Acción de gracias – 24 Pecado original y Corpus

Comprensión original

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Podríamos decir que toda la liturgia propia de este domingo, con sus dos lecturas epistolares y el evangelio, gira en torno al pecado y, más en concreto, al pecado original. La primera lectura teatraliza una explicación genial, tanto que sigue estructurando la vida de millones de creyentes en nuestro tiempo, muchos siglos después de haber sido expuesta. Así, nos topamos con un Dios encolerizado, que se hace el despistado e interroga sin cesar, como si el “paraíso" en ella pintado fuera una sala de juzgado o un escenario teatral, para pronunciar a fin de cuentas la más cruel de las condenas vengativas o representar la más atrevida de las farsas imaginables. En la segunda lectura, tras un salmo que implora misericordia, san Pablo vuelve a la carga, dirigiéndose a los Corintios, al referirse al “hombre exterior” (el del pecado) y al “hombre interior” (el de la gracia); a “lo que se ve” (efímero) y a “lo que no se ve” (eterno). Y no digamos el evangelio, tomado de san Marcos, en el que se plantea abiertamente la cuestión de si Jesús, pillado seguramente en uno de sus arrebatos mesiánicos, estaba fuera de sí, poseído quizá por el mismo Belcebú, el príncipe de los demonios en persona.

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El discurso de san Pablo a los Corintios nos lleva a la conclusión de que la fe tiene argumentos irrebatibles para mantener en pie la vida humana: la renovación del hombre interior, la esperanza de la resurrección, la solidez de una morada construida por Dios mismo. La fe no es látigo ni amenaza con fuego, sino la fuerza que aporta el “pan de vida”, la sana e indestructible alegría que dimana de la condición de hijos de Dios, la rica herencia que corresponde a tales. Aunque solo fuera por egoísmo, deberíamos abrirle de par en par las puertas de nuestra casa para que habite en ella e impregne nuestra vida de sus dones. Creyendo, siempre tendremos, además, un discurso atractivo para enriquecer la sociedad, lo mismo si es hospitalaria que belicosa.

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Pero la liturgia de hoy también gira en muchas ciudades y pueblos en torno a la eucaristía, pues, para darle mayor solemnidad y esplendor, se retrasa a este domingo la festividad de uno de los tres jueves que “relucen más que el sol”, la celebración del ”Corpus” del jueves pasado. Si la idea de “pecado original” ha sido clave para desplegar una forma de entender el cristianismo que, a mi humilde criterio, ha causado mucho más daño que beneficio a la humanidad, la celebración del Corpus, tan preciosista y aglutinadora en el mundo católico, no le anda a la zaga, en cuanto a desastres teológicos se refiere, a la imaginaria explicación del mal en el mundo que el libro del Génesis atribuye al pecado original, dicho sea todo ello sin ambages y sin ningún miedo a ser tildado de hereje.

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Dado el tremendismo a que pueden conducir las afirmaciones anteriores, ruego al lector sorprendido e incluso soliviantado que no desespere y que se serene para no ver en lo dicho un tormentoso océano teológico, sino un simple vaso de agua refrescante con el que un creyente de a pie trata de saciar su propia sed. ¿Cabe en cabeza humana que el amoroso “padre” en que Jesús ha convertido al iracundo Dios judío del Antiguo Testamento condene a toda la humanidad por la nimiedad de que unos supuestos “primeros padres” atontados comieran una vulgar manzana, contraviniendo una orden caprichosa? Los hechos así lo demuestran, pues ahí tenemos a millones de cristianos que todavía hoy creen a pie juntillas el relato mítico que Moisés inventa como cuento infantil para explicarnos la evidente “maldad” de los hombres de su tiempo, similar a la de los del nuestro.

