A salto de mata – 23 Don dinero, sí señor

Decepción de un dios de barro

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Mal que nos pese, llevamos más de un siglo viviendo bajo la tiranía absoluta del dinero, el despótico ídolo denostado por el Evangelio, que disputa en el corazón de los hombres el trono del señorío al Dios hacedor de todas las cosas. Claro que, para ser un ídolo atractivo y seductor, el personaje o la cosa idolatrados han de tener una entidad de mucho peso, como ocurre, por ejemplo, con la personalidad de los grandes artistas, capaces de exhibir todas nuestras intimidades, o con los deportistas de élite, que nos deslumbran con el oropel de unas medallas fabricadas con sudor y esfuerzo excepcionales. Puede que el dinero sea un ídolo más vulgar y ramplón que los artistas y deportistas, pero lo es seguramente con más densidad y profundidad porque, en nuestro actual sistema económico, sustenta toda la vida. Un hombre sin dinero es un hombre sin valor.

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Desde luego, la fuerza del dinero como estructura y dinamismo del mercado en que hemos convertido las relaciones humanas nos seduce de tal manera que le confiamos no solo el instante presente, sino también el futuro, instante siempre incierto, con el desmedido afán de pretender vivir siempre, como si la muerte fuera cosa de otros. Y eso que sabemos muy bien que, para la persona querida que velamos en el tanatorio, su valor se volatiliza por muy hermosos y ricos que sean el féretro en que se exhiben sus restos, la urna que guarda sus cenizas o el mausoleo construido en torno a su sepulcro.Don dinero, sí señor, una poderosa fuerza para vivir, pero que, convertido en ídolo, se comporta tiránicamente durante el instante que dura su reinado, como el polvo que es.

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Ante tan impactante revelación, seamos claros, precisos y contundentes en la apreciación que debemos tenerle. Yendo a la raíz del problema de su sobrevaloración, tanto desde una perspectiva meramente social como desde la luz que a ese respecto proyecta el Evangelio, es preciso dejar bien sentado que todo dinero no ganado con el sudor de nuestra frente o la de nuestros familiares es robado, lo mismo da que se haga con guante blanco que al trágala. O lo ganamos o lo robamos. Naturalmente, de tan cerrado dilema queda excluido el dinero que necesitan para vivir dignamente cuantos no pueden trabajar, sea por edad o por alguna discapacidad. En tales casos, la sociedad, que para eso está también, tiene la obligación de suplir sus carencias. Subrayemos de paso, por chocante que resulte, que también los niños están obligados a trabajar, ciertamente no como mineros en las profundidades de la tierra ni manejando el pico y la pala en su superficie, sino jugando y aprendiendo en la rentabilísima empresa que es su propia formación. Venimos a este mundo como seres a medio hacer, obligados a crecer en todas las dimensiones de la vida con un esfuerzo que debe ser sostenido en el tiempo. Afortunadamente, la naturaleza provee incluso para que, frente a una minoría de discapacitados para el trabajo, haya una mayoría sobrada, capaz de ganar a pulso su propia vida y la de ellos.

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Lo dicho nos lleva a afirmar tajantemente que los dineros procedentes de algún tipo de especulación, por muy legítimos y legales que sean, contravienen el decurso de la naturaleza y hacen ascos a las consignas evangélicas. Nunca podrán ser dineros morales. Sin duda, el dinero es de por sí un gran valor que facilita y abre cancha a la vida, un factor productivo sin el que no existirían las empresas, esas entidades que, explotando recursos, generan trabajo como fuente laboriosa de vida. Pero la productividad empresarial debe ser pausada, no proceder de saltos especulativos, como también lo son no solo el esfuerzo humano que la hace posible, sino también la acción continuada del Dador de los talentos evangélicos, que espera de su uso una legítima rentabilidad. Frente a tan clara y sensata constatación, nada produce, y por tanto en nada favorece la vida, una cantidad de dinero invertida en la Bolsa a la apertura de una sesión que se duplica a su cierre. Tampoco lo hace la compra de un solar en cien y su venta en mil al poco tiempo. Ni la empresa cotizada en Bolsa cambia porque sus acciones suban o bajen por las versatilidades de rumores o expectativas, ni el solar crece al ser objeto de una recalificación urbanística. En resumidas cuentas, la especulación se centra en idear la manera de que el dinero que hay en tu bolsillo pase al mío, una forma solapada de robar con guante blanco. Para que uno se enriquezca de golpe, muchos más tendrán que empobrecerse. Es obvio que el Gordo de la lotería de Navidad, por ejemplo, es fortuna de muy pocos y ruina, por pequeña que sea, de muchos.

