A salto de mata – 20 Del ser al estar eclesial

Por una revolución copernicana en el cristianismo

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Los seguidores de este blog saben muy bien que llevo años embarcado en la dura e ingrata tarea de hacer una lectura audaz del cristianismo con la única intención de inyectar vida en el muermo de Iglesia con el que nos toca lidiar en nuestro tiempo. Pido sinceras disculpas por aparentar lo que no es, pues el salto cualitativo del ser al estar eclesial y la revolución copernicana en el cristianismo, título de esta reflexión, no pretenden inyectar estimulantes en la vena de la Iglesia, sino desbrozar caminos y eliminar añadidos atosigantes para que la vida de que es portadora siga aflorando vigorosa también en nuestro tiempo. La audacia requerida proviene del arrojo para rozar zarzas, un duro quehacer agreste que me ha tocado realizar de vez en cuando y que afortunadamente todavía puedo seguir haciendo de tarde en tarde, y del valor necesario para eliminar sobreañadidos punzantes que hacen sangrar seguramente a muchos de los que, con entrega y buena voluntad, se esfuerzan hoy por fortalecer y embellecer la Iglesia que tanto nos preocupa.

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Como faro, podríamos fijarnos en que el “estar” de la Iglesia en las sociedades de nuestro tiempo debe manifestar el “ser” recibido, bien acoplado al medio, y mejorarlo por la fuerza expansiva de la vida que bulle en su seno. Pero ella misma es producto de una clara evolución que arranca de la vida y obra de Jesús de Nazaret. Nadie puede afirmar con razones fundadas que fuera “católico” Jesús, aquel judío a carta cabal, elegido para anunciar y plasmar en su persona y en su mensaje la consumación inminente de la promesa que el Dios de sus padres había hecho a su pueblo en la persona de Abrahán. Él mismo evolucionó de Jesús a Jesucristo tras convertir su vida y obra en fundamento y alimento de una comunidad de adoración y de mutua ayuda, regida por un amor que no tiene líneas rojas. Jesús sabía muy bien que la “nueva alianza”, que acontecía en su persona y en su vida, no era ni copia ni abolición de la antigua, sino su consumación. El “id y enseñad a todas las gentes” irrumpía así en la primitiva comunidad cristiana como un mandato de consumación que, rompiendo barreras, convertía en universal una promesa particular.

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Los católicos no deberíamos perder de vista que la Iglesia primitiva se enfrentó, en cuanto comenzó a tomar conciencia de su propia entidad, a un enorme dilema que costó sangre, sudor y lágrima al apóstol Pablo, aunque toda su teología estuviera sometida al binomio sacrificio-pecado como fiel de la balanza de salvación. Nos referimos a la incorporación de los paganos que creían en el mesías Jesús a la comunidad de sus seguidores judíos. La conciencia clara de que para ser también ellos beneficiarios de la promesa hecha a Abrahán y realizada en Jesús tenían que hacerse judíos de alguna manera desencadenó la enconada polémica en la que Pablo tuvo que fajarse a fondo y luchar como un león para que no se les exigiera el cumplimiento de todas las leyes judías, incluida la circuncisión. La promesa hecha a Abrahán de ser padre de muchas naciones, dada la premura de los tiempos por la proximidad del fin del mundo, no permitía cruzarse de brazos a la hora de invitar a los paganos del mundo conocido a convertirse en hijos adoptivos del pueblo judío para que también ellos pudieran beneficiarse, como descendientes de Abrahán, de la promesa de salvación que Dios le había hecho y que acababa de cumplirse en Jesús.  

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La incipiente comunidad cristiana no se desgajó del pueblo de la promesa, pero la incorporación a ese pueblo de paganos incircuncisos que creían en el Mesías supuso una revolución mental y procedimental de mucho más calado que el hecho de que hoy, por ejemplo, los homosexuales se acomoden en la Iglesia y se reconozca su plena membresía. El retraso palmario del fin del mundo obligó a la primitiva comunidad a ahondar en la comprensión del mensaje de Jesús hasta considerar que la Iglesia era realmente el grano de mostaza evangélico que crecía lentamente de forma autónoma hasta convertirse en un árbol frondoso en cuyas ramas pudieran posarse todas las aves del cielo. La deriva del judaísmo y su beligerancia incesante llevaron a los cristianos no solo a distanciarse de los judíos, sino también a insultarlos como deicidas, habida cuenta del embrollo procesal de la condena a muerte de Jesús, por meras conveniencias apologéticas y pastorales. Afortunadamente, las investigaciones modernas sobre tan oscuro proceso han ayudado a corregir tamaño desvarío hasta el punto de que hoy los cristianos podemos considerar a los judíos como nuestros hermanos mayores, pues, a fin de cuentas, fue en su cultura y en su forma de entender el mundo donde surgió la figura de Jesús y nuestra Iglesia.

