A salto de mata – 55 Competencia y solidaridad

 

El cuerpo místico de Cristo

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Competencia y solidaridad son dos términos que nos pueden ayudar mucho a discernir los caminos que transita la sociedad en que nos toca vivir. En cuanto a la competencia, nos sirven las dos atribuciones, pugna y capacitación, que le da la RAE, y en cuanto a la solidaridad, también sus dos vertientes, la segunda de las cuales connota precisamente “competencia”: compartir voluntario de haberes o tiempo y contribución al bienestar social mediante un trabajo profesional bien hecho.Sin duda alguna, la competencia es, en ambas acepciones, una gran fuerza dinamizadora de la sociedad en que vivimos, pues aquilata los procedimientos productivos y potencia las capacidades profesionales conforme al afán irrenunciable de toda sociedad bien orquesta de producir más y mejor y de vender más con menor esfuerzo. Sin embargo, no debemos obviar que ese afán, por muy consubstancial que sea, apunta solo a lo más granado, a las élites, de esta sociedad nuestra en la que, por muy evolucionada que esté, abundan quienes por desidia y vagancia solo tratan de sobrevivir de brazos caídos, es decir, sin quebrarse la cabeza y sin doblar el espinazo.

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En este último campo de la supervivencia es donde se abre o debe abrirse paso la solidaridad, una loable forma de proceder sin cuya fuerza muchos ni siquiera lograrían sobrevivir. A pesar de la gran conciencia de solidaridad que ha adquirido la sociedad en que hoy vivimos, nos asombraría descubrir cuántas de las aproximadamente trescientas mil muertes diarias se deben a hambres o a frío en un mundo capaz de producir alimentos para más del doble de su población actual y en el que millones de prendas de abrigo se destruyen o se tiran a la basura solo porque se han pasado de moda. Y no digamos por enfermedades que se podrían curar muy fácilmente con los millones de medicamentos que se destruyen por caducidad, es decir, por haber perdido su eficacia sin haber sido utilizados. Hablamos de decenas de miles de muertos diarios a los que la sociedad en que vivimos no ha logrado acomodar en sus estructuras.

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Como cristianos, el tema tiene ribetes que apuntan mucho más lejos si somos conscientes de que la comunión que nos constituye como tales nos convierte en miembros de un solo cuerpo, el cuerpo místico de Cristo, en el que el corazón y el pie no podrán reprocharse nada mutuamente, por más que el corazón sea imprescindible para la vida, mientras que no es imposible vivir sin uno o incluso sin los dos pies. La vida de todo el cuerpo es única y todos sus miembros participan de ella. Si de las profundidades de la imbricación de todos los miembros en la vida del cuerpo saltamos a la epidermis de la sociedad, las diferencias constitutivas de etnia y sexo, pongamos por caso, pierden cuanta trascendencia pueda atribuírseles para esa misma vida. Y no digamos las diferencias culturales sobrevenidas, tales como las derivadas de la cultura, las de ser, por ejemplo, de izquierdas o derechas, creyentes o ateos.

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Esta conciencia, la de ser miembros de un único cuerpo social, sobre todo en su dimensión religiosa, nos lleva, por un lado, a las exigencias de las más alta y fina competencia, y, por otro, a las de una solidaridad que mete en danza no solo cuanto tenemos, sino también cuanto podemos. Incluso más, pues transforma en una sola fuerza la competencia y la solidaridad al propiciar que aquella potencie esta. Es fácil entenderlo con solo que proyectemos las dos vertientes de la competencia, de capacitación y pugna, sobre la sociedad en que vivimos. Expresado con otras palabras, diríamos que es preciso producir más y mejor para beneficio de la colectividad de la que formamos parte. Ser competente, pero no para ser el primero o el mejor, sino para poder ser más solidario, para “dar más de sí” (los rotarios lo entienden muy bien cuando hablan de “dar de sí antes de pensar en sí” o de “se beneficia más quien mejor sirve”) y producir más y mejor, pero no para enriquecerse, sino para mejorar la forma de vida de la colectividad de la que se forma parte.

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Desgraciadamente, en la sociedad en que vivimos la competencia toma otros derroteros para convertirse, por lo general, en una pugna a muerte en post de un beneficio mayor y más rápido al aplastar al oponente para que no siga siendo un obstáculo para conseguir los propios objetivos. ¿Qué otra cosa se persigue cuando se promociona un producto con una publicidad engañosa o se vende a pérdidas tras haber exprimido al máximo al proveedor si no es eliminar a contrincantes más débiles, incapaces de aguantar mucho tiempo la embestida? ¿Cómo interpretar el hecho de comprar a precio de saldo una empresa a cuya quiebra se ha contribuido? El monopolio de mercado a que avoca un comercio depredador permite al ganador manipular a su antojo y beneficio a los consumidores.

