Audaz relectura del cristianismo (34). Ecumenismo, ayer y hoy

En la conciencia de muchos cristianos, enero es el mes del ecumenismo por incluir en su calendario del 18 al 25 un octavario o semana de oración por la unidad. La RAE se despacha así refiriéndose al “ecumenismo”: “tendencia o movimiento que intenta la restauración de la unidad entre todas las iglesias cristianas”. Sin adentrarnos en las muy diversas formas en que cada cristiano siente y vive su fe, de todos es bien sabido que el devenir del cristianismo se ha visto sometido a dolorosos desgajamientos o rupturas, tales como el Cisma de Oriente, en el s. XI, entre las Iglesias católica y ortodoxa, y la Reforma Protestante, en el s. XVI, el más prolífico en tensiones sociales y en gestación de nuevas iglesias y congregaciones.

Muchos cristianos, persuadidos de que Cristo quiso una sola iglesia y oró por ella, sienten un profundo malestar ante el “escándalo” de tantas divisiones internas, como si ese mismo Cristo estuviera roto. Esa misma conciencia de escándalo es la que gestó a lo largo del s. XIX, y sobre todo en los comienzos del XX, el movimiento ecuménico como un camino de reflexión y oración para denunciar la desunión y trabajar juntos por el deseado retorno a la unidad de los cristianos.

Que hoy, día 6 de enero, la Iglesia católica celebre la fiesta de la Epifanía, la magnífica fiesta de los Reyes Magos, y la Iglesia ortodoxa, la de Navidad, me viene como anillo al dedo al asomarme al tema del ecumenismo, pues la Epifanía celebra la manifestación de Dios encarnado a toda la humanidad, razón por la que la Iglesia ortodoxa la ha elegido como la mejor fecha para celebrar su Natividad. Si con la Navidad la Iglesia católica asimiló la celebración pagana del “sol invictus”, podríamos decir que con la Epifanía-Navidad ambas Iglesias celebran sus rayos solares. Manifestación y luz son conceptos densamente navideños. En este contexto, no andaremos descaminados si entendemos por “ecumenismo” la encarnación y la epifanía divinas como don y acción de gracias que abarcan el “mundo entero” (oikumene).

El ecumenismo en mis genes culturales

El tema me resulta muy cercano por mi dedicación juvenil a su estudio durante cuatro semestres en París y dos más en Ginebra, incluido un largo trabajo de campo en una comunidad baptista-congregacionalista-metodista de Bristol. En el decurso de los años 1967-1970, tras asistir a centenares de conferencias y lecciones “magistrales” sobre los temas más controvertidos del cristianismo en las distintas Iglesias y congregaciones, una idea fue sedimentando lentamente en mi mente hasta perfilarse como la clave para entender el movimiento ecuménico, tan necesario para la comprensión de la unidad de los cristianos querida por Cristo.

La verdad es que no tardé mucho en apercibirme –se trata de un punto de vista muy personal- de que las rupturas producidas por los cismas mencionados se debieron, principalmente, a un paulatino distanciamiento de las distintas comunidades de fieles. Ambas fracturas, el Cisma de Oriente y la Reforma Protestante, fueron el resultado de un soterrado proceso social que cristalizó lentamente en distorsiones teológicas que afectaban supuestamente a la esencia misma de la fe cristiana, tales como el primado de Roma en el primer cisma y la salvación por la “sola fides” frente al valor de las obras y las indulgencias en el segundo.

Nueva perspectiva

Desde la atalaya de nuestro tiempo, no es difícil ver que tales rupturas se debieron, sobre todo, a conveniencias muy complejas y respondieron a intereses que apenas tenían puntos tangenciales con el dogma y, desde luego, poco o nada que ver con la genuina fe cristiana.

En cuanto a los desencadenantes del Cisma de Oriente, a la altura de un tiempo en el que la Iglesia pretende sobrevivir, deberíamos tener muy claro que la fuerza del cristianismo reside en el testimonio de la vida del pueblo de Dios y que toda jurisdicción eclesial ha de orientarse decididamente a servir a ese pueblo. En otras palabras, el poder de “atar y desatar” apenas desempeña papel alguno en un teatro cuyos protagonistas están llamados a “lavar los pies” y a servir. Situados en este contexto, resulta ridículo pararse a discutir quién detenta un poder que sería en todo caso usurpador, mientras que lo correcto y edificante es preocuparse por servir más y mejor a sus semejantes, sin parar mientes en su condición social, económica y religiosa.

En cuanto a la supuesta base teológica de la Reforma Protestante, la pretendida salvación por la sola fe, que decía Lutero, lo primero que habría que hacer es saber qué se entiende por “salvación” una vez que ha perdido mordiente la elucubración sobre un doble destino metahistórico para los seres humanos, cifrado en un cielo de eterna felicidad para los buenos con la fe como pasaporte y en un infierno de cruel castigo para los malos con la incredulidad como ropaje.

Tengo la impresión de que para un creyente comprometido de nuestro tiempo el hecho de que el papa sea una especie de emperador o rey con capacidad para hablar “ex cathedra”, de forma infalible, en determinados supuestos no es más que un adorno tan pintoresco como su tiara, su báculo y su forma de vestirse. Su autoridad real dependerá, en última instancia, de cómo refleje en su vida y en sus palabras el mensaje salvador del Evangelio. Por otro lado, las acaloradas discusiones teológicas de Lutero con los más conspicuos teólogos de la Contrarreforma hoy no lograrían más que hacernos sonreír.