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Parece que los signos de los tiempos claman que el Espíritu Santo, que con tanta facilidad y profusión se derramó sobre los miembros de la Iglesia cristiana naciente, vuelva en nuestros días por sus fueros para bautizarnos también a nosotros con fuego de conversión y ayudarnos a cumplir como es debido nuestros compromisos cristianos. Su soplo, que se muestra siempre como un fuerte vendaval, ha comenzado a salir de los templos para remover los cuatro puntos cardinales a fin de que sus dones de perdón y de amor florezcan en todas partes, pues vivimos tiempos cuyas carencias y dolencias invitan a compartir haberes y talentos sin remilgos ni sometimiento a ningún tipo de fronteras. Ya no vale que la Iglesia se comporte como refugio de salvación o como comunidad enclaustrada para proteger a sus miembros de la contaminación mundana. Los tiempos denuncian que nuestra actual forma de vida, tan plegada a la individualidad egoísta y devota del dinero, deje paso a otra que sea mucho mejor, en la que desempeñen su papel las bienaventuranzas evangélicas y el dinero solo sirva a la vida y al bienestar de los ciudadanos. Por la fuerza del vendaval que alberga en su seno, la Iglesia, que se ha quedado ciega de tanto mirar el Sol, debe tener hoy la valentía de predicar claramente que el único camino de retorno a Dios pasa forzosamente por el hombre. Para recobrar la vista sobre el auténtico acontecer de Jesús de Nazaret, del que confiesa ser memorial, debe fijarse en la hermosura de todo ser humano y ayudarlo a desplegar la envergadura de su ser, perdonando sus debilidades y reparando con él sus propias quiebras. En lo sucesivo, su misión no consistirá en salvaguardar grupos de elegidos en recintos de oración, sino en lanzarse de lleno a las cloacas de la vida para rescatar a los seres humanos de sus mierdas y locuras. Por muchas vueltas que le demos o elucubraciones que forjemos, solo en el amor se sabrá que somos seguidores de Jesús.

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Tal es el cambio copernicano que en este blog propugnamos: deponer el empeño de mirar continuamente al cielo para descubrir a Dios, como si de un agujero negro situado a millones de años luz se tratara, para verlo pegado a nuestras mismas narices, en el rostro sufriente de tantos hombres heridos y doblegados. Hablamos de un cristianismo que está no solo en la cabeza y en el corazón, sino también y sobre todo en las manos con que debemos compartir nuestro tiempo y nuestros haberes. Propugnamos, por tanto, una revolución que remueva solo las estructuras sociales de nuestra Iglesia, pues son millones los cristianos que también en nuestro tiempo viven a fondo las exigencias de su fe. Cristianos así los hay en las altas jerarquías y en el desempeño de los más humildes ministerios. Pero donde más abundan es, seguramente, en el pueblo llano. Hablo de cuantos cristianos, en el más absoluto anonimato, ahorman sus vidas conforme a las bienaventuranzas evangélicas y viven con gran coraje el mandamiento nuevo de Jesús. "Católicos practicantes" no son realmente los cristianos que van los domingos a misa, sino los que sostienen los dispensarios y los comedores gratuitos; los que alivian las penalidades de los vagabundos; los que amortiguan el dolor de los enfermos y alegran un poco sus vidas, sea en sus domicilios o en los hospitales; los que procuran que pueblos enteros, abandonados por sus gobiernos depredadores, puedan cultivar su tierra, conseguir agua y educarse como les corresponde.

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Igual que el dinero debe descender de su hornacina para funcionar solo como potentísimo instrumento de vida y bienestar, la institución eclesial debe abandonar la corte feudal en que se ha instalado para inyectar fuerza a una acción misional que rescate a los seres humanos de sí mismos. El laicado no es un conglomerado informe de lacayos, ni el presbiterado un privilegio ministerial, ni el episcopado la plenitud sacerdotal. En cierta ocasión, un obispo, que se sentía investido de la plenitud sacerdotal y que hablaba como poseído por un espíritu, confesó que él era la “mismidad de Dios”. ¡Soberana tontería o descomunal disparate teológico! La plenitud del sacerdocio y la “mismidad” de Dios están solo en la persona humana, aunque sea un desecho social o desempeñe una humilde función en la sociedad. Los cristianos debemos tener siempre presente lo de “tuve hambre y sed y estuve enfermo”. La “sacralidad” no es un vestido que uno pueda lucir ni la propiedad de los utensilios de culto, sino la santidad exclusiva de Dios que se derrama sobre toda su obra de creación. Adoptemos el punto de mira que adoptemos, la contemplación legítima de este mundo solo puede ser divina. 

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