Audaz relectura del cristianismo (31). Ancha y larga Navidad

Casi sin apercibirnos de lo rápido que pasa el tiempo, cuando apenas han desaparecido de nuestros oídos los ecos de los villancicos de la última Navidad, nos sorprende la entonación de ritmos que comienzan a crear la atmósfera necesaria para la próxima. Además del juego psicológico del tiempo, que a veces nos hace sentir que un año pasa tan rápido como un día, algo tienen que ver los intereses comerciales con que la Navidad se estire como el chicle. De hecho, la Navidad se diluye en una larga época de compras que, por muy irracionales y alocadas que sean, contribuyen a mantener enarbolado un talante religioso seductor. Es posible, por otro lado, que con tantas compras compulsivas pretendamos, sin darnos cuenta, calmar los gritos sordos de una conciencia que nos reprocha nuestros mezquinos comportamientos habituales.


Todo el año es Navidad

Apenas transcurrido el invierno, en cuyo inicio celebramos tan simpar fiesta popular, ya se anuncia en la primavera la venta anticipada de participaciones o décimos de la Lotería de Navidad, venta que se incrementa mucho a lo largo del tiempo veraniego. Quienes "turistean" se hacen la ilusión de cazar al vuelo en algún remoto rincón de su trayectoria nada menos que el “gordo de Navidad”, gordo que bien podría caer en alguno de los lugares por donde pasan, que seguro que no será tan gafe como el lugar donde residen y donde nunca toca. Y no digamos cuando llega noviembre, mes en que comienza a funcionar la maquinaria de una impresionante campaña publicitaria navideña que hace rugir ya los motores de los bombos de la suerte.

Además, ¡qué fácil resulta dejarse seducir, ya en noviembre, por la felicidad desbordante del consumo de exquisiteces gastronómicas y entregarse de lleno al placer de comprar agasajos para demostrar amistad, fraternidad y felicidad a diestro y siniestro! Para completar el montaje del escenario navideño, a últimos de noviembre se embellecen las calles de pueblos y villas con adornos y luces de colores, colocadas en forma de figuras que evocan el nacimiento del niño Dios, mientras, caminando por ellas, comenzamos a oír ya, con prometedora emoción, los más significativos villancicos tradicionales.


Celebramos nuestra propia infancia

Estoy convencido de que la Navidad de nuestro tiempo, más que por la celebración religiosa del supuesto nacimiento mítico del Niño Jesús, se mantiene como fiesta esplendorosa por la oportunidad comercial que propicia y, sobre todo, porque en ella rememoramos y hasta reproducimos con visos de autenticidad nuestra condición de niños, esa dulce sensación que nos lleva a desear e invocar, incluso cuando estamos cargados de años y a las puertas de la muerte, la protección y el amparo de mamá y papá.

Por fortuna, por muy serios que seamos y por muy metidos que estemos en el papel que nos ha reservado la vida, siempre seguimos siendo “niños” y la celebración de cada Navidad, aunque esté llena de vicios, es un hermoso tiempo que realza tan bella condición. ¿Qué padres o abuelos no se vuelven completamente niños al comprar, sin control ni previsión, cosas bonitas para agasajar a sus hijos y nietos en Navidad? Es posible que en el sentimiento de ser siempre niños se asiente realmente la proclamación evangélica de que “todos somos hijos de Dios”.

Me parece que la poesía mítica envolvente del nacimiento del Niño Jesús brota, más que de la necesidad de pintar un nacimiento original o mágico para tan distinguido personaje, de la conciencia de que su condición de niño pobre pide a gritos especiales cuidados candorosos. La poca cosa que somos al nacer demuestra a las claras nuestra radical dependencia. En ella enraíza precisamente la fraternidad universal. Seamos conscientes o no de ello, dependemos los unos de los otros mucho más de lo que parece a primera vista, pues es realmente mucho lo que incluso debemos a nuestros primates de hace cientos de miles de años y, en el día a día de nuestro tiempo, es mucho también lo que los occidentales debemos a los orientales y los blancos a los negros, y viceversa.


Jesús nació en algún lugar y tiempo

Seguramente Jesús de Nazaret no nació en Belén y tampoco fue recostado en el pesebre de una cuadra al inicio de un crudo invierno. Es posible que a su nacimiento no acudieran ángeles cantores, ni pastores con presentes, ni Reyes Magos venidos de lejos con fabulosas ofrendas, ni animales cuyo aliento le sirviera de cálidos pañales. Que Lucas y Mateo y la tradición hayan dibujado un escenario tan pintoresco y mágico para emplazar ese nacimiento no tiene la menor trascendencia, porque es seguro que Jesús de Nazaret, seguramente el mayor protagonista de la historia humana, nació en algún momento y en algún lugar, aunque lo hiciera de forma mucho menos bucólica y más prosaica que la narrada por ambos evangelistas.

Pero emplazarlo en un escenario tan mágico como el que dibuja la Navidad dice mucho de la sensibilidad y de las creencias no solo de quienes lo imaginaron o desearon así al dar cuenta de él, sino también de quienes volvemos a situarnos, año tras año, arrobados frente tantos ingeniosos belenes, en ese mismo escenario para celebrarlo en un ambiente que nos invita a revivir embelesados nuestra propia niñez soñadora.


Agasajo y felicidad

Sin duda, la Navidad es la más bella y la mejor época de todo el año. Quién más, quién menos, todos nos transformamos en niños deseando felicidad a diestro y siniestro y nos gastamos en regalos lo que seguramente necesitaríamos para terminar como es debido el mes. Inmersos en la atmósfera navideña, la paga extra de Navidad es una venda en los ojos que permite gastar sin control para agasajar a familiares y amigos y, sobre todo, a hijos y nietos.

Es obvio que el objetivo de estas reflexiones es felicitar a mis lectores y desearles feliz Navidad. Hago, ni más ni menos, aunque seguramente con mayor sentimiento, lo que hacen también las empresas con sus trabajadores y clientes y hasta esos vecinos para los que pasamos inadvertidos el resto del año. Pongo en el adjetivo “feliz” todo el peso de un sincero deseo de bien y bondad, valores estos que anidan incluso en los corazones más romos y corrompidos.


¡Ojalá que el encantamiento festivo de estos días, al adentrarnos en un ambiente franco de transparente alegría y al envolvernos en cánticos y abundancias sabrosas, sirva para amarrarnos fuerte a la “humanidad” de un Dios de ley que nos demuestra preocuparse y ocuparse de nosotros! Entiendo que la Navidad, además de festejar el nacimiento de Jesús de Nazaret en cualquier lugar y tiempo en que haya ocurrido, es la gran fiesta de lo humano que hay en nosotros y que nos hermana con los salvajes que todavía no han aflorado a la civilización e incluso con quienes se comportan como animales.

Quedémonos hoy con que la Navidad, aunque no creamos en la magia con que los Evangelios describen el nacimiento mítico de Jesús de Nazaret, es la gran fiesta de la “humanidad de Dios” que nos invita a comportarnos de forma fraterna, solidaria y participativa. Que no nos descorazone un comercio lanzado en tromba a hacer su agosto aprovechándose de nuestro hermoso deseo de agasajar con regatos a todos los nuestros. Aunque estos días tiremos la casa por la ventana, al hecho de compartir tan generosamente nuestros haberes con quienes nos rodean, obviando intereses mezquinos y egoísmos enquistados, podemos sacarle un hermoso jugo benefactor. ¡Ojalá que el espíritu de la Navidad impregne todos los días del año de mis lectores!

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