Desayuna conmigo (domingo, 13.12.20) “Se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador”

El alegre mundo de los ciegos españoles

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Si nos viéramos en la tesitura de condensar en un par de vocablos lo que es el cristianismo, igual que la ley lo hace en dos mandamientos, puede que los más densos fueran, en el nivel llamado “natural”, los de vida-muerte, y, en el “sobrenatural”, los de gracia-pecado o bien-mal. Hay otros muchos con no menos virtualidades significativas, como cielo-infierno, virtud-vicio, humanidad-inhumanidad, y los que a mí me parecen más determinantes y significativos, valor-contravalor. Obviamente, el cristianismo es la fuerza, la luz y la sal que contienen los primeros de cada par señalado, siempre en pugna abierta con sus contrarios. En ese escenario, la repercusión psicológica de la paciente espera de una Navidad ya próxima, que es la liturgia de este domingo, produce un profundo sentimiento de alegría, opuesto naturalmente al de tristeza, como lo más apropiado para adentrarse en la plenitud mesiánica que va a comenzar. El cristianismo, al inyectar esperanza en el cuerpo del hombre, produce indefectiblemente alegría, sentimiento o estado de ánimo que nos mantiene vivos y activos, incluso en las situaciones dramáticas.

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El cantor del Salmo 122 inicia su canto proclamando la alegría que siente cuando le dijeron: “vamos a la casa del Señor”. Ahora bien, nosotros sabemos que el cristianismo que profesamos es todo él, igual que la vida misma, un camino de retorno a la casa del Señor, la gracia que se aleja del pecado, el valor que se sobrepone a todo contravalor. También la muerte, el mayor de los enigmas a que nos enfrentamos, tiene ese mismo sentido y desarrollo. Hace unos años, me conmovió profundamente la noticia que me comunicó la superiora de un convento francés sobre la muerte de una religiosa a la que yo profesaba gran afecto, al escribirme: “Elle est partie pour la maison du Père le…” (ella partió para la casa del Padre el día…). La sensación de soledad, tan demoledora y enraizada en la psique humana como secuela de la impotencia absoluta que sentimos frente al tiempo, se desvanece por completo en cuanto percibimos que estamos en ruta y que retornamos a la casa que atesora nuestros bienes, la casa de nuestro padre, cual hijos pródigos que no habían calibrado bien el alcance de una libertad desmadrada.

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El profeta Isaías, cual novio coronado o novia engalanada, como tierra fecunda o jardín floreciente, siente la inmensa alegría de comunicar una “buena noticia” que alivia a los que sufren, venda los corazones rotos, redime a los cautivos y libera a los presos, proclamando un “año de gracia” del Señor. ¡Qué necesitados estamos en nuestros días de buenas noticias y qué daño nos hacen las malas! A la alegría del profeta se suma hoy. en la celebración litúrgica de este domingo, la del salmista cuando canta: “se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador “, pues la buena noticia de que es portador anuncia la salvación. Los cristianos, tras cumplir el consejo de san Pablo a los tesalonicenses sobre la perseverancia en la oración y la conveniencia de dar gracias a Dios en toda ocasión, no deberíamos olvidar jamás su tajante orden: “estad siempre alegres”. La razón de tan sólida y duradera alegría la anuncia el Bautista en el evangelio al asegurar a sus seguidores que, mientras él bautiza en agua, entre ellos hay uno que los bautizará en Espíritu.

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Llegados a este punto, uno no puede menos de sentirse descorazonado por la enorme carga de tristeza con que el cristianismo ha amargado la vida de millones de seres humanos a los que durante siglos ha sometido al látigo de una posible condena eterna. La caricatura de un horroroso infierno como posible destino eterno ha sido posiblemente la más grande salvajada intelectual y la más miserable perversión moral que se ha podido idear para amarrar fuertemente las mentes y las voluntades de dóciles y acríticos adeptos. El miedo ha sido instrumentado como la más poderosa arma por pastores, evangelizadores y directores espirituales para cumplir su loable misión de atar y desatar, seguramente con tanta buena voluntad como desatino al ignorar fatalmente algo tan palmario y determinante en el orden psicológico como que el amor es infinitamente más poderoso que el odio o como que la confianza también lo es con relación al miedo. El cristianismo solo puede ser un plus de gracia, de bien, de humanidad y de valor; en definitiva, un plus de alegría que despeja el horizonte de toda tristeza, por muy dura y dolorosa que resulte la vida. Solo predicado así podrá aportar luz y esperanza a los hombres de nuestro tiempo, inmunes a los castigos eternos.

