A salto de mata – 59 El “sobre” cristiano

La más sólida razón de ser

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En nuestro afán de esclarecer lo que es o debe ser hoy el cristianismo que profesa la mayoría de los seguidores de este blog, ya nos hemos referido expresamente a lo que la fe cristiana añade realmente a nuestra condición humana, descubriendo, seguramente con la sorpresa de muchos, que la potencia y despliega su plenitud. El creyente sabe que su fe corona de gloria la pesada y difícil andadura humana, tan llena de suyo de dudas, miedos y zozobras. Nunca debemos perder de vista que, objetivamente, hay mil fundadas razones por las que muchos hombres consideran esta vida como un auténtico asco. Piénsese, por ejemplo, en la desesperación que producen la fatalidad del destino y la impotencia humana frente a los tremendos terremotos que han asolado estos días zonas muy vulnerables de Turquía y Siria. No es de extrañar que cientos de miles de seres humanos desprecien cada año su propia vida hasta el extremo de optar por el suicidio quitándose de en medio.

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Pero dejemos de lado, aunque solo sea un momento, tanta calamidad, para fijarnos en lo positivo, en lo bello y en el gran atractivo que es de por sí la vida misma. En los acomplejados tiempos que vivimos, en los que muchos, buscando seguramente un equilibrio, califican cualquier bagatela anteponiendo los aumentativos súper-híper-mega a cualquier adjetivo laudatorio, al cristiano le basta un sencillo “sobre” antepuesto a todo lo que se considera natural para convertirlo en “sobrenatural”, como si se tratara de un orden superior o de realidades distintas, cuando lo que ocurre es que se ve con otros ojos la única realidad existente. Dejemos constancia, de paso, de que hablar de dos “órdenes” distintos, el natural y el sobrenatural, ha causado grandes daños en lo que se refiere a la implantación y al crecimiento del cristianismo en nuestras sociedades por haber alimentado un demoledor maniqueísmo que contamina todo y que, lamentablemente, sigue todavía muy vigoroso en la actual sociedad y en muchas de las iglesias cristianas.

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Los textos litúrgicos de este domingo abundan en la línea de reflexión que hoy nos hemos fijado al pedirnos que valoremos la vida humana mucho más de lo que alcanzan a ver nuestros ojos y que profundicemos en ella mucho más incluso que lo que nos permiten nuestras depuradas técnicas psicológicas. El Eclesiástico nos asegura que Dios se ocupa de nosotros mucho más de lo que lo hacemos nosotros mismos, pues conoce a fondo nuestro comportamiento, que se desarrolla en un ambiente de libertad que a nadie obliga a ser impío y a nadie autoriza a pecar. De ahí que el Salmo proclame la dicha de quien busca a Dios y se atiene a su voluntad, certeza que arma de razón al Apóstol Pablo al asegurarnos que la insondable sabiduría de Dios nos ha preparado un destino que desborda nuestro pensamiento y deslumbra nuestros ojos, mientras que Jesús mismo, en el evangelio de hoy, proclamando su fidelidad inquebrantable a la ley, la resume y la condensa en el amor incondicional a Dios y a los hermanos.

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En este contexto, suenan muy dulces los versos místicos de nuestra más famosa abulense, los que cantan su desgarrado “vivo sin vivir en mí/ y tan alta vida espero / que muero porque no muero”. ¡La vida al revés! Vida que acontece como muerte y muerte que deriva en resurrección. Tan revolucionario cambio se debe a una fe cristiana que ciega nuestra mente al limpiarla para que penetre en ella la iluminación divina. Hablamos claramente de algo natural que deviene en sobrenatural con toda naturalidad, de punzadas dolorosasque se tornan en pulsiones de alegría indestructible por la fuerza de una palabra sanadora. Nada tiene de extraño que muchos cristianos, tras renunciar olímpicamente a los bienes más atractivos de este mundo por fidelidad a las consignas evangélicas, parezca que han perdido la razón porque su lógica no cabe en nuestras cabezas ni los motivos de su obran se armonizan con los nuestros.

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Razón, ciencia y sociedad son claves que nos sirven para hacer una valoración objetiva de los aportes de la fe cristiana a nuestra forma de vida. Visto desde cualquiera de esas atalayas, sin extorsionarla aunque la someta a un serio reto, lo cristiano catapulta nuestra forma de vida hacia una plena confianza en el Dios benigno que la sustenta, la ilumina y le inyecta alegría. Partiendo de la razón, el pensamiento cristiano deriva rápidamente no solo en amorosa compenetración mística, sino también en una especie de disolución entitativa panteísta. Desde luego, el panteísmo como forma de abordar la razón última de todo lo existente ofrece a nuestro cacao mental una salida esplendorosa que evapora por completo la nimiedad humana y reduce la nada a mero concepto dialéctico. La nada pierde así su densa entidad conceptual y deja libre el espacio mental para que lo ocupe la existencia. De ese modo, se comprende fácilmente que el paraíso que Dios nos tiene preparado, ese que nuestros ojos no pueden ver y que nuestros oídos no son capaces de oír, sea Dios mismo. A la postre, igual que al principio, categorías temporales ambas únicamente aplicables a nuestro periplo vital, lo único que realmente existe es Dios, y nosotros envueltos en él. De ahí que me parezca (como ya he dicho alguna otra vez) que la prueba apodíctica de la existencia de Dios sea que existe el interlocutor por muy ateo que se crea. ¿Cómo no ver siquiera un atisbo de Dios en el espejo suyo que somos cada uno de nosotros? Desde luego, resulta mucho más opaco y enigmático creer que Dios no existe porque, en tal supuesto, uno se queda sin asidero mental del que colgarse. Puede que el panteísmo sea una repugnante herejía, pero afortunadamente rebosa verdad. De hecho, los textos litúrgicos de este domingo destilan todos ellos un delicioso y fecundo aroma panteísta.

