El tiempo que viene y se va

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El tiempo que viene y se va

Durante mi paseo de la tarde, he observado el ir y venir de la gente, cercanas ya las campanadas del fin de año. Resulta divertido eso de ver entrar o salir de unos almacenes, o sólo pasear por las aceras de una ciudad llena de luces multicolores como Madrid. Y eso que hoy lucía un sol radiante, frente al que la iluminación artificial no hubiera tenido nada que hacer, de haber funcionado en ese momento las bombillas.

   A uno, que ha dedicado su vida toda a la teología, este símil del sol y las luces le ha hecho recordar el grandioso protagonismo de la luz. Por algo Dios, «en la mañana pura de este mundo, con su diestra generosa hizo la luz antes que toda cosa porque todo tuviera su figura», según el verso de Pemán.  Pero a lo que iba -no perdamos el hilo-: se veía movimiento por doquier, Goya arriba y Goya abajo, y la Puerta del Sol -de nuevo la luz- atrayendo ya entendimientos, mentes y voluntades hacia las célebres campanadas de la noche. Uno entonces, ya digo, no más que por divagar un poco, empezó a darle vueltas y vueltas al tiempo.

Se dará tiempo al tiempo -pensaba y escribía Cervantes en La gitanilla- que suele ser dulce salida a muchas amargas dificultades y remedio a no pocos desmanes y desvaríos. Y en Las doncellas: dejad el cuidado al tiempo, que es gran maestro en dar y hallar remedio. ¡Y tanto, piensa uno! De no ser así, que se lo pregunten al maestro armero. Y en el Quijote: dejando al tiempo que haga de las suyas, que es el mejor médico de estas y de otras mayores historias y aventuras.

María Zambrano, premio Príncipe de Asturias y «serena voz del pensamiento» según Camilo José Cela, nos dice que quizá no exista experiencia que preste mayor madurez al hombre que su descubrimiento del tiempo. Y otro premio del mismo Principado, esta vez Mario Bunge, se sorprende de que el tiempo, siendo, sobre imperceptible, inmaterial, pueda medirse con tanta precisión.

Vivir a tiempo, dar tiempo al tiempo, o pedir a Dios que nos regale tiempo a tiempo, suelen ser algunos de los muchos deseos con que se felicitan los amigos, una vez llegado el nuevo año. Así que no hará falta recordarlo dentro de unas horas, cuando se descorche el champán y suenen las campanadas, los petardos y los fuegos artificiales iluminen el cielo aterido de Madrid.

esperando las campanadas con las uvas

No reparamos entonces -por aquello de tomar las uvas sin atragantarse- en lo que el tiempo tiene de repetición y retorno (concepción del tiempo cíclico) y la experiencia del tiempo abierto al acontecer de la novedad, orientado hacia un fin (concepción del tiempo lineal). Y aunque pueda medirse con tanta precisión, que diría Bunge, lo curioso es que nuestro destartalado planeta va marcando la entrada del nuevo año por partes, regiones, continentes, a la velocidad de su rotación. Vamos, que Europa dará su bienvenida al nuevo año a distinta hora que Australia, pongo por caso.

Tampoco pensamos en esos huidizos instantes de las campanadas del fin de año en esas dos experiencias claves que se entrecruzan en nuestra cotidianidad, ensamblándose unas veces y siendo, otras, motivo de conflictos: el tiempo que mide el reloj y organiza la agenda y el tiempo en cuanto vida, intensidad y superficialidad.

El tiempo que se nos agolpa en la mente a través de imágenes y recuerdos, círculos concéntricos, esferas, flechas, aurora, ocaso, nuevo almanaque, el bebé que aprende, gateando primero y a trancas y barrancas después, a caminar, el anciano apoyado en el bastón, de cara arrugada, manos callosas, amigo del banco en el jardín o de un andar cansino, pasito paso, por la acera, o acogido a la tranquilidad del arbolado parque, como llevando a las espaldas el peso de la experiencia, maestra de la vida, que no es lo mismo que el tiempo sin posible retorno, a no ser por el espejo retrovisor del recuerdo.

Lápidas, tumbas, sepulcros, siemprevivas, el árbol seco, el jardín abandonado, las yemas anunciando una nueva floración de primavera, un espejo roto, el atleta tendido hacia la meta, un cometa, una lluvia de estrellas, un sonar de campanas, y así seguido. Todo es un ir y venir, o un perderse para no volver.

Un tiempo, por cierto, que pasa veloz, sobre todo cuando tenemos entre manos algo dulce y saludable. O el que corre tan lento, con parsimonia de trote equino -así se cree- que se nos hace eterno, con lo que estamos citando juntos ya, sin darnos cuenta, el tiempo y la eternidad.

Vivir a tiempo es vivir el tiempo como don de Dios. Todas las cosas tienen su tiempo, dice el sabio (Eccl 3,1); y si el de padecer pide el consuelo, el de vencer exige la fortaleza. Ojos que le vieron ir, nunca le verán volver, sentencia del pasado el refrán, que repite incansable: tiempo ido, nunca más venido. Porque, a la postre, el ido, ya me contarás, tiempo perdido.

Sopla, pasa, corre, vuela el tiempo, y tras él nuestra vida, llamada también -¡ay!- a desaparecer un día con esa criatura efímera que se nos va de las manos. Vuela el tiempo, sí, pero nos arrastra al aire de su vuelo. Sin hacernos ilusiones, eso tampoco, ya que, según el adagio, tiempo, palabras y piedras no tienen vuelta. De ahí la importancia de aprovecharlo fructuosamente, pues con hacer que  hacemos, todo el tiempo perdemos.

