Acción de gracias – 25 Dios nos entra por los ojos

Parábola de las niñas Anna y Olivia

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Tras los grandes acontecimientos cristianos de la Semana Santa, la Pascua, la Ascensión, Pentecostés y el Corpus, la Liturgia nos encamina ahora a reflexiones de comprensión de las esencias cristianas, pero no solo de las referidas a las columnas de la Iglesia y a la justificada decoración de los templos, sino y sobre todo de los atisbos que podemos percibir de quién es realmente y cómo se comporta el Dios en quien creemos y de cómo debe discurrir la vida cristiana.  Jesús, el maestro peripatético, del que sabemos que escribía en el suelo como recurso para calmar los ánimos, alcanza las cumbres de la pedagogía mesiánica al hablarnos en hermosas y muy inteligibles parábolas de lo inefable. La pena es que nosotros nos compliquemos la existencia al no fijarnos en ellas con la alegría y la atención debidas y nos empecinemos en perfilar un abigarrado elenco de cánones reguladores, en el desarrollo de un alambicado desarrollo teológico especulativo y en la recitación mecánica de intrincadas formulaciones dogmáticas al abordar intrépidos el gran Misterio. ¿Se sirvió Jesús alguna vez de algún Credo prefijado para su continua oración con el Padre? ¿Alguien lo imagina imponiendo a sus discípulos recitaciones como las que hacemos en nuestros templos?

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Desde luego, la naturaleza es un recurso abundante para hacerse una idea somera de lo que es o puede ser el gran Dios, inalcanzable a nuestro entendimiento. Solo una personalidad como la de Jesús, transida de divinidad, podía atreverse a decir que el arcano Dios de nuestra fe, en cuyas manos reposa todo lo existente, es ante todo nuestro “padre”. Ya hemos insistido en que la fraternidad universal es un rasgo peculiar del cristianismo, el más denso y colorido que nunca un ser humano se habría atrevido a pintar. Las gentes que escuchaban a Jesús ni estaban menos dotadas ni eran menos inteligentes que nosotros, pero, para que entendieran algo de lo que él se traía entre manos, les hablaba en parábolas, recurriendo a imágenes y metáforas.

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A nadie le resultaba difícil ver que una insignificante ramita, desgajada de un árbol tan majestuoso como los cedros del Líbano (¡pobre Líbano el de nuestro tiempo, tan podado y desmineralizado!), sirviera de esqueje para convertirse, a su vez, en un árbol frondoso. ¡Cuán desconcertante es el poderío del Dios en quien creemos, que humilla a los orgullosos y engrandece a los pequeños, que seca los árboles lozanos y hace florecer los secos! San Pablo explica a los Corintios que, aunque vivamos desterrados, nuestras acciones cuentan hasta el punto de hacernos acreedores a castigos o premios. El salmo nos alienta a dar fruto incluso en la vejez, sin perder jamás de vista la oración de acción de gracias que por la mañana proclama la misericordia de Dios y por la noche certifica su fidelidad. A fin de cuentas, el día entero viene a rubricar el amor que nos envolverá a todos tras la tormentosa prueba de la vida.

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El evangelio de hoy es una preciosidad literaria en la que Jesús expone la maravillosa obra de salvación, el reino de Dios que el Padre inicia con su sacrificada vida: “El Reino de Dios se parece a lo que sucede cuando un hombre siembra la semilla en la tierra: que pasan las noches y los días, y sin que él sepa cómo, la semilla germina y crece; y la tierra, por sí sola, va produciendo el fruto: primero los tallos, luego las espigas y después los granos en las espigas. Y cuando ya están maduros los granos, el hombre echa mano de la hoz, pues ha llegado el tiempo de la cosecha”. ¡Lento crecimiento de un reino que se inicia con el sacrificio de una simiente que cae en tierra y se pudre para germinar poco a poco, de forma casi imperceptible, hasta desplegarse por completo en hermosa cosecha! Tal fue el proceso biográfico de Jesús y lo es igualmente el de la biografía de cada uno de nosotros. Y lo es también de la de los grupos sociales e incluso de la de la especie “homo”. La idea se comprende mejor desde la perspectiva de fray Eladio Chávarri: la pulsión continua que anida en el ser humano por la búsqueda de una mejor forma de vida a base de aumentar y perfilar valores, de frenar y adelgazar contravalores. Hay una enorme potencialidad en la tierra que acoge la semilla y también en la semilla misma, pues ambas contribuyen al milagroso despliegue que culminará mágicamente en una hermosa cosecha. ¡Milagro de la multiplicación que nos alimenta a todos!

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Jesús insiste en el tema al referirse a la más pequeña de las semillas que termina convirtiéndose en un árbol hospitalario: el reino de los cielos “es como una semilla de mostaza que, cuando se siembra, es la más pequeña de las semillas; pero una vez sembrada, crece y se convierte en el mayor de los arbustos y echa ramas tan grandes, que los pájaros pueden anidar a su sombra”. ¿Somos capaces de ver el árbol en el grano de mostaza? ¿Quién puede predecir qué llegará a ser el día de mañana el más indefenso y dependiente niño que nace? Sin embargo, lo hace ya con una enorme riqueza genética y envuelto en una placenta cultural que lo alimentará hasta convertirlo en señor de las cosas, señorío que no tardará mucho en comenzar a ejercer. Todo en él es proyección, potencialidad. La historia humana se le ofrece como alimento y la tierra se convierte en un gran almacén, repleto de utensilios y alimentos, y en el hermoso escenario donde él podrá llegar a ser una especie de dios o de demonio, según encarrile su futuro por sendas de valores o contravalores.

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El jardinero y el agricultor no necesitan sesudos argumentos fundados en razones metafísicas para palpar la existencia de Alguien superior de quien todos dependemos, confesémoslo o no. Les basta mirar sus plantas y asistir atónitos al milagro de su crecimiento para alimento u ornato de una vida humana tan supeditada a ellas. Lo sé muy bien por una experiencia que, afortunadamente, me acompaña desde niño hasta el día de hoy. En cada cosa y más en los seres vivos, más cuanto más cargado de potencialidades esté el reino al que pertenezcan, hay mucha más densidad de ser que la que se aprecia a simple vista. El summum de la densidad del ser lo alcanza el hombre en el amor que le fuerza a entregarse por completo a todos los demás, mientras él mismo se va adueñando del haber de todos ellos. La virtualidad de ser que hay en el amor lo convierte en fuente inagotable mientras haya un solo ser humano sobre la tierra dispuesto a crecer.

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Recordemos que hoy se celebra la festividad de san Antonio de Padua, santo tan vinculado al de Asís y que nos acerca poderosamente a la naturaleza hasta el punto de que podríamos decir de él, siguiendo el evangelio de hoy, que toda su vida fue una parábola del reino de los cielos, como también lo es la sonrisa que las niñas Anna y Olivia han grabado a fuego en nuestros corazones con su trágica muerte. ¡Qué certero estuvo Jesús cuando nos aseguró que el reino de los cielos es de los niños y de los que son como ellos!

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