A salto de mata – 48 “De mayor, quiero ser rico”

¿Qué hacer con los pobres?

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Digámoslo abiertamente, sin temor ni componendas: a los pobres no hay que sostenerlos a base de limosnas o subvenciones y menos aún compadecerlos, sino sacarlos de su miserable estado. La sabiduría popular lo dice drásticamente: al hambriento no hay que darle un pescado, sino enseñarlo a pescar. Las cosas deben disponerse de tal manera que también los pobres puedan ganarse honradamente la vida trabajando, como hace la inmensa mayoría de los hombres honrados. Son millones los seres humanos que no tienen más patrimonio que sus brazos y su condición de trabajadores. En cuanto a los ricos, causantes por su insaciabilidad, en opinión de muchos, de tantos desequilibrios e injusticias, lo que procede no es despojarlos de sus riquezas para dárselas a los pobres, sino procurar que las utilicen para crear puestos de trabajo. Esa es la única forma aceptable de que muchos puedan ganarse dignamente la vida.

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Entre el pez y la caña de pescar hay una diferencia abisal, sobre todo para el Estado, que es la entidad pública más obligada a salir al paso de la pobreza lacerante de no pocos de sus ciudadanos, particularmente en tiempos de crisis como los que vivimos. Dar un pez es cosa fácil e incluso electoralmente muy rentable si se utiliza como anzuelo para “pescar” votos, pero regalar una caña de pescar y enseñar a manejarla es tarea política harto difícil. Seguramente solo podrá lograrse si el Estado cumple una de sus obligaciones más serias: que todos sus ciudadanos puedan vivir dignamente. Insisto en que, mientras el paro obrero desencadena una pobreza estructural que deslegitima la acción de gobernar, la subvención sin contraprestación se torna fácilmente una compra descarada de voluntades. Para saber a ciencia cierta cómo está siendo gobernada una nación bastaría tomarle el pulso al paro que sufren sus ciudadanos y a la pobreza subsiguiente en que viven muchos de ellos. Todo lo demás son gaitas, florituras, componendas, demagogias y esclavitudes.

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Viniendo al meollo de la cuestión que hoy nos ocupa, permítaseme señalar que hay una persona muy allegada a mí a la que, de niño, le preguntaron qué quería ser de mayor. Ni corto ni perezoso, respondió candorosamente: yo, de mayor, quiero ser rico. Sin duda, su espontaneidad reflejaba el ambiente social en que vivía y su mente infantil proyectaba las aspiraciones de quienes lo rodeaban. ¿Hay alguien que realmente no quiera tener más de lo que tiene o que se inhiba ante el consabido estribillo de la canción todos queremos más y más y mucho más”? Más y mejor. Esa es la clave misma de una vida que, al nacer, comienza como pura potencialidad y que va llenándose de contenido a medida que va creciendo. Así –ya hemos insistido en ello- valora mi maestro fray Eladio Chávarri al hombre como ser que viene a este mundo a medio hacer y que va completándose en una escalada de ser en la que, como si de los dientes de una sierra se tratara, hacen mella todos y cada uno de los contravalores que pueblan nuestro mapa de maniobras. La nuestra no es una escalada rectilínea, sino plagada de abismos y precipicios. De preferir un lenguaje más recurrente y acorde con el sentir común cristiano, hablaríamos de una forma de vida tejida de virtudes y vicios, de gracia y pecado.

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Debo insistir en que, en la visión dominante del cristianismo y que tanto empodera la pobreza (son muchos los que postulan no solo una “Iglesia pobre”, lo que sería digno de elogio por estar obligados sus dirigentes a la ejemplaridad y a la moderación en la disposición de los bienes de este mundo, sino también una “Iglesia para los pobres”), corremos un fuerte peligro de estrabismo. Entiendo que la pobreza es tema recurrente en los Evangelios y, yendo más al fondo, en el mensaje mismo de Jesús, pero en esos escenarios aparece solo como algo a subsanar, a combatir o erradicar. De hecho, Jesús multiplicó panes y peces para dar de comer a masas hambrientas y no permitió en Caná el derrumbe festivo de la boda a que había sido invitado, convirtiendo el agua en vino para seguir animando la celebración. Por lo demás, es obvio que su grupo de seguidores contaba con una intendencia suficiente para sostener su itinerancia misional.