El tiempo unas veces hace de mago, otras de arlequín, otras de aguafiestas, siempre de maestro, como la experiencia sin fin almacenada. No perdamos de vista que el tiempo, según el refrán, enseña más que cien maestros de escuela. Puede que el refranero se haya pasado algunos pueblos… Pero ahí queda eso, por si acaso. La importancia del tiempo, al margen de su mayor o menor utilidad, y de su mayor o menor aprovechamiento, cae por su propio peso. Nos brinda la ocasión de mejorar el mundo. Se dice que la ocasión la pintan calva y no admite dilación. Quién sabe si el tiempo no deja de ser como un alfarero de ocasiones calvas, que no de calaveras, porque suena mal decirlo al fin del año.

las campanadas y el cava

Vivimos al  límite, entre lo finito y lo infinito, donde se juega la siempre difícil aventura de la libertad. El límite hace que experimentemos la finitud como cansancio, dolor, vulnerabilidad, muerte. El tiempo, que, según dicen, «todo lo cura», hará sentir su aguijón, no hay duda. Es el aguijón de la finitud que anuncia que toda construcción del poder y toda su pretensión secular y toda su gloria son finitas y caducas.

Son muchos los que proclaman que no existen alternativas a nuestra enfermiza relación con el tiempo que nos toca vivir y debemos aprender a disfrutar del bienestar posible. Los profetas del Antiguo Testamento nos advierten acerca del error de considerar las relaciones en que nos toca vivir como algo perfecto y sin alternativa (Sof 1,10-13; 2,15). La fe está totalmente penetrada  por la convicción y la esperanza de una alternativa radical: abrirnos a Dios y escucharlo, un Dios del que la Escritura y la Tradición dan testimonio, un Dios en el que se guarda nuestro ser y la realización de nuestra humanidad, un Dios, en suma, que abraza el tiempo y todos los tiempos en el misterio abierto de su eternidad.

La teología declara sin vuelta de hoja que la eternidad no es tiempo; que en ella no hay espacio ni tiempo. De Dios, pues, no se puede decir que ha sido, ni que será, sino que Es: «Yo soy el que soy» (Ex 3,14). También aseguran los especialistas de la escatología que, en pasando a la eternidad, es decir, a la visión beatífica, no se puede volver al tiempo; sería tanto como abandonar la eternidad. Nadie ha venido del más allá para contarlo. Con una excepción: el Hijo de Dios encarnado, el Xristós, o sea el Ungido, el Cristo, que vino desde la eternidad al tiempo, para hacernos por su pasión, muerte en cruz y resurrección, capaces de Dios.

San Agustín de Hipona, mi maestro del que nunca me canso de aprender, tiene escritas del tiempo cosas admirables.  Corre por ahí como tópico para salir de apuros lo de «si no me lo preguntan, lo sé; pero si me lo preguntan, no lo sé». El texto en cuestión es mucho más elegante y rumboso y merece la pena recordarlo, aunque solo fuere por cómo maneja los tiempos del verbo:  

-«¿Qué es, pues, el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé; pero si quiero explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé. Lo que sí digo sin vacilación es que sé que si nada pasase no habría tiempo pasado; y si nada sucediese, no habría tiempo futuro; y si nada existiese, no habría tiempo presente. Pero aquellos dos tiempos, pretérito y futuro, ¿cómo pueden ser, si el pretérito ya no es y el futuro todavía no es? Y en cuanto al presente, si fuese siempre presente y no pasase a ser pretérito, ya no sería tiempo, sino eternidad. Si, pues, el presente, para ser tiempo es necesario que pase a ser pretérito, ¿cómo deciros que existe éste, cuya causa o razón de ser está en dejar de ser, de tal modo que no podemos decir con verdad que existe el tiempo sino en cuanto tiende a no ser?» (Conf., 11,14,17).

Ignoro si con el hervor del champán, con el estruendo de las «músicas petardas y el bailoteo» -definición de una locutora de radio esta mañana-, con la juventud que se resiste heroicamente a jubilarse de la jarana, quedará tiempo para reflexionar sobre el tiempo. Me temo que no. Ha sido un año en el que han pasado muchas cosas, algunas buenas; otras, menos buenas o regulares; y bastantes, malas y hasta malísimas, más para olvidar que para recordar. Pero si el refrán se despacha asegurándonos que el tiempo lo cura todo, puede que 2020 cambie de rumbo, enmiende errores, enderece caminos y acabe con la bagatela de mal ver y peor sufrir.

el tiempo se acaba

La santa Madre de Dios y Madre nuestra, la que acogió en sus purísimas entrañas al Hijo de Dios cuando la Encarnación del Verbo, extienda su mirada maternal sobre los que peregrinan todavía en el tiempo:

«Ven siempre en nuestro auxilio y ayúdanos a crear espacio para Dios en el tiempo. Ven siempre a tus hijos dando a luz a tu Hijo. Condúcenos a Él. Enséñanos, maternalmente, el amor al Padre y la apertura al Espíritu Santo. María de todas las horas, enséñanos el vivir a tiempo y consíguenos de tu divino Hijo que entremos en el nuevo año 2020 con buen pie».

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