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Este domingo, tan lleno de la esperanza de salvación que nos aportará la ansiada vacuna contra el coronavirus y de la expectativa de que la próxima Navidad no quede huérfana de “humanidad” al cortar las alas a la manifestación tan necesaria de los sentimientos de amistad y familiaridad, nos traslada ahora a un curioso escenario, encuadrado entre dos acontecimientos de signo contrario y de desigual repercusión, que tuvieron lugar un día como hoy: el del inicio del Concilio de Trento en 1545 y el del encuentro entre el papa JPII y el patriarca de los cristianos armenios, Kerekin I, en 1996, el primero para consolidar una fractura cuando estaba en pleno apogeo,  y el segundo para poner fin a una división de más de mil quinientos años.

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No se trata de descubrir ahora nada nuevo, sino de constatar únicamente que el de Trento, el Concilio posiblemente de más peso de toda la historia cristiana, se propuso “definir la doctrina católica y disciplinar a sus miembros, condenando la herejía de la Reforma… Su importancia histórica se debe a haber definido la doctrina de la Iglesia sobre la Sagrada Escritura, la Tradición y los Sacramentos…, la presencia real de Cristo en la Eucaristía y la justificación por la fe y por las obras”.Esa firmeza y contundencia frente a los muchos intereses políticos y económicos que se jugaban en Europa en el s. XVI consumaron la fractura protestante, cuyas secuelas negativas sufrimos todavía en nuestro tiempo. Por el contrario, el abrazo entre el papa y el patriarca armenio, sin ahondar en profundidades doctrinales que no rebasarían las de una piscina infantil, ha venido a certificar el profundo cambio de mentalidad que supuso el inicio, hace ya más de un siglo, de la etapa “ecuménica” de la Iglesia de Cristo, cambio al que el recién publicado “Vademécum ecuménico” del papa Francisco ha dado un fuerte impulso. Siendo curioso de estos temas, me atrevo a asegurar que el ecumenismo tendrá que seguir al pie de la letra, aunque en sentido inverso, el largo recorrido de las fracturas que el cristianismo ha sufrido a lo largo de la historia, fracturas que se originaron y consolidaron no por motivos de fe o doctrinales, sino por motivos políticos y económicos que se justificaron en supuestas diferencias en la interpretación y en la forma de vivir una misma fe. Un largo recorrido, caminando de espaldas, requiere ahora otro similar, caminando de cara. Es preciso desandar juntos lo andado por separado. Subrayemos de paso, en el contexto de este domingo de “gaudete” (alegraos), que el deseo y la esperanza de la unidad de los cristianos, que nunca podrá volver a ser la uniformidad empobrecedora de antaño, son un motivo sólido de gran alegría.

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Permítaseme todavía una palabra para realzar el hecho de que, un día como hoy de 1938, tuviera lugar en España la creación de la ONCE, la institución que, en términos evangélicos, ha traído luz a los ojos de tantos ciegos. La ONCE es el resultado de la unión de la confederación bética y de un grupo de Burgos que, en plena guerra civil española, ya se venían ocupando de los ciegos de sus demarcaciones. Hablamos de una ONG de enorme trascendencia para la vida española, pues la ONCE facilita, en la actualidad, la vida de aproximadamente setenta y cinco mil discapacitados que viven de su trabajo, no de la caridad de una limosna pública. Dentro de la desgracia que es la discapacidad de la ceguera, no deja de ser motivo de alegría que exista una organización como esa, dotada de tantos medios y en la que están depositadas las esperanzas de muchos que, de otro modo, se las verían muy mal. Sobre la desgracia de estar ciego, recuerdo que, hace unos años, al lamentar ante uno de los altos dirigentes de la ONCE, totalmente ciego, la desgracia de la pérdida de la vista, él me contestó sonriente: “¡ojalá que todas las desgracias que padecen los hombres fueran como esta”, expresando con alegría que él se sentía plenamente realizado y feliz. Hagamos caso al apóstol y estemos siempre alegres, pues no en vano somos cristianos.

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com

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