Desayuna conmigo (miércoles, 15.7.20) Las plagas de Egipto

El desierto del Sinaí

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Tengo la impresión de que no sería una hipérbole identificar el coronavirus que estamos padeciendo con las plagas de Egipto. Entonces, según el relato bíblico de una epopeya sin igual en la historia, es el brazo de Dios, que está con Moisés, el que consigue doblegar la voluntad del faraón para que deje en libertad a su pueblo a fin de que pueda emprender el camino hacia la tierra prometida. En nuestro caso, fuera de fábulas y relatos épicos, una fuerza de la naturaleza, tan minúscula e imperceptible como un virus, nos ha descolocado de tal manera que, tras sufrir su terrible impacto en la salud y en la vida de millones de seres humanos, nos está obligando a un largo viaje de adaptación a la nueva situación, a realizar un gigantesco esfuerzo con las fuerzas muy mermadas y las carteras muy adelgazadas.

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Así, pues, en este día de mediados de julio ya caminamos, desorientados y confusos, no desbrozando caminos porque nada crece a nuestro alrededor, sino delineando los que no son tales, a través de un desierto cuyo final se nos dibuja para dentro de dos o tres años en el caso, claro está, de que los ciegos que dirigen a tientas nuestros pasos acierten y de que el cansancio en la lucha contra el coronavirus y nuestra propia desidia no favorezcan que la peste se instale cómodamente en nuestras calles y casas.

Frente a la situación calamitosa en que nos encontramos, el día atrae nuestra atención sobre dos colectivos de seres humanos que deben jugar un papel muy importante en la travesía que hemos emprendido y en el resto de los ámbitos de la vida humana. El primero es el de los jóvenes y el segundo, el de las mujeres.

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Efectivamente, hoy se celebra el “día mundial de las habilidades de la juventud”, que, dicho así, es como si se celebrara, valga la redundancia, la juventud de la juventud. Esta celebración, propuesta por Sri Lanka y aprobada por la ONU a finales de 2014, nace de la preocupación por la cantidad de jóvenes desempleados y postula que ellos adquieran las habilidades necesarias no solo para mejorar su capacidad de tomar decisiones con conocimiento de causa en lo concerniente a la marcha de la vida humana, sino también para acceder ellos mismos más fácilmente a un mercado que está siempre en evolución. En otras palabras: los jóvenes de hoy son los adultos de mañana en cuyas manos estará forzosamente la marcha de nuestro mundo. De ahí que la resolución invite a todo tipo de organizaciones e instituciones, públicas y privadas, a celebrar como es debido este día, de conformidad con las prioridades nacionales de cada una de ellas con actividades educativas, con campañas publicitarias, con el fomento del voluntariado y, en general, con el esclarecimiento de las conciencias sobre una necesidad tan evidente.

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El lema o tema específico para la celebración de este año es “el talento de una juventud resiliente en la era del COVID-19 y más allá”. No podía ser de otra manera por el impacto y por las secuelas de la pandemia que padecemos. Recordemos que por “resiliencia” se suele entender “la capacidad de tener éxito de modo aceptable para la sociedad a pesar de un estrés o de una adversidad que implica normalmente un grave riesgo de resultados negativos” o “un proceso de competitividad donde la persona debe adaptarse positivamente a las situaciones adversas”. Toda la sociedad se enfrenta a un enorme reto, pero sobre todo lo hacen los jóvenes, esos que lamentablemente tienen menos conciencia de los peligros que se corren con el virus suelto y que más se juegan en la contienda a muerte, la suya o la nuestra, que estamos manteniendo con él por sus secuelas económicas.

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No olvidemos que, antes de esta crisis, los jóvenes tenían ya muchísimas más dificultades que los adultos para abrirse camino en el campo laboral y que, a consecuencia de ella, su educación, es decir, su preparación para acceder a ese campo, se encuentra con serias dificultades sobrevenidas. Lamentablemente, esta peste nos está dejando muchos tiempos muertos con los que no sabemos qué hacer, porque, en ella y tras ella, o bien nos entretenemos en peleas buscando culpables o bien nos morimos de puro aburrimiento por los confinamientos necesarios. Hemos pasado relativamente bien y de forma civilizada lo peor, la cárcel, pero muchos han salido tan bravíos que embisten incluso las recomendaciones y precauciones más simples y efectivas para no volver a ella o al horno incinerador. 

