Desayuna conmigo (sábado, 18.7.20) Sangre y fuego
Libertad y paja



Por otro lado, un día como hoy de 1936 se declaró el “alzamiento nacional”, cuyo fracaso derivó en una guerra civil que duró casi tres años. Nada nuevo pretendemos decir aquí sobre un acontecimiento sobre el que se han escrito cientos de libros desde la perspectiva de cada uno de los contendientes y que, tras ser él mismo producto de una fractura honda y seria entre los españoles, parece haberse convertido en un fantasma que sigue manteniendo vivo tal horror en nuestro tiempo. Hasta que las dos Españas, las que entonces se cegaron y se cebaron en un fratricidio descomunal, no se miren a los ojos, frente a frente, se den la mano y firmen una auténtica paz, cimentada en la fraternidad que subyace en todo acontecer humano, los españoles no podremos asegurar que hemos superado del todo aquellos horribles tiempos. Cuanto más tardemos en hacerlo, peor para nosotros y para nuestros hijos, pues ese camino no conduce más que a otro precipicio.

Los cristianos ajusticiados en Roma por su fe y los españoles masacrados en España por nimiedades ideológicas son una buena base para entender que hoy se celebre con alborozo en todo el mundo el “día internacional de Nelson Mandela”, un hombre que tanto supo de cárceles y de abusos por algo tan irrelevante e intrascendente como el color de su piel. A él le dedicamos la palabra “libertad” del subtítulo. Al promover este día en 2010, la ONU quiso reconocer “la contribución aportada por el expresidente de Sudáfrica a la cultura de la paz y la libertad”.

Veamos qué pensaba este preso, un hombre tan sencillo y transparente, que fue aclamado presidente de su propia nación y promotor de la convivencia en paz en Sudáfrica de los blancos y los negros. “Lo más fácil -dijo- es romper y destruir. Los héroes son los que firman la paz y construyen”; “la eliminación de la pobreza no es un gesto de caridad. Es un acto de justicia. Es la protección de un derecho humano fundamental, el derecho a la dignidad y a una vida decente”; “la libertad no se puede lograr a menos que las mujeres hayan sido emancipadas de toda forma de opresión”. Nada se puede objetar a un pensamiento tan diáfano y fundado, avalado, además, por razones que su autor llevaba grabadas a sangre y fuego en su propia carne. Cada uno de esos pensamientos daría para un opíparo desayuno. Que estas pocas líneas le sirvan de homenaje.

Si la palabra “libertad” del subtítulo la hemos tomado de Mandela, la de “paja” contigua la tomamos nada menos que de Santo Tomás de Aquino, canonizado un día como hoy de 1323. Durante años me tocó estudiar su filosofía y su teología y, por razón del título pertinente, juré en un momento determinado defender su doctrina. No hay espacio aquí para valorar el alcance y la profundidad de unos desarrollos teológicos trascendentales para el devenir de la Iglesia católica, aunque no me resisto a reproducir la siguiente pincelada de su biografía: es uno de los grandes santos que Dios ha dado a su Iglesia. Merece ser conocido, venerado, invocado. Su lección de vida y doctrina cristiana no debe caer en el olvido. La Iglesia del tercer milenio lo necesita como guía espiritual. Quienes tienen familiaridad con su obra y le tienen devoción lo designan como “el más santo entre los sabios y el más sabio de los santos”.
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Básteme referirme aquí, de paso, a una preciosa anécdota que se cuenta de él al final casi de su vida y que tiene todos los visos de verosimilitud: tras haber tenido una especie de éxtasis o una profunda experiencia mística, dijo que su monumental obra, comparada con lo que le había sido revelado en esa situación, no era más que paja. De hecho, a partir de ese momento y hasta su muerte apenas escribió nada más. La anécdota referida nos da cuenta de una valoración que pone muy de relieve el alto contenido de la esperanza cristiana, aunque esta se cimente en pura confianza, pues nadie ha visto lo que Dios nos tiene preparado (1 Cor 2:9). La esperanza cristiana debería ser el más poderoso motor de la evangelización, incluso en las situaciones más dramáticas y adversas en que pueda verse envuelto el predicador. Más allá de todas las elucubraciones humanas, incluso de las teológicas, está la certeza absoluta de que existimos y de que ese hecho no depende en absoluto de nosotros mismos. Podrán arrebatarnos la vida, pero nadie, ni siquiera Dios salvo que incurra en contradicción, podrá arrebatarnos el ser que se nos ha dado. Y el ser que somos lleva consigo un esplendor que todavía no ha sido desplegado.

Para fortificar esa esperanza ni siquiera necesitamos acudir a la “infalibilidad papal”, definida como dogma un día como hoy de 1870 en el concilio Vaticano I, definición que a nada conduce más que a expresar la osadía de unos hombres dispuestos a defender a ultranza sus propios intereses. Papas ha habido después que, al hablar del celibato sacerdotal y del posible sacerdocio femenino, se han atrevido a insinuar o dejar traslucir que su negativa era definitiva, cuasi “infalible”, y, sin embargo, ahí estamos muchos, gritando en nuestro tiempo la conveniencia palmaria de que sus noes se vuelvan pronto síes para el bien espiritual del mundo en que vivimos.

Sangre y fuego, libertad y paja han venido a nutrirnos como es debido esta mañana, cuyo horizonte amanece cargado, por igual, de nubarrones y esperanzas. Quedémonos con que la sangre de cristianos es semilla; con que matar, de cualquier manera que se haga, a nada conduce y es malo de por sí; con que la gran libertad de los hijos de Dios crece y se consolida en la brega diaria; con que Dios proyecta su rostro sobre nosotros en cada acontecer y, sobre todo, con que esa proyección, cuando alcance su plenitud, convertirá en paja las claridades y los placeres con que hemos ido tejiendo nuestra existencia.
Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com