Desayuna conmigo (sábado, 6.6.20) Cuerpos solidarios

El fragor de la vida

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Sin la menor duda, el covid-19 ha puesto en nuestra sociedad los cimientos para una solidaridad cuyo alcance solo se podrá ir viendo con el tiempo. La verdad es que la solidaridad es constitutiva de la vida humana, esencial para que pueda darse y mantenerse. Para complacencia de unos y quizá disgusto de otros, todos dependemos de todos, somos esencialmente interdependientes. En mi vida, pongo por caso, hay huellas de cientos de personas que van desde mis padres a los compañeros con los que ayer todavía he tenido una comida fraternal: todo lo que los demás son, dicen y hacen repercute en cada uno de nosotros.

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Lo dicho viene a cuenta de que el día de hoy nos invita a ahondar en esa dirección al celebrarse el “día mundial de los pacientes trasplantados”. El trasplante de órganos de un cuerpo a otro es un fascinante logro de la cirugía. Hay órganos que, acabada la vida a que han servido, pueden seguir desempeñando su función en otro cuerpo vivo. A ellos nos referimos principalmente cuando hablamos de trasplantes. Pero hay órganos duplicados en el cuerpo cuya función permite que uno de ellos pueda ser extraído para un trasplante. Hablamos entonces de trasplantes en vivo, seguramente el exponente máximo de una solidaridad humana que no pierde quilates por el hecho de que se dé, por lo general, entre personas muy allegadas.

No cabe duda de que los trasplantes son un avance quirúrgico que contribuye de forma muy destacada a que los seres humanos vivamos muchos más años. Hablar de trasplante de órganos, algo tan inaudito hace muy poco tiempo, se ha convertido en un hecho habitual. Es raro que alguien no conviva con personas trasplantadas o que conozca algunas, al menos. En mi caso, un pariente, que lleva hoy una vida prácticamente normal, fue sometido dos veces a un trasplante de hígado hace unos años y una pareja de amigos se sometió hace solo unos meses al trasplante de un riñón, de ella a él, con resultados más que satisfactorios.

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España, líder mundial en el escalafón de tantas desgracias, lleva unas décadas siéndolo afortunadamente en el de donación y trasplante de órganos. En 2019 alcanzó un nuevo récord con 2301 donantes y 5449 trasplantes. Con la celebración de este día, tanto la OMS (Organización Mundial de la Salud) como la ONT (Organización Nacional de Trasplantes) pretenden fomentar la importante cultura de donación de órganos para facilitar la vida de pacientes que no tendrían ninguna otra alternativa para seguir vivos. Muchos de ellos son crónicos o terminales, razón por la que las donaciones y los trasplantes son su última alternativa de vida.

No es necesario insistir en la conveniencia de que todos los seres humanos seamos voluntariamente donantes de aquellos órganos que, tras nuestra muerte, pudieran servir para prolongar la vida de otros. Cuando menos, ello nos produciría en vida la enorme satisfacción de ser, tras la muerte, útiles a otros seres humanos. Seguro que esa sensación nos ayudaría, además, a ser mucho más solidarios a lo largo de nuestra propia vida. Por su parte, la donación de órganos en vida es, sin duda, un acto de heroica renuncia a algo muy nuestro para prolongar la vida de un ser muy muy querido.

En general, podemos asegurar que la donación de órganos después de la muerte, además de ser un orgullo para todo donante, es una sabia elección de sentido común: no hay color entre que el destino de un órgano nuestro siga generando vida tras nuestra muerte y que sea inhumado o incinerado.

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La vida es el quehacer más importante de todo ser vivo. Incluso pensado en cristiano, la fe, que nos catapulta al otro lado del tiempo, concibe el más allá como “una nueva vida”. Quien nos arrebata la vida nos despoja de todo. De ahí que esa inquietud deba guiar no solo nuestros pasos hacia adelante, sino también enfocar nuestra mirada al pasado que arrastramos con nosotros para aprender a vivir mejor hoy y mañana. Desde luego, es un gran contrasentido mirar al pasado desde nuestras diferencias presentes para armarse de razones que afiancen las inflexibilidades que nos empobrecen y los conflictos que nos amargan la existencia.