En resumidas cuentas, la sociedad tiene hoy la gran responsabilidad de que la juventud siga siendo una etapa de preparación seria y formal no solo para que los jóvenes resuelvan mejor el problema de su propia vida, sino también para que la sociedad de mañana, la que ellos mismos tendrán que dirigir, sea mejor que la que hoy les estamos ofreciendo. Y ellos tienen a su vez la de prepararse a fondo para afrontar ese futuro, aunque del cielo caigan chuzos de punta.

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El otro colectivo que hoy entra también en liza en nuestro desayuno es el de las mujeres al recordar que, un día como hoy de 1985, se inició en Nairobi la Tercera Conferencia Mundial sobre la Mujer con el propósito de “analizar y evaluar progresos y fracasos en la implementación de los objetivos establecidos por el Plan de Acción Mundial de la  Conferencia Mundial sobre la Mujer de 1975, modificada por el Programa de Acción Mundial de la segunda conferencia”. Dejemos constancia de que, por primera vez, en esa tercera conferencia se habló de los derechos de las lesbianas y se introdujo el tema de “la violencia contra las mujeres”, tema tabú hasta ese momento, al tiempo que se recomendó seguir esos desarrollos hasta el año 2000, pues se estaba todavía lejos de conseguir los objetivos propuestos sobre los derechos de las mujeres.

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Por lo que a nosotros y a este blog se refiere, de sus lectores es bien conocido que desde hace mucho venimos propugnando la igualdad total entre hombres y mujeres en cuanto a derechos se refiere, igualdad que en el ámbito del cristianismo debe extenderse, naturalmente, al recinto sagrado del “ministerio sacerdotal”, ese que se reserva en exclusiva la administración de los sacramentos y la dirección o gobierno de la institución eclesial. Se trata de algo tan obvio que nadie, razonando con seriedad y total libertad, puede cuestionar aduciendo argumentos en contra ni bíblicos, ni patrísticos, ni magisteriales, que tengan alguna consistencia. ¿Por qué la Iglesia católica no procede ya a ese reconocimiento y da pasos definitivos en esa dirección?

Dos son las respuestas que sobre la marcha se me ocurren. La primera y principal se deriva de concebir la Iglesia como un reservorio de poder machista que no quiere soltar prenda y, la segunda, pero no menos principal, es que se tiene por intocable una forma de proceder secular sobre un asunto sagrado que, de abrirse, correría el riesgo de frivolizarse o profanarse.

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Si lo primero clama al cielo, lo segundo es para rasgarse las vestiduras. Estoy completamente persuadido de que la ordenación de las mujeres en la Iglesia católica llegará, más bien pronto que tarde por su propio bien, pero que no lo hará sin “dolores de parto”, es decir, sin conflictos reivindicativos, sin que sean las mujeres mismas las que griten de tal manera que el miedo entre en el cuerpo de los responsables de hacerlo con tal fuerza que derribe las murallas de sus privilegios. Por otro lado, lejos de frivolizar lo sacro, la presencia de las mujeres en el altar conferiría credibilidad a la “cena del Señor”.

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Cuando hace años creamos en Mieres un club del Rotary Internacional, se debatía el tema de abrir los clubes a las mujeres. Sin dudarlo un momento, del primer club de Mieres ya formaron parte tres o cuatro mujeres. Todo fue tan normal que otros muchos clubes se abrieron en ese sentido. Francamente, no veo absolutamente ninguna razón por la que una mujer no pueda celebrar una eucaristía o dirigir la Iglesia entera, tan bien o mejor que lo pueda hacer un hombre. En Alemania parece que ya algunas religiosas se han hecho oír. Será preciso que muchas otras empiecen a gritar no solo para resolver un serio problema de injusticia, sino también para conferirle a la Iglesia el esplendor y la fuerza de que hoy carece. En todo caso, el cambio no tendría a la larga más trascendencia social que la que tuvo, por ejemplo, la sustitución del latín por las lenguas vernáculas que hizo el concilio Vaticano II, cuando facilitó que el pueblo orante comprendiera al menos la materialidad de los misterios de la liturgia.

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com

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