A salto de mata – 31 ¿Cuestión de celibato y de mujeres?

Participar a fondo en la vida de la Iglesia

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No tengo la más mínima duda de que la apertura, en el seno de la Iglesia católica institucional, al ministerio sacerdotal de las mujeres y a que puedan ejercerlo también hombres casados sería un gran paso adelante en las reformas que es preciso emprender con audacia para que el mensaje de salvación de Jesús no pierda ni fuerza ni frescura en nuestro tiempo. Lo están gritando, alto y claro, los signos de los tiempos. El celibato, mírese como se mire, no añade entidad al sacerdote ni aporta garantías especiales al buen ejercicio ministerial. Además, que el ministerio sacerdotal esté exclusivamente en manos de varones no lo reviste de ninguna virtualidad adicional.

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En los lejanos tiempos de los años sesenta, cuando el estudio me procuró una cierta conciencia teológica sobre el cristianismo al que pretendía servir, me decanté claramente y de forma decidida por la necesidad de la apertura de la Iglesia católica en ambas direcciones. El celibato, referido en nuestro caso lo mismo a hombres que a mujeres, está muy bien como forma de vida, pero no como condición indispensable para el ejercicio del sacerdocio. Por lo demás, vivimos tiempos en que el machismo y el feminismo ya no tienen más amarre en nuestra sociedad que el que les procura la diferente constitución orgánica masculina y femenina. Lamentablemente, por mucho que haya llovido desde entonces, apenas se han dado algunos pasos, muy cortos, aunque no en la resolución del problema, sino en su mero planteamiento.

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Sin la menor duda, cambiaría mucho de golpe la cosa eclesial si mañana mismo hombres casados y mujeres, casadas o no, pudieran presidir la celebración de la eucaristía. Sin embargo, hemos de ser conscientes de que sería vana nuestra ilusión de mejora si cifráramos en solo eso el cambio de proceder que deseamos, pues se trataría entonces de un simple maquillaje, de una mera reforma circunstancial y epidérmica. De llevarse a efecto dicho cambio, no hay duda de que podría celebrarse la eucaristía regularmente incluso en poblados muy pequeños y para agrupaciones reducidas de fieles y que, en contrapartida, desaparecerían de nuestras saturadas carreteras los muchos sacerdotes mayores que cada fin de semana se ven obligados a transitarlas, a pesar de sus evidentes achaques, yendo de la ceca a la meca para inyectar vida eucarística en iglesias, ermitas y capillas que, de otro modo, más bien parecerían mausoleos o cementerios.

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Desde luego que sería hermoso y reconfortante ver que cada recinto sagrado recobra vida, aunque no porque en él se conserve un trozo de pan de la supuesta “última cena” anterior, sino por la afluencia de fieles, aunque sean pocos, para volver a celebrar allí otro ágape fraternal, convocados por la presencia de un “ministro del altar”, sea mujer u hombre, esté o no casado. Es obvio que lo que haría hermoso tal celebración sería la presencia de fieles, sabiendo que Jesús está vivo allí donde dos o más se congregan en su nombre, completamente al margen de que durante la celebración se produzca una supuesta presencia substancial suya en las especies consagradas. De ahondar mucho más en la comprensión de lo que realmente es el cristianismo para restaurar o recuperar en nuestro tiempo sus esencias, sabríamos que lo importante no es “oír misa”, sino celebrar el “memorial de la vida y muerte de Jesús” mediante una “cena real”, aunque sea ritual, en la que todos los presentes comparten amor, servicio y viandas.

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Es obvio que se ha avanzado mucho en el campo de los derechos de la mujer y de su esencial igualdad con el hombre para el ejercicio de la inmensa mayoría de las tareas humanas y también en el discernimiento, serio y equilibrado, del juego que la sexualidad desempeña en el conjunto de la vida humana, de la que es fuente de vida y completud del hecho de ser humanos. Por eso precisamente uno no acierta a explicarse que todavía no se hayan dado ni siquiera tímidos pasos para empoderar a las mujeres en los desarrollos de la fe y de la cristiandad conforme a sus capacidades. Tampoco uno puede explicarse que no se haya eliminado la condición del celibato obligatorio para ejercer el ministerio sacerdotal en la Iglesia católica occidental. El memorial de Jesús, que cobra hondura sacramental en la última cena, se plasma no solo en el hecho de partir y compartir el pan (eucaristía), sino también en el de servir (lavatorio de los pies) y en el de amar (un mandato nuevo os doy).  Nada hay en toda esa forma de proceder, que es la correcta, salvo que hablemos de intereses clasistas y espurios, que haga referencia alguna a la condición masculina y a la situación célibe del celebrante.