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Cuando uno se adentra de lleno en el sistema filosófico sobre los valores y contravalores de fray Eladio Chávarri, O.P., al que tantas veces me he referido en este blog, se tiene la sensación de ver claro el fondo del mar de la difícilmente digerible condición humana. Lo digo porque entonces el inmenso “mal” que hay en el mundo y que olímpicamente hemos personificado en el malvado ángel rebelde, Luzbel, príncipe de las tinieblas, queda automáticamente reducido a la condición de los contravalores que perseguimos con ahínco porque, en un momento o circunstancia determinados, se nos muestran como más atractivos que los valores. La del mal es una batalla que se desencadena con fuerza, pero no en la historia y en el escenario del mundo, enfrentando a dos imaginarias fuerzas supremas, a Dios y al Demonio, como si ambos se hubieran enzarzado en una guerra telúrica, sino en el modesto y reducido escenario en que los humanos explotamos nuestras propias potencialidades. Así les ocurrió a nuestros antepasados, nos ocurre a nosotros y seguro que les ocurrirá también a nuestros descendientes. Desde que, muy al principio de haber alcanzado nuestra condición de “homo”, los seres humanos remontamos el vuelo despegando de los anclajes bióticos de la naturaleza, nos hemos convertido en protagonistas responsables únicos de nuestra propia historia, de sus logros y quiebras. Que en ella abunde el mal es prueba clara de que fracasamos con frecuencia, de que avanzamos por dientes de sierra, de que crecemos y decrecemos y de que, mientras lo hacemos, vamos viviendo y muriendo.

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En cuanto a la celebración del Corpus, digamos que la propensión a agarrarnos incluso a un clavo ardiendo para no pegarnos un morrazo nos ha llevado a convertir el sabroso pan de nuestras mesas en soporte de presencias sobrevenidas que pretenden dar cuerpo al ser intangible e invisible de Dios. Jesús no se sirvió del pan en la mesa de su última cena para convertirlo en soporte de su continuidad en el mundo, sino para darse él mismo, en su pasión y resurrección, como “pan de vida” y "bebida de salvación". Cuanto hagamos con ese pan que no sea “comerlo dignamente”, como adorarlo o pasearlo por nuestras calles, carece de sentido, lo desnaturaliza. Cierto que, celebrando el Corpus, hemos creado en torno a él una liturgia preciosa, nutrida de emotivas plegarias y de cantos angélicos, dando pábulo a una piedad mística. El “Dios está aquí” eriza el bello y enciende el espíritu. Pero, por muy bello que resulte todo ello, la piedad en torno a la eucaristía, aunque sobre ella se hayan construido hermosas biografías dignas de veneración y encomio, es inconsistente al desnaturalizarla o desvirtuarla. Como el sacramento que es, la celebración de la eucaristía no debe ir más allá de la significación de las virtualidades propias del pan y del vino, es decir, de su utilización como comida y bebida, como pan de vida y bebida de salvación. Esa es su razón de ser, su enorme grandeza y la solidez máxima del cimiento sobre el que se construye la Iglesia.

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Tras lo dicho, el lector debería apreciar por sí mismo que no intento de ningún modo minusvalorar o depreciar, ni siquiera un ápice, la fuerza y la trascendencia que la eucaristía tiene de por sí para una Iglesia que se identifica con ella, sino potenciarlas como es debido al centrar la vida cristiana en la comunión del pan de vida y de la bebida de salvación en que se convierte Jesús. El Cristo de nuestra fe está presente realmente en la eucaristía, pero no para ser consolado o adorado, sino para ser comido como es debido. Comer ese pan dignamente requiere que, al igual que Jesús, también nosotros partamos y compartamos nuestra propia vida. La eucaristía deja de ser tal si, al celebrarla, no nos convertimos también nosotros en ese mismo pan y nos alimentamos de él, es decir, si no nos comportamos al mismo tiempo como comensales y comida.

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Para consolar, agasajar y adorar al Cristo de nuestra fe, tenemos hoy a nuestro alcance nada menos que a cerca de ocho mil millones de seres humanos en quienes él mismo se nos muestra necesitado e indigente. Refiriéndose al pan de su última cena, Jesús dijo: “esto es mi cuerpo, comedlo”, pero, para que podamos acercarnos a él y servirlo, refiriéndose a cualquier necesitado, dijo: “este soy yo”, como si hubiera dicho: “me hago presente en el pan para que me comáis y en cualquier ser humano, para que me sirváis”. El día en que los cristianos comamos como es debido el pan de vida y veamos en cualquier ser humano a Jesús, seremos realmente luz del tenebroso mundo en que vivimos y fermento de la masa informe de que formamos parte. Celebremos hoy el “Corpus” comiendo dignamente el pan de vida y compartiendo nuestra propia vida. No olvidemos que en la Cena del Señor somos, o debemos ser, al mismo tiempo comensales y comida.

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