Libro de símbolos (Deusto), por Patxi Lanceros

Con mayor o menor razón, se ha denominado a nuestra cultura “cultura de la imagen”. La pujanza del cine y la televisión, la industria del videojuego, la omnipresencia de Internet, entre otras cosas, parecen dar sentido a tal denominación. Si una vez Heidegger escribió que la modernidad es “la época de la imagen del mundo” –con lo que quería decir que se trata de la
época en la que el mundo se ha convertido en imagen–, quizá sea nuestra posmoderna época la que viene finalmente a dar razón al pensador alemán: sólo hace falta detenerse un poco de tiempo en alguna de las numerosas (casi innumerables) aplicaciones de Google para percibir la literalidad del aserto heideggeriano.

Ahora bien (lo que no quiere decir: y antes mal), también puede pensarse que cultura es, que
época es, la ambición de contener el mundo en (la)imagen. Toda cultura, toda época. Eso es lo que puede pensar el lector, y absorto contemplador, del Libro de símbolos de Andrés Ortiz-Osés.

Ortiz-Osés, profesor jubilado y filósofo que no se resigna –o no acepta– tal condición, ha dedicado una buena parte de su obra a la interpretación de imágenes y símbolos. Tamaña dedicación ha de instruir, al menos, en un aspecto: las imágenes, que en la época actual de la imagen consumida (no de la imagen consumada), parecen brotar por doquier y sin norma, parecen ser autosuficientes en su mera exposición, no son apenas nada sin el complemento de la interpretación. Son, existen, insisten: pero ¿en qué?

Desde que el animal inteligente ha dejado rastros o signos, ha hecho imagen: ha hecho imagen del mundo y ha pretendido hacer el mundo a su imagen. Ahí está el recuerdo, o el testimonio, de las cavernas prehistóricas: Altamira, por ejemplo o por antonomasia. Trazar una imagen, dominar el mundo o resistir al dominio del entorno. Saber algo o saberse de algo. En esa oscilación, en esa disyuntiva, se resguarda el secreto de las imágenes; y el enigma de los símbolos: esas imágenes que concitan, concilian, unen. Y separan.

El libro de Ortiz-Osés (asistido en la localización y plasmación de imágenes por Javier Torres
Ripa) es un museo o galería, es una recopilación de aquellos trazos que han ido conformando (y confirmando) la memoria cultural. Por ser un libro de imágenes es un libro de filosofía, de antropología, de religión, de arte. Por ser un libro de imágenes es un libro que relata y retrata la condición humana, la condición del animal simbólico, del animal imaginario o
imaginado.

Se puede abrir cualquier página, ya que la trama –ordenada– no es evolutiva. El lector se encuentra con una imagen. Casi siempre conocida: o reconocida y reconocible. Pero, de pronto, al leer el texto que se adhiere, el lector, tranquilizado por la imagen, se con-mueve: ¿qué es, qué dice, qué significa esa imagen?

Y es que el mundo devenido imagen parece haber olvidado que la imagen, precisamente, es un abismo de significado. Que requiere un caudal importante de interpretación.

Ortiz-Osés, no es la primera vez, no será la última, se aplica a esa exigencia, a ese requerimiento. Las imágenes son, en casi todos los casos, habituales. Lo que decide a su respecto es el “suplemento de la letra”. De repente, una pintura de Miguel Ángel,
una estatua en una conocida Bahía, una película (o la mera evocación del cartel), la reproducción de una partitura, alcanzan un significado y un sentido que no ad-vine, que no viene de fuera, sino que brota de su enigmático interior.

Página tras página, bellamente impresas, se va desgranando el secreto de las imágenes; se va cifrando y descifrando la duración del símbolo, su desafío, su abismo.

Muchas veces ha interpretado Ortiz-Osés los símbolos centrales (y marginales) de nuestras culturas. Quizá nunca con tal contundencia y economía textual, con tal despliegue de belleza visible.
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