Desayuna conmigo (lunes, 27.4.20) Esclavos y santos

Ave Fénix americana

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Mientras la población española comienza a revolucionarse un poco con la aparición de los niños en la calle para regocijo no solo de los padres que pueden pasear con ellos, sino también de los vecinos que pueden verlos alegrar el ambiente social desde sus ventanas, este lunes, tan cargado de esperanzas y deseoso de que pronto todo vuelva a sus rutinas antiguas, nos sirve en la mesa un desayuno de contrastes.

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Por un lado, el día nos trae el recuerdo de la abolición total de la esclavitud en Francia en 1848. Ya se había abolido antes, durante la Revolución Francesa, pero la restableció de nuevo el gran Napoleón. La esclavitud refleja de por sí un largo período de nuestra historia que primó los intereses de las clases privilegiadas y redujo casi a la condición de animales a las clases más humildes, sobre todo cuando de negros se trataba. Si en el futuro esta sociedad nuestra evolucionara hacia cuotas de mejor humanidad, al mirar al pasado, además de avergonzarse de unas prácticas deshumanizadoras que duraron tantos siglos, tendría que procurar que la marcha adelante no se detuviera y, mucho menos, retrocediera. Lo digo porque no está garantizado que, en el fluir de la vida, no se produzcan altibajos o retrocesos.

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Para desgracia de los hombres que vivimos en estos tiempos, la esclavitud, si no formal sí material, sigue sólidamente implantada en nuestra sociedad. Esclavos son cuantos se ven precisados a pedir para comer o trabajan duro por remuneraciones que, mientras enriquecen a unos, a ellos los dejan al borde mismo de la indigencia. Hay muchos más esclavos en nuestro tiempo que los que podríamos imaginar a primera vista. Los podemos detectar fácilmente en los ámbitos políticos: los paniaguados o pesebreros que se pliegan a cuanto dicen y hacen sus jefes para no ser defenestrados. Y también en el mundo eclesial: los aduladores y quienes obedecen sin rechistar a los mandamases eclesiales a la espera de que su esclavismo merezca, como recompensa, algunos platos de lentejas. También los hay, y muchos, en el mundo laboral: los trabajadores que tragan carros y carretas con tal de no incomodar al jefecillo de turno para no poner en peligro sus puestos de trabajos. Y no digamos en la sociedad en general, en la que son muy pocos los que se atreven a alzar la voz ante injusticias que claman al cielo.

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Desde el inframundo de los esclavos o esclavizados, el día pega un buen salto al catapultarnos hasta las cumbres celestiales, pues el papa actual, un día como hoy de hace seis años, canonizaba nada menos que a dos de sus predecesores, a Juan XXIII y a Juan Pablo II. Siendo como son las canonizaciones actos espectaculares de propaganda eclesial, pues no en vano se pretende presentar a los cristianos a personas consideradas como ejemplares para que los tomen como modelos, a la vez que en ellos se realza la fuerza de la Iglesia, con la llegada del nuevo papa era de esperar que las canonizaciones se ralentizaran o incluso desaparecieran por innecesarias, pero no ha sido así y no parece que vaya a serlo pronto.

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La dureza de lo que acabo de decir responde a la convicción cristiana de que todo ser humano que muere accede a una forma de vida completamente nueva, que se desarrolla completamente en Dios. Todos los muertos están ya con Dios, han hecho su último viaje “a la casa del padre”. Ahora bien, como el único santo realmente es Dios, todos los que ya están en él participan de su santidad. Puede que la vida de muchos de ellos no haya tenido nada de ejemplar, pero su novedoso status los convierte automáticamente en santos, son santos a todos los efectos. Ninguna otra religión podrá exhibir pruebas tan contundentes para justificar el culto a sus muertos, culto que realza y embellece incluso el culto tributado a Dios mismo. Los santos canonizados, qué duda cabe, también lo son, pero no por ellos mismos, ni por sus excelsas obras, ni por haber probado fehacientemente su condición de ejemplares con los milagros que la Iglesia requiere para canonizarlos, sino por la santidad que reciben de Dios.

