Audaz relectura del cristianismo (39). Las diferencias enriquecen

Deseos de unidad
Ello no es óbice para que muchas veces, sobre todo cuando sentimos que pesadas cargas de responsabilidad oprimen nuestro espíritu, nos guste que todos piensen y sientan lo mismo que nosotros, se preocupen por las mismas cosas y unan sus manos a las nuestras para conseguirlas. Viene todo esto a cuenta de cuanto hemos afirmado refiriéndonos hace poco a la unidad de los cristianos con motivo de la celebración de la semana de oración por esa unidad y de cuanto animará los próximos post de este blog. Pero ¡qué difícil es aceptar realmente las diferencias de otros, del orden que sean, y mucho más encajarlas en un sistema de pensamiento y de vida en el que podamos sentirnos cómodos!

Aceptar al diferente y asimilar sus diferencias
Por mi parte, pienso que el mayor reto que se le plantea a un cristiano que quiera vivir a fondo su cristianismo en nuestro tiempo es precisamente la aceptación de la diferencia del otro. Estamos muy acostumbrados, en lo que a Dios se refiere, a referirnos a él como si fuera solo un Dios nuestro, el de nuestro credo y el de nuestra iglesia, a veces incluso el mío propio.

Desgraciadamente lo sufrimos en nuestro tiempo cuando a una parte no pequeña del catolicismo actual le produce sarpullidos que el papa Francisco salga de las murallas vaticanas y humanas, se despoje de corsés y dirija una mirada diáfana para envolver en su afecto humano y en su preocupación pastoral cuanto hay más allá de los estrictos límites que imponen los dogmas y el derecho canónico, demostrando con ello que es permeable a la forma de pensar y de vivir de cuantos están fuera de los recintos eclesiales y no se acoplan a sus meticulosas ordenanzas.
Cuando uno se adentra en los Evangelios sin ningún interés espurio de por medio, lo mismo que cuando se esfuerza seriamente por conseguir mejorar la vida humana, no puede enclaustrarse en definiciones axiomáticas. Chávarri huye de los corsés en que las definiciones encierran los seres.

Dios de todos y de todo
El creyente bien orientado cree en un Dios que debe serlo, al mismo tiempo, no solo de todos los seres humanos habidos y por haber, sino también de todas las cosas y de todos los mundos posibles. Sustraer una parte de lo existente, sea hombre, animal o cosa, a su acción creadora y salvadora, por mínima que sea, convierte la fe automáticamente en recinto de intereses parciales mezquinos. Al hacerlo, uno se coloca fuera del hermoso tablero de ajedrez que es la vida para convertirse en pasivo espectador del entretenido y fructífero juego de tú a tú entre el Dios verdadero y su criatura. De ahí que cuanto es el mundo y cuanto es el hombre deba encontrar acomodo en la fe cristiana.

Los seres humanos somos muy diferentes, como también lo son nuestros pensamientos, gustos, costumbres y enfoques de la vida. Nuestras diferencias, lejos de conducirnos al caos, son prueba fehaciente de la enorme envergadura que nos otorga nuestra condición humana. El desarrollo de todas las potencialidades del ser humano es una tarea común de la que nos beneficiamos todos. Nadie puede ser al mismo tiempo un elocuente predicador, un exquisito cocinero, un meticuloso pastelero, un imaginativo ingeniero, un sólido albañil o un eficiente agricultor. Los millones de valores que anidan en todas las vertientes de nuestra vida nos ayudan a crecer y nos ennoblecen, mientras que sus correspondientes contravalores pueden achicarnos y envilecernos.
La vida humana es una pugna incesante que se desencadena en el meollo de los comportamientos humanos, con valores a conseguir a base de esfuerzos sostenidos y contravalores que nos tientan con oropeles. Mal que bien, perdiendo incluso batallas, los seres humanos vamos ganando poco a poco la guerra de la mejora de nuestra vida tras afrontar, por un lado, los embates a que nos somete una naturaleza siempre en ebullición y contrarrestar, por otro, las barbaridades que nosotros mismos, seducidos por lo fácil y placentero, cometemos a lo largo de nuestro peregrinaje.

La fraternidad que predica el cristianismo es rigurosamente universal. Nadie puede quedar fuera de la cobertura del amor de un Dios que se desborda en la creación. La salvación que nos ofrece el Evangelio certifica la cercanía incondicional de un padre común que humaniza nuestros comportamientos. El cristianismo es eficaz únicamente cuando los cristianos, sea cual sea su condición física y social, se comportan humanamente, cuando su actividad tiende a enriquecer todas las vertientes vitales del hombre. La voluntad de Dios, nuestro padre, es que tengamos vida y la tengamos abundante. De no conducirnos a la plenitud de nuestro ser, aunque nunca la alcancemos del todo, el cristianismo se reduciría a un “ismo” de tantos, a un pesado entretenimiento especulativo, a un tedioso juego rutinario.
Quedémonos hoy con algo tan evidente como que las diferencias enriquecen nuestra condición y con que una religión que se precie debe adaptarse a ellas y asimilarlas. De hecho, el mensaje evangélico discurre no solo por cauces muy diferentes dentro del mismo cristianismo formal (catolicismo, ortodoxia, protestantismo y anglicanismo), sino también por los de quienes, sin considerarse formalmente cristianos, tratan de mejorar las condiciones de vida de los seres humanos,

El sello indeleble de pertenecer a la familia de Dios no nos lo imprime el ADN, ni las condiciones sociales en que nacemos, ni el tipo de sociedad en que crecemos y ni siquiera la adscripción bautismal a una determinada confesión religiosa, sino el hecho de ser criaturas que, afortunadamente, ni en esta vida ni en la que venga después, pueden evadirse de las manos de Dios.