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Viniendo a la contemplación del tema desde la perspectiva evangélica, que es lo que perseguimos, la gran tarea eclesial de nuestro tiempo debería centrarse en reducir, tirando incluso de bisturí, la entidad del dinero a su mera instrumentalidad en favor de la vida humana. Es preciso destronar el dinero del señorío que le hemos atribuido y reducirlo a su condición esencial de servidor de la vida. Aun en el supuesto de haberse ganado una fortuna honradamente con el propio trabajo o de haberla recibido como legítima herencia, el rico no es “dueño absoluto de ella”, pues tendrá que rendir cuentas de cómo la utiliza no solo ante la sociedad (tributos), sino también ante una conciencia que no solo le dibuja un mundo de recursos limitados, sino también, incluso con trazos más gruesos, que no vivirá siempre por mucho que tan incómoda evidencia contravenga sus deseos y sus planes. Nacimos desnudos en una cuna-tesoro, es decir, en una naturaleza pródiga y en una rica cultura envolvente, que dejaremos intacta al partir, cualquiera que sea el uso que hayamos hecho de ella. El despilfarro es siempre un intento alocado de apropiársela, un acto radicalmente inmoral que priva a muchos seres humanos de aquello a que también ellos tienen derecho para vivir.

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Subrayemos de paso que los fundadores de la “vida consagrada”, tratando de ajustar la vida de sus seguidores en lo más posible a las consignas evangélicas, fijaron como una de las piedras angulares de su propósito el voto solemne de pobreza que los obliga a renunciar a toda riqueza y a sentirse poseedores de ella. Su vida queda así confiada a la provisión de su comunidad, no a un salario por su trabajo ni al haber de una cuenta corriente. De ahí que ver a “consagrados” que llevan vidas de auténtico lujo es un contrasentido manifiesto. Y también lo es, hasta el punto de convertirse en piedra de escándalo, descubrir comunidades religiosas que son emporios económicos cuando, en consonancia con su razón de ser, están obligadas a una austeridad ejemplar que haga creíbles las duras renuncias personales de sus miembros. No cuela en absoluto lo de consagrados pobres en comunidades ricas, como desentona y escandaliza que los cristianos vivan austeramente en el seno de una Iglesia acaudalada. ¿Por qué la institución eclesial y la clerecía en general se alían tan a fondo con la riqueza? ¿Tretas del diablillo dinero?

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No porque lo hayamos convertido en un dios de barro el dinero deja de ser un instrumento muy valioso. ¡Gran herramienta en favor de la vida! Una sociedad de mero trueque colapsaría o, al menos, estaría hoy condenada a la inacción y a la desaparición. En nuestros días es insensato salir a la calle sin algo de dinero en el bolsillo, sea contante y sonante o de plástico, porque uno no daría un paso a menos que estuviera dispuesto a colgarse de alguien. Por “salir a la calle” entiendo salir a vivir, no a pasearse o practicar deporte al aire libre. Dinero, sí, pero no hasta el punto de transformarlo en un ídolo vengativo que exija sacrificios de vidas. Convertido en dios, el dinero pierde su razón de ser y nos hunde en el más horroroso de los infiernos imaginables, el del rico epulón clamando el alivio de una gota de agua en la punta de un dedo del pobre Lázaro. Por el dinero de las herencias se destrozan muchas familias y por rapiña se destruyen empresas que podrían seguir generando trabajo y vida. Su brillo no dura, sin embargo, más que un relámpago cegador. La codicia socava los fundamentos mismos de la convivencia humana.

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En el ámbito propio de nuestra reflexión, ¡cuantísimas familias cristianas han vivido a fondo el engaño de que con dinero podían comprar la salvación, esa gracia que en toda circunstancia es pura donación divina! Todavía en nuestro tiempo se sigue comprando misas para acortar el castigo de nuestros seres queridos muertos, persuadidos como estamos de que pasan un tiempo purificándose en el Purgatorio. ¡Qué cosas! Si la salvación consuma la creación, según nos enseña la fe, esta debe ser garantía de aquella. ¿Alguien puede imaginar siquiera que Dios tire a la basura una parte de su obra? De ahí que, si alguien es capaz de situar a un solo hombre en los supuestos dominios de Pedro Botero, su mente está perturbada. Aún recuerdo perplejo la exhortación de un bien intencionado misionero, pidiendo dinero desde el altar de una iglesia de Madrid, para construir una iglesia en la misión donde trabajaba. Con tono que disipaba toda duda, enfervorizaba a los oyentes diciéndoles: “cada billete de mil pesetas que depositéis en la bandeja es un ladrillo para construiros un chalet en el Cielo”. Mi perplejidad llegó al paroxismo, pero no cuando delante de mi pasó una bandeja llena de tales billetes (por aquel entonces mi salario mensual de trabajador cualificado era de diez mil pesetas), sino cuando, a la salida, en el cuenco de un lisiado que pedía limosna solo había unas poquitas monedas de céntimos y de peseta. ¿No se encontraba Dios más a gusto en el cuerpo de aquel desventurado que lo iba a estar en la iglesia que pretendía construirle el misionero?

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PD. La Iglesia celebra hoy el misterio más insondable imaginable, el de la Trinidad, misterio que, sin embargo, ríos de tinta en los primeros siglos del cristianismo descifraron, sirviéndose de potencialidades humanas como la inteligencia y la voluntad: la Trinidad es Dios que se entiende a sí mismo y se ama. A resultas de tal acontecer, nos topamos con una única naturaleza divina en la que se insertan tres personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Todo claro, tanto como podría ser, si el lector me permite la irreverencia que ello conlleva, imaginar al Dios Trino como una hidra con tres cabezas. ¡Con lo hermoso y simple que resulta comportarse como Jesús, llamando a Dios “padre” y amándolo con todo el corazón!

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