Por todo ello, no me cabe duda alguna de que las fracturas cristianas se debieron a intereses torvos que se sirvieron de la fe como excusa. Estoy persuadido de que todos los afectados, los cristianos de las distintas facciones, siguieron viviendo a su manera los Evangelios, sin que las turbulencias estratosféricas de sus líderes los desgajaran o arrancaran de su fe genuina.

Hoy vivimos inmersos en el gozo de espectaculares logros en todo lo que se refiere al cultivo del cuerpo y al progreso de la economía y, al mismo tiempo, somos víctimas de un afán desaforado de acaparamiento que causa estragos en nuestro entorno, con el resultado de multitudes de obesos y de nutridas poblaciones famélicas, valga el oxímoron aparente.

Es tal el lodazal de injusticia en que vivimos que la sola idea de un Dios que proceda como nosotros a la hora impartir su justicia nos resulta repelente y hasta nos aterra. De ahí que no proceda concebir a Dios como juez (solo un idiota podría haber creado el mundo para tener que juzgarlo) y, menos aún, valorar la misión de Jesús de Nazaret como la de un predestinado a morir en la cruz para cargar con los pecados del mundo. Ni Dios es ese idiota cruel que se recrea en salvar y condenar, ni la cruz de Jesús puede ser el despropósito del triunfo de la venganza soterrada de un ídolo sediento de sangre.

A la altura de nuestro problemático siglo XXI, parecido en problemas a cualquier otro siglo, el papa aparece como un guía espiritual autorizado para señalarnos el camino de salvación delineado por Jesús de Nazaret y la fe deja de ser un elenco de verdades abstractas para convertirse en una forma de vida que nos despoja de la condición de propietarios para convertirnos en peregrinos. Desde esa perspectiva, salvarse consiste en ir despojándose de inhumanidad mientras dura la peregrinación. Una vez alcanzada la meta, todo será forzosamente bueno.

La oración como signo de unidad

En este contexto, el ecumenismo se me muestra hoy como un gigantesco esfuerzo por lograr que los diferentes caminen juntos y al unísono. Aunque portemos mochilas con intendencias distintas, el camino de peregrinaje, el camino de salvación, el camino de humanización, es el mismo para todos. Solo caminando juntos lograremos que la hermosa “unidad” de los creyentes, aquella por la que oraba el Cristo de nuestra fe con tanto fervor, muestre a los hombres de hoy su esplendor y su fuerza.

Las fracturas históricas de los cristianos son irreversibles. Aun habiendo nacido de motivos pragmáticos, supuestamente teológicos, el acontecer histórico les ha dado carta de naturaleza hasta convertirse en formas de vida legítimas. De ahí que debamos dar un giro de ciento ochenta grados al tratar de entenderlas como escándalo para valorarlas como la eclosión de las enormes potencialidades de un cristianismo capaz de encarnarse absolutamente en todas las culturas y en todas las formas de vivir nuestra irrenunciable humanidad.

En consecuencia, la meta del ecumenismo no puede cifrarse en que todos arribemos a un mismo puerto, en que todos profesemos un credo determinado y nos sometamos a un único poder jurídico, como pretendió en los orígenes de este movimiento la Iglesia católica al esperar que los “hermanos separados” volvieran de nuevo a su seno, sino en que todos, como hermanos, oremos juntos.

“Orar” implica llevar una forma de vida en la que los cristianos, sin renunciar a nuestras legítimas diferencias, invoquemos al unísono a Dios como padre de todos y aunemos nuestras fuerzas (eso sí que puede aunarse) para conseguir que los hombres de nuestro tiempo vivan a fondo la fraternidad cristiana. Aun así, el ecumenismo resultará muy laborioso, pues no es fácil aceptar a fondo al diferente para orar juntos y unir los esfuerzos en pro de un mundo mejor.

Quedémonos hoy con que no deben escandalizarnos ni desalentarnos las diferencias de nuestras creencias y prácticas religiosas. De atenernos a esas diferencias, seguramente hay separaciones más hondas y radicales entre los miembros de una misma confesión. El movimiento ecuménico nos invita a esforzarnos por conseguir sus objetivos orando durante ocho días. Orar juntos es signo de la unidad que se invoca e implora, la que nos lleva a obrar en cristiano. Nunca estarán separados los cristianos que oren juntos.

Ya en la gestación del movimiento ecuménico, el obispo luterano Natan Sôderblom trató de enfocar la unidad de los cristianos bajo el aspecto práctico. John Mott, metodista y premio Nóbel de la paz, predicó que el ecumenismo, uniendo a los cristianos en la acción, era de por sí signo de su unidad. Ello nos da pie para pensar incluso que hay una unidad indisoluble e indestructible no solo entre todos los cristianos que oran y actúan juntos, sino entre todos los hombres que hacen de su vida un servicio a sus semejantes. El movimiento ecuménico debe enseñarnos a aceptar sin reticencias las diferencias legítimas y a vivir a fondo las enormes potencialidades del cristianismo.

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