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Por su parte, la conciencia de solidaridad se camufla muchas veces de humillante limosna o de exculpatoria caridad, sin llegar a adquirir las dimensiones radicales que exige de suyo la conciencia de formar parte de la sociedad humana y, mucho más, la de ser miembro de un solo cuerpo místico. A quien tiene conciencia clara de ese hecho no debería bastarle compartir su dinero, incluso el necesario para el cómodo desarrollo de su propia vida, y dedicar parte de su tiempo, incluso redoblando el esfuerzo laboral de cada día, para ocuparse de personas incapacitadas para llevar una vida digna por sí mismas. La conciencia de formar parte del cuerpo místico de Cristo, sea cual sea el sentido que se dé a esta expresión, exige más que regalar tiempo y dinero, pues requiere capacitarse para que el tiempo donado sea más valioso y los bienes compartidos, mucho mayores. La sola conciencia de formar parte de la sociedad debería llevarnos de suyo a tan exigente y exquisito grado de comportamiento al saber, como confiesan al menos teóricamente los rotarios, que “se beneficia más quien mejor sirve”, que la vida de cada cual se consolida y agranda en la medida en que se ocupa de consolidar y agrandar la de los demás.

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Resumiendo, las exigencias más profundas y determinantes de la fe cristiana que profesamos nos imponen una solidaridad radical que va incluso más allá de lo que Jesús pidió al joven rico para alcanzar la perfección, lo de “ve, vende tus bienes, dalo a los pobres y ven y sígueme” (Mt 19,21). No basta dar a los pobres cuanto se tiene y, tras ello, seguir a Jesús, es decir, compartir bienes y tiempo. Es preciso esforzarse para agrandar la propia capacidad para que, insisto, el tiempo que se comparte sea más eficaz y los bienes que se reparten, mayores. O, expresado con clara imagen evangélica, es preciso que los cinco talentos recibidos se conviertan en diez a base de saber hacer bien las cosas para aumentar el patrimonio común. No podemos cruzarnos de brazos cuando la mies es mucha y los obreros pocos. Todo el afán eclesial debería centrarse en seguir el camino que conduce a la meta de formar un único cuerpo místico, el de ser competentes para poder compartir más.  

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Esta conciencia desmonta de un plumazo gran parte del sistema eclesial sobre el que se pretende asentar la fe cristiana, sistema que solo podría justificarse como un permanente servicio incondicional a los creyentes y a todos los demás seres humanos. En otras palabras, toda “estructura de poder eclesial” está fuera de lugar y sería, por tanto, usurpadora en una Iglesia que debe ser en todas sus dimensiones comunidad y servicio. Jesús mismo descartó de un plumazo la pretensión de la madre de los hijos del Zebedeo de que sus hijos ocuparan los primeros puestos, sentándose uno a la derecha y otro a la izquierda del gran “líder”.

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¿Es que en el “reino de los cielos”, podríamos preguntarnos, ese mundo tan radicalmente diferente de este, hay realmente un trono y un Soberano que tenga derecha e izquierda? Al fino observador no puede escapársele que, en su magna obra de creación, Dios mismo se comporta como un gran servidor, al tiempo que convierte en “siervo” el gran regalo que nos hace en su Hijo amado, venido a este mundo para servir, no para ser servido. Jerarquía y mando expresan dos claras corrupciones de lo “óptimo” de una Iglesia que debe ser toda ella gracia y servicio. La “autoridad” en la Iglesia no puede ser fuerza que se impone, sino servicio que se presta. La imagen del poderoso e iracundo Dios del Viejo Testamento se transforma en el Evangelio en la de un bondadoso padre, que espera paciente el retorno del hijo extraviado. Hay en este campo infinidad de pecados por los que nuestra Iglesia institucional debería pedir perdón con sinceridad, arrepentimiento y propósito de enmienda, pues no solo posee grandes riquezas que no comparte, sino también se reserva para sí un enorme poder que inevitablemente provoca en muchos de sus miembros un desordenado afán de progreso jerárquico. El cuerpo místico de Cristo que dice ser solo se realiza, desgraciadamente, en algunos de sus miembros, especialmente en aquellos que lo dan todo de sí sin reparar ni siquiera en el peligro que corren por hacerlo.

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