ser privados de ella» (Conf. 12, 25, 34.). Primero, pues, hay que «hacer la verdad en el propio corazón». «Todo cristiano bueno y verdadero (el auténtico ecumenista) comprende que la verdad en cualquier sitio que se descubra, es del Señor» (De d. chr. II, 18, 28).

Urge llevar a este mundo tecnológico, distraído e indiferente, necesitado de evangelización, el mensaje del ecumenismo, que no se reduce, como algunos piensan, a sólo promover la restauración de la unidad cristiana. Eso es el primer paso, sin duda. Pero también es preciso dilatarla y enriquecerla, una vez conseguida. Justamente aquí es donde brilla la faceta, si cabe, más impresionante del magisterio agustiniano en lo que a esta evangelización concierne: «Aquel a quien hay que encontrar está oculto, para que le sigamos buscando; y es inmenso, para que, después de hallado, le sigamos buscando [...] Porque llena la capacidad de quien le busca y hace más capaz a quien le halla, para que, cuando pueda recibir más, torne a buscarle para verse lleno» (In Io. eu. tr. 63,1).

No perdamos de vista, por tanto, el modelo trinitario, aunque antes de coronar esa cumbre, el ecumenismo deba remover un obstáculo que vuelve inútil cualquier escalada: me refiero a la bestia negra en esta santa causa, o sea el escándalo de las divisiones eclesiales.



3:3) Su teología de la unidad. Agustín de Hipona amaba la armonía y disfrutaba viviendo en unidad y en concorde comunidad. El movimiento ecuménico tiende sobre todo a restaurar la unidad. No otra cosa pretendió él durante su larga y dura controversia con el Cisma. Y luego, claro es, tenemos la actitud unionista, que le venía de temperamento, de sus juveniles años.

Desde el concilio de Hipona (393), dedicó muchas horas, difíciles a veces, a la sinodalidad. La Conferencia ecuménica de Cartago-411 vino a coronar tales esfuerzos. No ya los preparativos, ni siquiera el desarrollo de los debates, sino la línea flexible y prudente de la que el Mandatum de los católicos vendría a ser el resultado más tangible, destacan una actitud agustiniana propia del más ejemplar ecumenismo. Viajes largos y cortos, cómodos y fatigosos, a riesgo alguna vez incluso de ser presa del terror circunceliónico, y diálogos múltiples y multilaterales con el clero de África corroboran cuanto digo.

Importantísimo rol jugó en Agustín el diálogo entendido como lucha firme para esclarecer la verdad, como encargo de Cristo para anunciar su mensaje de amor a los hombres dentro de la unidad, y como ideal instrumento de la divina Palabra. Será sobremanera fecundo si el discurso no se hace sólo sobre Dios, sino con Dios, orando en común, cosa que san Agustín practicó a menudo solo y acompañado.

Pero donde lo anterior alcanza mayor expresionismo es en el argumento teológico: compuesta de todos los hombres que han escuchado y secundado la llamada de Dios, la Iglesia, según san Agustín, se realiza en su unidad cuando los fieles forman juntos un solo cuerpo, cuando guardan la unidad del espíritu por el vínculo la paz […] El Espíritu Santo habita en la Iglesia como en un templo; más aún, en cada uno de sus miembros, que lo son en unidad, ya que Él es quien congrega a la Iglesia en un solo pueblo de Dios.

El cristiano será miembro activo de la Iglesia cuando se integre en Ella mediante la caridad, amando la verdad y deseando la unidad: Si ergo vultis vivere de Spiritu Sancto, tenete caritatem, amate veritatem, desiderate unitatem (Sermón 267,4). Unidad que, cuando es plena, supone comunión de fe, sacramentos y amor, triple comunión a la que se oponen la herejía, el cisma y el pecado.

3:4) Su actitud frente a las divisiones. Del escándalo de la división habló el Concilio y se han venido pronunciando ecumenistas de la talla de Cullmann, Bouyer, Von Balthasar y Congar. La doctrina agustiniana resulta en esto especialmente reiterativa. Todo el afán del santo durante aquella controversia fue desenmascarar la monstruosidad del cisma por cisma.

Distingue con nitidez el santo entre persona y error, y demuestra hasta la saciedad que hay que acabar con el error para salvar a la persona. Absurda de todo punto, pues, y escandalosa le parece la división eclesial. Tanto, que su pregunta martillea sobre el yunque de la obcecación donatista: « ¿por qué consumasteis el cisma?» (Ep. 87,10). No hay causa que justifique un cisma en la Iglesia. Éste se opone a la unidad de Cristo y, en consecuencia, jamás se le podrá atribuír sentido cristiano.