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No me entretendré en el detalle de cosas que ocurrieron en el pasado un 6 de junio, pero sí me referiré someramente a algunas de ellas con el propósito, apenas esbozado, de aprender del pasado. Y así, un día como hoy de 1808, poco más de un mes después del dos de mayo madrileño, en España fue entronizado José Napoleón Bonaparte, hermano del emperador del mismo nombre. Su efímero reinado de poco más de cinco años transcurrió entre el fragor de la guerra de la independencia y un sinfín de escaramuzas guerrilleras y la rechifla de un indomable pueblo español que no se deja amilanar fácilmente por ningún poderío espurio. Importaba entonces más la libertad que el hambre, como también lo importó mucho después, cuando, este mismo día de 1944, los aliados desembarcaron en Normandía para iniciar la ofensiva que daría al traste con la locura nazi. En ese desembarco, desplegados a lo largo de 160 kms de costa, intervinieron unos cinco mil barcos.

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En la pugna insensata que los humanos hemos establecido entre la vida, que siempre es laboriosa, y una muerte, tan caprichosamente prodigada en todo tipo de encontronazos, el día de hoy nos trae el siempre gozoso recuerdo de la abolición, en 1995, de la pena de muerte en Sudáfrica. A los humanos nos cuesta entender que el derecho a la vida es un bien absoluto, a resguardo de todo código, sea civil o penal, pues todos los códigos se establecen para favorecer la vida. La pena de muerte equivale, más o menos, a asar la manteca, a la sinrazón más grande que puede dominar la mente humana. Ni la sociedad ni sus conveniencias circunstanciales pueden estar por encima de los individuos, pues los individuos son la razón de la existencia de la sociedad. Las leyes se establecen solo para favorecer sus vidas, no para arrebatárselas. Solo por curiosidad, recordemos que en África hay 21 estados que han abolido por completo la pena de muerte, 18 que la mantienen sin aplicarla y 15 que la aplican. Todavía queda un largo trecho para que todos entremos en razón.

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El pasado nos trae hoy todavía otras curiosidades, referidas a la vida humana, pero no a su ser o no ser, sino a su fluctuante desarrollo. Un día como hoy de 1599 fue bautizado el pintor español Diego Velázquez, del que se supone que había nacido el día anterior. El reconocimiento como pintor universal le llegó a Velázquez casi tres siglos después, coincidiendo con la época de los impresionistas franceses, para quienes se convirtió en un referente. Manet, por ejemplo, lo valoró como “pintor de pintores” y dijo de él que era “el pintor más grande que jamás haya existido”.  Y también un día como hoy, de 1948, moría Louis Lumière, uno de los hermanos inventores del cinematógrafo. El cine, que lo mismo nos pasea por parajes de la prehistoria que nos lanza a recorrer los espacios siderales, es todavía casi una recién nacido de la cultura humana. La primera película, filmada por los hermanos Lumière, “La sortie des ouvriers des usines Lumière à Lyon Monplaisir”, es de 1895.

Como última curiosidad cultural referida a este día, digamos que hoy, cumpleaños del gran poeta A.S. Pushkin, se celebra “el día de la lengua rusa”, uno de los seis idiomas oficiales de la ONU (árabe, chino, español, francés, inglés y ruso). El ruso es el idioma más extendido en toda Eurasia y el más hablado en Europa al día de hoy. Lo hablan unos 180 millones en 17 naciones.

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El fragor incesante de la vida nos somete hoy a importantes retos de cara al futuro. Nuestro pasado es rico en personalidades y eventos y el futuro lo seguirá siendo, pero dependerá de lo que nosotros mismos seamos capaces de emprender. La solidaridad humana es quizá la principal encrucijada en que nos ha situado un vulgar virus al pretender darnos “jaque mate”. Contrarrestar su ataque nos ha obligado a sacrificar muchas piezas y a aprovechar a fondo la fuerza de las que todavía siguen en juego. La conclusión es obvia: o somos solidarios en todos los ámbitos de nuestra conducta, compartiendo incluso los despojos de nuestro cuerpo muerto, o no hay vida que se sostenga. La solidaridad del “cuerpo místico” de la Iglesia, tan apoteósica, no permite fugas egoístas. Ojalá que los cristianos lo aprendamos a fondo y lo difundamos como es debido.

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com

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