Desayuna conmigo (domingo de Pentecostés, 31.5.20) Dulce huésped del alma

Corona de espinas

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Coronamos hoy mayo, el mes más bonito del año, tras el intento de descoronar ayer a golpe de plegaria, acompañando al papa, a un virus asesino. Y lo hacemos, lógicamente, con una “corona de flores”, tan propia del mes y tan apropiada para la ocasión, pues lo mismo podría servirnos para las exequias del mal bicho que nos atormenta que para entronizar hoy en nuestras vidas al Espíritu que nos ayuda a salir airosos de todas nuestras batallas. A pesar del vértigo que produce la altura de este día por sus enormes desafíos y de que arrastremos con nosotros heridas sangrantes, la irrupción del Espíritu lo convierte en un día prometedor, cargado de esperanzas.

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Y, hablando de coronas, no deberíamos perder de vista la “corona de espinas”, que también es trofeo adecuado para cerrar con la festividad de Pentecostés el ciclo litúrgico pascual, festividad que, siendo meta (corona de flores), es punto de partida para un abrupto camino salpicado de sangre (corona de espinas), el camino del cristiano que toma su cruz y, entre incomprensiones y desprecios, trata de hacer a todos los demás cuanto bien puede.

Según Hechos, sobre las cabezas de los apóstoles reunidos descendieron lenguas de fuego que derramaron sobre ellos valor y energía hasta dejar estupefactos y admirados a quienes les oían predicar las maravillas del evangelio en sus propias lenguas. En su primera carta a los corintios, san Pablo asegura que hay diversidad de carismas, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de ministerios, pero un mismo Señor; y hay diversidad de actuaciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos”. En el “Veni Creator” se dice del Espíritu que es “fuente viva, fuego, caridad y espiritual unción”. En el Evangelio de Juan es Jesús mismo quien sopla sobre los discípulos para infundirles el Espíritu Santo.

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Sin duda, el tema del Espíritu Santo es recurrente en los evangelios, pues su acción se despliega en momentos y escenas diferentes. Ni para la fe ni para la vida litúrgica tiene trascendencia alguna que se lo emplace en distintos escenarios y tiempos. Y, más en particular, en el catolicismo su especial intervención se asigna al momento de recibir el “sacramento de la confirmación” como plenitud de la incorporación a la Iglesia, plenitud que otras confesiones asignan al bautismo mismo. De hecho, remontándonos en una historia que comienza mucho antes que  nuestra propia "historia de la salvación", la plenitud de Dios se nos ha dado de un vez por todas en el hecho de ser sus criaturas.

Tras lo dicho e incluso embelesados por la belleza de los cantos litúrgicos dirigidos al Espíritu Santo, el que nos consuela en los momentos de llanto y colma con su plenitud las más profundas e íntimas ansiedades del alma, hemos de reconocer que el Espíritu Santo es también el enemigo público número uno y el más peligroso para cuantos cifran sus intereses particulares en el ámbito de la religión. Como ya hemos insinuado, además de la corona de flores con que embellece las almas de los creyentes humildes y fieles, el Espíritu porta una “corona de espinas” que clava hondo en las sienes de cuantos escandalizan a los más pequeños. No hablo solo de los clérigos pederastas, sino también, y sobre todo, de quienes en la Iglesia detentan “poder dogmático” para determinar quién es y quién no católico y “poder jurídico” para repartir prebendas entre los de su propia cuerda o tendencia. Corona hiriente y humillante que hace justicia y pone a cada cual en su lugar.

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Además, tengo la impresión de que se trata de un Espíritu que goza de gran sentido del humor y se divierte desbaratando los montajes de cuantos utilizan en beneficio propio el precioso mensaje de amor de Jesús de Nazaret, atrincherados en una Iglesia milimétricamente “definida” en sus contenidos y adheridos al “cuerpo místico” como si de una intocable escultura se tratara, sin cabida ya para más carismas o miembros.  Parece que el Espíritu se recrea rompiendo esquemas mentales y contorsionando músculos para hacer cabida, en todo tiempo y lugar, a nuevas luces y revelaciones. No se nos ha dado un cristianismo "ya hecho", sino una fe que tenemos que vivir, un cristianismo que tenemos que construir para nuestro tiempo.

El cristianismo que hoy vivimos es muy distinto del que se vivió en tiempos de la Reforma y la Contrarreforma, y más todavía del cristianismo medieval, y muchísimo más del cristianismo de los primeros siglos. No hace falta que ahora nos entretengamos en exponer un buen puñado de diferencias esenciales. El celibato obligatorio de los curas y la adoración de la eucaristía, tan importantes en la Iglesia de nuestro tiempo, se acuerdan e incorporan muy tarde a la vida cristiana. Con esto solo apunto a que el cristianismo de un próximo futuro, dado el rumbo que lleva en nuestro tiempo, será, de ser, muy diferente del que hoy vivimos nosotros.

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Ahora bien, todo cambio en las costumbres y formas de vida son problemáticos, dolorosos e incluso traumáticos. Lo estamos viendo con el coronavirus que nos ha metido, a calzador, en otra horma o forma de vida a base de zarpazos de muerte, dando verosimilitud a lo de que “a la fuerza ahorcan”: frente a la vida de uno, cuando peligra la vida de todos, el lucro cede fácilmente terreno a la gratuidad e incluso a la heroicidad. De consolidar este importante cambio de perspectiva vital, la humanidad, haciendo un frente común a un mal bicho, habrá dado un gran paso hacia adelante en la conquista de la dignidad necesaria de los seres humanos, tan pisoteada y manipulada en nuestro tiempo. En lo que al cristianismo se refiere, no se trata de una sustitución, la de Dios por el hombre, sino de buscar y encontrar a Dios donde realmente está, en el corazón y en la vida de cada uno de los hombres, sea cual sea su condición.

También en la Iglesia de nuestro tiempo se están desencadenando cambios profundos. Ya no sirven de nada el boato de nuestros clérigos, permanentemente disfrazados de carnaval; ni la pomposidad de las ceremonias litúrgicas, más propias de una farsa teatral que de una oración; ni tampoco el oro de nuestros templos y estatuas, ornato de ricachones, que es producto del mercantilismo de la salvación, vendida con gran usura a los más sencillos y pobres. Nada de todo eso tiene ya relieve alguno frente a la inmensa tarea de dar de comer a los hambrientos, de curar a los enfermos y de hacer justicia a los oprimidos.

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Ven, Espíritu creador, y con tu fuerte vendaval arranca de nuestras espaldas los pesados fardos ideológicos que, so pretexto de fidelidad exquisita, nos hemos echado sobre ellas; despójanos de los incómodos ropajes que, pretendiendo servir a Dios, hemos robado a los hombres para nuestro propio adorno; danos pastores que vivan el amor y lo difundan, que vivan alegres y difundan alegría y que sean tus portavoces para que percibamos esa voz tuya que nos acompaña a lo largo de todo nuestro peregrinaje; ayúdanos a recorrer el camino cristiano, que es Jesús mismo, tan lleno de encrucijadas que exigirán decisiones tan valientes como cantar las cuarenta a los tiranos de cualquier orden de la vida  o compartir tiempos y bienes con quienes no pueden vivir por ellos mismos; toma posesión de nuestro espíritu y conviértenos en templos vivos tuyos, amén.

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com

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