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Muchas veces he dicho ya que la festividad de Todos los Santos el 1 de noviembre y la de Todos los Difuntos al día siguiente son realmente la misma fiesta, porque santos son también todos los difuntos. De hecho, la religiosidad popular las mezcla al realizar la visita a los cementerios el día de Todos los Santos. De ahí que la liturgia que se ocupa del rescate de las almas de los difuntos de un imaginario “purgatorio”, que nadie es capaz de situar en ningún lugar  y, menos, de describir sus procedimientos, debería cambiar por completo su perspectiva. Nuestros difuntos ya no dependen de nosotros para nada, tampoco para rezar o hacer ofrendas por ellos, pues han pasado a ser realmente nuestros valedores, personas muy queridas a las que, además de seguir amándolas, debemos invocar para que nos echen una mano en las duras tareas que la vida nos presenta, las mismas que ellos sufrieron a lo largo de sus vidas.

Llegados a este punto, si lo dicho no nos ha mareado y nos quedan fuerzas y ánimos todavía para afrontar una reconversión a fondo, que es lo que hoy está pidiendo a gritos nuestra sociedad, pues es necesario resurgir de las cenizas que deja por doquier el malhadado virus que padecemos, el día también nos presenta un bonito y alentador panorama. Lo digo porque, un día como hoy de 2006,  en la ciudad de Nueva York comenzó a construirse la Torre de la Libertad, conocida como One World Trade Center, en el emplazamiento que ocuparon las Torres Gemelas, derribadas por el atentado terrorista del 11 de septiembre de 2001.

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Cuando la televisión transmitía el hundimiento en directo de unas soberbias torres, que yo había visto crecer piso a piso a lo largo de todo el verano de 1970, pensé que se trataba de los efectos especiales de una película futurista. Solo tardé segundos en darme cuenta de lo que realmente estaba ocurriendo y entonces se apoderó de mi mente una desolación de tal calibre que la humanidad se convertía en puro asco y que la insensata vida humana había llegado a su fin. Pero América entera y el resto del mundo reaccionaron para demostrar que aquello no era el fin, sino un reto muy doloroso para mejorar no solo un enclave determinado de la ciudad de Nueva York, sino también la forma de vida humana, pues, aun anegados en polvo y maltrechos a latigazos, los seres humanos nos sentíamos capaces de seguir encarando el futuro.

Hoy, el One World Trade Center es testigo de las posibilidades de una sociedad humana capaz de rehacerse y de resurgir espléndida de nuevo de sus propias cenizas, como un ave Fénix impresionante para surcar de nuevo los cielos de la esperanza humana. De todos es bien sabido que el ave Fénix es criatura imaginaria de fuego, capaz de elevarse majestuosamente desde las cenizas de su propia destrucción. Como cristiano, no me cabe la más mínima duda de que el Cristo de nuestra fe es la más majestuosa ave Fénix que pudiera imaginarse, pues la fe nos lleva a contemplar la remontada de un cuerpo maltratado y muerto por crucifixión que, tras vencer al imán de la muerte que lo ancla al sepulcro, se eleva resucitado al cielo.

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Eso es precisamente lo que estamos viviendo en estos días. El ciclo litúrgico del tiempo pascual y la nueva perspectiva económica y social, tan cargada de esperanza a pesar de las dificultades en que los nuevos tiempos vienen envueltos, dejan atrás los viejos tiempos muertos que estamos viviendo. ¡Fuera la esclavitud de la peste y el miedo del terrorismo! Es llegado el momento de saborear ya el esplendor de la nueva construcción de la sociedad y de alegrarse de que la fe cristiana nos hace realmente partícipes de la santidad divina.

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com

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