La división eclesial no puede obedecer más que a los hombres carnales, «ya que el hombre animal no percibe las cosas del Espíritu de Dios (1 Co 2,14), es el que produce todas las disensiones y cismas» (De bapt. 1,15, 23; Sermón 4,33). La túnica inconsútil de Cristo, por su parte, arranca este precioso comentario suyo: «No tiene costuras para que no se descosa, y se la lleva uno solo, porque reúne a todos en una unidad [...] Si esta lo referimos a lo que ella significa, nadie que pertenece al todo está fuera de él, y de este todo, según lo indica la lengua griega, le viene el nombre de católica a la Iglesia» (In Io. eu. tr. 118,4). Desde luego que «no tienen el amor a Dios (la caridad) los que no aman la unidad de la Iglesia» (De bapt. 3,16, 21). De modo que también para él, por tanto, la división entre las Iglesias constituye un escándalo y obstáculo para la predicación del Evangelio.



Comentando el ut omnes unum sint de san Juan y ese para que el mundo crea, san Agustín, tan lejos de esta época nuestra, lleva su acento al poder y fuerza de la fe: «Seremos -explica- una cosa no para creer, sino por haber creído… Que todos sean una sola cosa es lo mismo que: Que el mundo crea, porque creyendo se hacen una sola cosa» (In Io. eu. tr. 110,2). He aquí, repárese bien en ello, un estupendo protagonismo ecuménico de la fe relacionada con la predicación del Evangelio.

El de la caridad, queda puesto de relieve al referirse al mandato nuevo en la última Cena. Y aunque sea cierto que «pocos son los que se aman con el fin de que Dios sea omnia in omnibus (1 Co 15,28)», «no nos queda más que decir - concluye en otro lugar - que el que ama tiene consigo al Espíritu Santo, y que teniéndole merece tenerle más abundantemente, y que teniéndole con mayor abundancia es más intenso su amor» (In Io. eu. tr. 74, 2). Queda claro, en suma, que la división eclesial bloquea esta maravillosa obra del Espíritu. Si no tienen –pues- el amor a Dios los que no aman la unidad de la Iglesia, la pregunta es inevitable: ¿aman la unidad de la Iglesia quienes se desentienden de la división de los cristianos?

Conclusión.- De lo expuesto sale que en el mensaje evangelizador postconciliar late un espíritu netamente agustiniano: san Agustín se preocupó ya en su día de lo que denominamos hoy evangelización ecuménica. El ecumenismo de hoy marca otros rumbos, es cierto. Sería por eso ilusorio, además de anacrónico y fuera de lugar, querer constituir a san Agustín en punto menos que uno de sus profetas. Pero también es evidente que en su doctrina late ya, pese a todo, esfuerzo, interés y espíritu de las tesis nodulares de la causa de la unidad. Y genialidad e intuición y actitud conciliadora para tender la mano y crear espacios de comprensión y entendimiento.

Sigue su eclesiología luciendo en el Vaticano II, especialmente en las constituciones de la Iglesia Lumen Gentium y Gaudium et Spes. Pero luego, también otras muchas cuestiones por él tratadas. Ahí están su unidad de comunión, su apuesta por el diálogo, su ministerio de servicio, su desafío al ateísmo y su palabra oportuna contra la increencia, de igual modo que su permanente contribución al mundo de la cultura, en el que se mostró siempre el hombre de la fe y del pensamiento, de la contemplación y de la acción transmitidos una y otra vez mediante el don de su palabra.

Saludable y luminoso magisterio, pues, el de san Agustín. Lo dijo el Concilio Vaticano II. Lo recordó muchas veces aquel agustinólogo que fue Pablo VI, y luego su fiel discípulo y admirador incansable Benedicto XVI. El apasionado amor de san Agustín a la Iglesia, lo mismo de joven monje que de presbítero y de obispo, hizo de él su más grande teólogo, acaso, y un inspirado cantor. El ecumenismo actual, por eso, encuentra en su disputa con los donatistas una fuente de cristalinas aguas para el diálogo, para el íntimo fervor por Cristo, y para el camino hacia la unidad en la verdad.



Sería lamentable, por eso, que los seguidores de san Agustín, comprendidos centros universitarios fieles a su inspiración, perdieran la oportunidad de estar a la altura de las circunstancias omitiendo este movimiento. Su requisitoria podría, pues, reducirse a cuanto sigue:

1) «Colocada la doctrina de la verdad en la cátedra de la unidad» (Ep. 105, 16), con las Escrituras en común, ¿por qué no retenemos juntos a Cristo y la Iglesia?

2) Con un solo Dios, una Iglesia, un bautismo, ¿por qué seguimos divididos, como si nada pasara, cuando está por el medio la unidad eclesial? (cf. C. Cr. 1, 28, 33).

3) La victoria es siempre de la verdad, jamás de los hombres (cf. Sermón 296). El ecumenismo, siendo así, no tiene vencedores ni vencidos; sólo un mensaje sencillo, paradigmático y divinamente saludable: predicar, honrar y amar a la Iglesia (cf. Sermón 214,11).

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