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Si de ahí nos elevamos a consideraciones de carácter más especulativo, como las referidas al ser o, más en concreto, al ser único, al Dios en quien creemos y del que nos fiamos, la pobreza estalla en mil pedazos ante nuestras fauces, pues no podemos concebirlo más que como inmensamente rico. No cabe hacerlo de otra manera si partimos del supuesto de que la creación fue una especie de reparto de su riqueza conforme a un plan providencial del que formamos parte, atinado plan por más que nosotros no acertemos a descifrarlo en muchas de sus incidencias. Puede que el intento de la liturgia católica de enriquecer con arte los templos y de repujar ricamente los ornamentos no sea más que reminiscencia de esa riqueza original básica. De hecho, llevamos muchos siglos acostumbrados a utilizar cálices y custodias de oro, por más que en nuestro tiempo se opte en ocasiones, en consonancia con lo acontecido en la última cena del Señor y con las estrecheces económicas que muchos padecen, por cálices de cerámica o copas de menor costo.

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Decididamente, los cristianos no podemos jugar en esta vida el papel de parásitos ni hacer votos de pobreza para vivir rodeados de miseria, por más que algunos ascetas hayan elegido tan extraño camino. Tenemos más bien la obligación contraria, pues evangelizar consiste en ahormar los comportamientos humanos a las más genuinas exigencias de un amor que debe perdonar y compartir. Amar, curar y socorrer a nuestros semejantes no se puede hacer más que compartiendo con ellos cuanto tenemos, sean los haberes que gratuitamente hemos recibido de la sociedad en la que vivimos y de la familia de la que formamos parte, sean el fruto de nuestro propio trabajo. Trabajamos no solo para ganarnos la vida dignamente, sino también para aumentar el caudal común de riqueza. De ahí que un ser humano vago no pueda considerarse cristiano de ninguna manera por dos sólidas razones: primero, porque no podrá vivir más que a cuenta de los demás como un parásito; segundo, porque no tendrá nada realmente propio que compartir con sus semejantes. El leitmotiv cristiano debería ser indiscutiblemente: vivir de lo propio y compartir lo que se tiene.

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El inicial deseo, expresado en el título, de querer ser rico de mayor no desemboca en una forma de vida opulenta y despilfarradora, sino que expresa el deseo de una felicidad en consonancia con la contribución al bienestar común.  Aunque tenga poco, tiene más quien más da porque la rentabilidad de dar supera todo porcentaje: quien más da no solo duerme mejor, sino también vive con la dulce sensación de ser útil y de llevar una vida en consonancia con la del supremo Hacedor. Producir y compartir. Vida creciente. Escalada hacia la plenitud. Sensación viva de estar yendo siempre a más y mejor. Esa es precisamente la tendencia de toda vida realmente humana y a eso se ciñe precisamente el mensaje evangélico.

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El lector ya ha deducido claramente que el enunciado del título no se circunscribe a estas alturas de mi vida a poseer nada corruptible, pues el patrón moneda de ese deseo no es, a la postre, ni el dólar ni el oro, sino el amor. Y la verdad palmaria para un cristiano de ley es que hablar de cristianismo o de Jesús de Nazaret es lo mismo que hablar de amor, de alegría y de riqueza. Todo lo demás, incluidos el oro y el prestigio social, es címbalo que tañe, paja que lleva el viento. Me refiero al amor que comparte, a una verdad irrefutable que alimenta la esperanza del Adviento que hoy comienza y endulza la Navidad que ya se nos ha echado encima, al menos comercialmente. Verdad palmaria que puede hoy mismo potenciar la recogida de alimentos en curso, promovida por los Bancos de Alimentos, a la luz de algo tan evidente como que “comer no puede ser un lujo”. Los pobres, de los que los cristianos no podemos apartar la vista jamás si queremos vivir realmente al estilo de Jesús, aparecen en nuestro escenario como un reto de dignidad, como un desafío a coger de una vez el toro de la vida por los cuernos.

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