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La ciencia, por su parte, tan avanzada en nuestro tiempo, nos ofrece motivos sobrados para vivir en asombro permanente. Los cortos y laboriosos pasos que la investigación va dando conducen invariablemente a la admiración de la inagotable potencialidad de la materia. Los asombrosos adelantos de las ciencias y las técnicas, afortunadamente tan frecuentes en nuestro tiempo, no solo mejoran nuestra salud y favorecen la longevidad, sino también facilitan las relaciones sociales y multiplican industrialmente los productos que consumimos. Gracias a ellas, hoy somos muchos más y vivimos mucho más tiempo y mejor. Al científico honesto no le cabe otra que vivir a fondo el asombro permanente que le produce el tesoro inagotable del trozo de materia que maneja en su laboratorio. En esta perspectiva científica, la fe nos asegura que la rica naturaleza que manejamos es toda ella obra de Dios, manifestación maravillosa de su presencia y certificado de una riqueza oculta que ni nuestra mente ni nuestra sensibilidad podrán abarcar y menos agotar.

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Si abordamos el tema desde la perspectiva de la sociedad, la religión cristiana no hace otra cosa que fortalecer sus raíces y cumplir a plena satisfacción sus ansiedades más profundas. Debido a que somos gregarios y a que, por ello precisamente, no podemos vivir los unos sin los otros, la sociedad brota espontáneamente de la necesidad imperiosa de la ayuda mutua. Pues bien, la fe cristiana encumbra nuestra condición social al fundamentarla y construirla sobre un amor que obliga a dar lo mejor de sí. Siendo la sociedad de por sí cooperación, el cristianismo le añade el enorme plus de “comunión” o comunidad, estructurada sobre el amor que nos debemos a nosotros mismos, a nuestros semejantes y al Dios en quien confiamos plenamente como cristianos. Sin duda, el amor es mucho más emprendedor que el odio. Por obvio que sea el conocido adagio latino, atribuido a Cicerón, intellectus apretatus, discurrit qui rabiat (los apuros afinan el discurso), cuyo tino certifican las situaciones límite que producen las guerras y los odios que tanto agudizan el ingenio humano, lo cierto es que un “intelecto relajado” discurre mucho más y mucho mejor. El amor a uno mismo y al mundo en que vive y la paz que brota a raudales de ese mismo amor abren siempre nuevos horizontes y esclarecen los razonamientos sobre lo existente y lo que acontece. Por mucho que los odios y los conflictos bélicos hagan progresar los conocimientos científicos y técnicos y contribuyan a inventar artilugios de castigo, es la paz la que realmente hace que los pueblos progresen y mejoren. Sin duda, la fuerza del enamorado es muy superior a la del enrabietado. De hecho, el amor conduce a metas que jamás podrá alcanzar el odio.

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Por lo demás, bastaría que nos preguntáramos seria y honestamente qué alternativa se nos ofrece sin la proyección que de nuestra vida hace la fe cristiana. De tener la valentía de no rehuir el tema, como avestruces que meten la cabeza bajo el ala ante el menor peligro, deberíamos confesar que en tal supuesto el panorama se presenta francamente muy negro. Si realmente la muerte es un muro infranqueable contra el que inevitablemente nos estrellaremos un día para quedar definitivamente aniquilados, de poco nos servirá el consuelo de convertir la vida en un frenesí incesante, amparándose en algo tan basto y animal como que me quiten lo bailao, no solo por la obvia razón de su brevedad, aunque uno viva cien años, sino también por los latigazos que inevitablemente irá descargando, día sí y día también, el despiadado juego sin posible victoria en que, en ese supuesto, se convertiría la vida. Pero, si el mundo es un caos maravillosamente ordenado con todas sus fuerzas perfectamente concatenadas y, además, está lleno de tesoros que ni siquiera podemos divisar desde la altura que han alcanzado las ciencias y las técnicas en los inicios de este tercer milenio nuestro, no es de recibo que alguien nos venga con el cuento de que todo en esta vida es una mierda y de que, como remate final, nos espera la nada. No necesito insistir en que la nada no es un lugar en el que uno pueda recluirse cómodamente a perpetuidad, ni en que, por más que muchos lo pretendan, nadie nos podrá librar jamás del tormento de indagar la razón última de las cosas, razón esclarecedora. Es precisamente el tormento de la vida (la cruz) lo que nos conduce, paradójicamente, a la confianza de que existimos para algo y de que nuestro particular proceso vital, por mucho que nos toque sufrir, es sólidamente gozoso.

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