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Esperemos que la Iglesia católica occidental camine pronto en esa dirección, la de aprovechar para la proclamación del evangelio de Jesús el enorme potencial de las mujeres, que además son la inmensa mayoría de los fieles que pisan las iglesias y acuden a sus celebraciones, y también la fuerza de cuantos hombres estarían encantados de echar una mano, de forma directa y determinante, en ese mismo menester de no exigírseles como condición previa el celibato. Sin duda, todo ello tiene mucho que ver con una forma de sentir y vivir el cristianismo, una religión universal en la que hay muchos carismas, aunque nada absolutamente que tenga que ver con la exclusividad del desempeño de un ministerio pastoral a cargo de hombres célibes. Pero haríamos mal si pensáramos que con ello se acabarían los actuales problemas de la Iglesia católica, sobre todo los que nos parecen más graves y urgentes, derivados de la percepción obvia de que muchos de sus viejos fieles se están alejando de ella al darle la espalda. Me atrevo a pensar que el efecto más beneficioso de tales reformas estaría mucho más en el cambio de mentalidad que la incorporación de nuevos ejércitos de “ministros” requiere que en el ministerio ejercido por ellos, mujeres célibes o casadas y hombres casados.

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Me estoy refiriendo a la necesidad de un cambio mucho más radical sobre la perspectiva evangélica. ¿Se encarnó Jesús para que nosotros reconociéramos su divinidad y lo adoráramos? Si vino para salvarnos dando su vida, no parece que esa sea la lectura que deba hacerse de su mensaje. Pero, ¿de qué nos salva mediante el don de su vida? ¿Del “lago ardiente” al que seremos arrojados tras la muerte si no hemos sido buenos o, al menos, no hemos perdido perdón por nuestras maldades? El miedo atroz a un más allá de padecimientos indecibles ha sido siempre el recurso barato y fácil de ideologías religiosas para deformar y someter las mentes humanas, achicando su libertad. Mi obligación de amar no se debe a que, de no hacerlo, me condenaré cuando muera, sino a que, amando, logro que mi vida sea mejor y, por ello precisamente, hago mejor el mundo en que vivo. La salvación ofrecida por Jesús no es para librarnos del infierno, sino de nosotros mismos, de la mierda de vida que llevamos al decantarnos por “contravalores” que nos achican y destruyen y que la convierten en un asco, en un sinsentido. De pensar de esta manera, no nos resultará difícil vislumbrar la espléndida figura de un Dios que es padre benevolente, que sale todos los días al camino para ver si, malheridos y hambrientos, nos hemos decidido a retornar a la casa paterna, a nuestro hogar.

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¿Cómo sería la Iglesia católica occidental si introdujera en el corazón de su institución a cientos de miles de hombres y mujeres, casados o célibes, que se emplearan a fondo en predicar el amor y el servicio en que consiste la salvación evangélica ofrecida por Jesús? Los tiempos modernos no gritan que necesitemos más curas, aunque sean casados, ni mujeres que suban al altar para celebrar “misas”, sino que desarrollen un auténtico “ministerio del amor y del servicio” y que nos ayuden a optar por valores, cuya consecución hace que nos realicemos como seres humanos y que siempre esté abierta la puerta de la mejora de la forma de vida que llevamos. Hablamos de hombres y mujeres que, con su ejemplo y su discurso, animen la vida no solo familiar, sino también popular y social. Hombres y mujeres, en fin, cuyo impacto se haga sentir en la familia, en el municipio, en la calle, en las escuelas, en los templos, en las reuniones de asociaciones y ONG y en cualquier foro público y privado.

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Después, llegado el momento, nunca mejor dicho lo de que “Dios dirá”, porque todo lo que entonces ocurra es competencia exclusivamente suya. Me refiero a la novedosa forma de vida en el más allá en que creemos, pues sabemos que, aunque no tengamos ni remota idea de su entidad y desarrollo, consumará la miserable vida que llevamos y será una vida plácida y feliz, alegre y sin lágrimas que derramar, una forma de vida, en fin, que colmará todas nuestras potencialidades. Son pura imaginación fantasiosa, aunque siempre al servicio de determinados intereses, las descripciones que se nos han hecho, en la teología y en la literatura, tanto del cielo como del infierno.

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Digamos, como traca final, que decenas de miles de religiosas y de mujeres aspiran a participar mucho más en el desarrollo social de la vida de la Iglesia y que a muchos hombres casados les encantaría desempeñar un ministerio sacerdotal, hayan ejercido o no antes el sacerdocio como célibes. Demos tiempo al tiempo, pues, de una forma o de otra, todo ello ha de llegar forzosamente. Lo demandan un sentido común, que debe abrirse paso también en el seno de la institución eclesial, y la conciencia de una madurez humana que corresponde lo mismo a hombres que a mujeres. No obstante, deberíamos ser ya muy conscientes de que “participar más en la vida de la iglesia” no debería referirse a desempeñar cargos o ministerios en una institución cambiante, sino a ser testigos para nuestro tiempo de la vida y obra de Jesús de Nazaret, del reino de los cielos predicado por él y de su excelso mensaje de partirse y compartirse en el amor.

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