A salto de mata - 50 De lobos y corderos

Ensoñación mesiánica

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A medida que disminuye el año que figura en el almanaque colgado en la pared de la cocina, se va abriendo paso el año litúrgico con la esperanza mesiánica que impregna el Adviento. Mientras aquel cierra etapas y añade años al decurso de nuestra vida, este renueva las vivencias del gran acontecimiento de la salvación. Las circunstancias políticas y económicas que conforman el paisaje de los “belenes” de este año son, si no negras de un negro a rabiar, sí grises oscuras. El cielo de nuestros hermosos “nacimientos” está este año poblado, en vez de por estrellas-guía, por explosiones de misiles asesinos, y sus caminos, en vez de hollados por los camellos de Reyes Magos, están abarrotados de tanques y de gentes que huyen despavoridas de sus hogares hacia destinos inciertos con el único bagaje de la esperanza en que vengan tiempos mejores. Uno tiene que tener derecho, cuando menos, a vivir en paz y a que le dejen rumiar sus ascos para acoplarse a la pobreza que producen muchos de los que dicen trabajar por su “redención”.

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Isaías plasma magistralmente en el texto seleccionado para la primera lectura litúrgica de hoy el anhelo o la ensoñación mesiánica que afortunadamente acompaña toda trayectoria humana: la esperanza de que llegará un momento en que todo cambie radicalmente de tal manera que el sinnúmero de contravalores que cultivamos decrezca y adelgace su entidad, para dejar espacio a los valores que acrecen nuestra humanidad. ¿Por qué lo lobos han de seguir comiéndose a los corderos y los áspides ser tan peligrosos para nuestros confiados niños? Vendrá un tiempo en que seremos capaces de domesticar el lobo, enseñándole a ser vegetariano para que no devore el cordero, y en que el áspid se comporte como juguete vivo e inocuo para nuestros pequeños.

3

Impresiona hondamente la catarata de imágenes que el profeta ofrece para describir el momento mesiánico que traerá maravillosos y radicales cambios utópicos. Pero, ¿puede realmente haber algo más portentoso que la mierda fermente y se transforme en nutriente vegetal; que un grito estentóreo pierda decibelios, derive en melodía y convierta la amenazadora expresión facial en una hermosa sonrisa, y, finalmente, que con el dinero gastado en tanques y fusiles se fabriquen tractores y arados? Por mucho que todo ello suene a utopía, a fantasía y a pura ensoñación poética o mística, no solo es posible, sino que afortunadamente acontece a diario millones de veces en muchos lugares del perro mundo que habitamos. Puede que no seamos pocos los que no creemos en milagros de tan poca monta y trascendencia como resucitar un muerto (¿para qué, si volverá a tener que morir pronto?), pero sí que lo hacemos en milagros tan esplendorosos como que nos amemos unos a otros, como que alguien sea capaz de poner en serio peligro su vida para salvar la de otro, como que uno se prive de un sabroso bocado para alimentar a un hambriento.

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La vida es de hecho un extraordinario milagro que se gesta y perdura gracias a los millones de maravillosas fuerzas que confluyen en el hálito vital que el cristianismo ha dado en llamar alma, tan complejo de suyo que, no pudiendo dar cuenta de su entidad, los científicos confiesan abiertamente su ignorancia y los creyentes lo atribuyen a una creación directa e individualizada del mismo Dios. Desde luego, la vida es un tesoro, el mayor bien que un mortal posee y, sin embargo, por el brillo del oropel de contravalores ramplones, la devaluamos hasta el extremo de que en muchas situaciones no valga ni un comino. Así es desgraciadamente para quien provoca y declara una guerra, para quien agrede y mata a su pareja, a su vecino o a su oponente, para quien desespera al verse incapaz de franquear los muros que le salen al paso. ¿Qué vale realmente la vida humana en un campo de batalla? ¿En qué media aprecia un asesino la vida ajena o un suicida la propia? Y, sin embargo, aunque tantas veces se convierta en mercancía de saldo, la vida es el mayor tesoro que poseemos.

5

Refiriéndose a los tiempos mesiánicos, que ya han llegado o están a punto de hacerlo, Juan el Bautista habla en el evangelio de hoy, tomado de San Mateo, de tiempos turbulentos, de radicales cambios de rumbo, de bautismos de agua y espíritu, de hachas que talan árboles y, en suma, de que es llegado el tiempo de tomarse la vida muy en serio. Por su parte, San Pablo, dirigiéndose a los Romanos, abre las entrañas del judaísmo para acoger en su seno salvador a los gentiles en la que tal vez haya sido la mayor fractura o revolución cultural de nuestra historia: Jesús, que sigue vivo entre nosotros, lo ha llamado personalmente a él y lo ha escogido para llevar el mensaje de salvación, reservado hasta entonces a los judíos, a los confines de la tierra. El mesianismo ha dejado de ser una semilla exclusiva para eclosionar en un frondoso árbol que cobija a todas las aves del cielo. Se ha roto para siempre el mayor muro de la vergüenza cultural y religiosa entre el judío y el gentil hasta fundirse ambos en la poderosa personalidad redentora del Mesías largamente esperado.

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También en nuestro tiempo Juan sigue bautizando para plasmar el arrepentimiento a que los hombres debemos someternos a diario, y Pablo, predicando la misma buena nueva de un mesianismo que se abre paso a base de esfuerzo en nuestra alambicada sociedad. La sangre de los mártires sigue siendo semilla de nuevos y fervorosos creyentes. No es momento ni de escudriñar la mente ni de hurgar en la historia en busca de razones para creer o dejar de hacerlo, sino de encarar los problemas del presente para que nuestra forma de vida acune la hermosa fraternidad que Jesús predicó y que siguen predicando sus discípulos.

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Hay lobos y hay corderos en este mundo nuestro, pero afortunadamente muchos menos de aquellos que de estos. Sin cualquiera de ellos, el mundo perdería entidad y la vida, diversidad. Es conveniente que ambos coexistan en su forma natural, si bien en su metafórica significación mesiánica los primeros deberían someterse a un cambio radical de costumbres. ¿Podrán convivir ambos en el futuro de alguna manera, conforme a la premonición mesiánica? Las dificultades para hacerlo provienen solo del lobo. ¿Cómo amansar sus ínfulas depredadoras y redimensionar su señorío animal y, sobre todo, cómo cambiar su dieta para que pueda jugar pacíficamente con el cordero a fin de que ambos puedan recorrer pacíficamente los amplios espacios que la naturaleza les ofrece? En eso consisten precisamente la magia y la fuerza de los tiempos mesiánicos que comenzamos a vivir hace ya más de dos mil años.  

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Este mundo sería otro o, mejor, funcionaría de otra manera si de su faz desaparecieran los lobos en su sentido metafórico, es decir, los depredadores ansiosos de mando y sedientos de bienes. Las naciones no se verían forzadas a entablar guerras y las empresas aspirarían, más que a convertirse en emporios económicos, a actuar como meros centros de producción para facilitar y mejorar la vida de quienes trabajan en ellas y de quienes compran sus productos, es decir, a comportarse como auténtico remedo de la creación divina. ¿Aprenderemos algún día que viviremos mucho mejor amándonos que odiándonos, trabajando en paz que destruyendo en guerra? Paz y trabajo son los auténticos signos del mesianismo cristiano, las coordenadas del rumbo que hoy tanto nos cuesta encontrar. 

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