Aproximación crítica a la fe (4/8)

Escribe MANUEL BARREDA.


La ciencia desapareció virtualmente del mundo occidental y cristiano entre los siglos V y XIV.

Precisemos que no hablamos de aseveraciones que lleven un apellido, sino de un método de indagación en pro de un conocimiento crecientemente objetivo que responde a preguntas cuya respuesta sea falsable, pudiendo verse mejorada, comprobada o refutada. Al menos hasta cierto punto, la ciencia que nos libera de mitos, dogmas y prejuicios, constituye un fenómeno relativamente reciente.

Quien se detenga a leer la obra de científicos relevantes de pocos siglos atrás, concluirá que eran en su gran mayoría creyentes. No debe extrañarnos. Por un lado, era obligado serlo; por otro, muchos asuntos requerían una respuesta satisfactoria.

Espero que se comprenda el largo alcance del primero de los motivos, ya que suele sobreestimarse relativamente la relevancia del segundo. El hecho es que estuvo prohibido ser no creyente (incluso ser hereje) y hacerlo explícito hasta hace pocos siglos.

No sólo ello: estaba prohibido leer la Biblia (salvo en latín –pruebe Vd. a hacerlo), informarse abierta y pluralmente, investigar según qué cosas, leer por cuenta propia aun las más señeras obras de ciencia, pensar por uno mismo y divulgar conclusiones, sin que importara lo bien informadas que estuvieran (las favorables podían serlo, sin que el abuso de falacias lógicas mereciera otra cosa que una sonrisa condescendiente).

Sin embargo, en los siglos XIX y XX se ha invertido la tendencia –en ambos motivaciones no tan independientes entre sí- hasta el punto de que más del 90% de los científicos de primera fila confiesa no creer en un Dios personal y Creador.

Lo que ha significado que los católicos pasen a desconfiar a este respecto “legítimamente” de lo que digan los científicos (aunque su merma de poder garantiza que no se repetirán las persecuciones ni, menos, la quema de obras como en la Alejandría del siglo IV).

Cabe invertir el enunciado del antiguo argumento según el que “la poca ciencia aleja de Dios y la mucha lleva a Él”. Por eso ha dejado de valerles y la fe vuelve a encontrar su privilegiado lugar (o refugio). De ser un ente (cualidad, objeto o proceso más o menos inteligible) ajeno a la lógica, al pensamiento y al saber, ha vuelto a ser un “don”.

Y, en un mundo más democrático y tolerante aun, ha pasado a no ser tan necesaria para salvarse: no sólo el anatematizado deja de ser quemado y el limbo desaparece, sino que el infierno “se vacía”. De dos fuegos castigadores del hereje y del no creyente, hemos abocado a un “posiblemente ninguno”.

Por eso llama la atención seguir hallando en Hispania algún vestigio del Medioevo más intolerante e intransigente que se place en insultar a quien no comulgue con su fe, que entiende lógica y ligada a alguna suerte de conocimiento científico que, aunque él personalmente no, alguien tendría, posiblemente en sede vaticana, en grado o demasía suficiente como para arredrar y superar a más del 90% de los mayores científicos del mundo. (Y hacerlo en tanta medida y con tanta facilidad que quepa insultar su inteligencia y darse a la “rechifla”).

Mas la fe, además de no ser algo necesariamente mejor o más deseable que su ausencia, tampoco es una propiedad regulable a voluntad.

Claro que debiera ser un asunto más individual que propio del rebaño, ya que su contenido ha de sernos subjetivamente “creíble”. Mas, lo que a cada cual nos resulte “creíble” no es tan dependiente del deseo de creer en algo concreto.

A este respecto, ¿quién no desearía una ultravida en un paraíso, en buena compañía y libre de dolores pero no de placeres excelsos, volver a abrazar a sus seres queridos, etc.?

Pero el deseo incluye muchas otras cosas que preferimos no creer si no coinciden con la verdad. Y, ciertamente, los datos disponibles no mueven a cada vez más personas bien informadas a creer en un Dios personal y Creador, ni en la divinidad (e historicidad) de Jesús…

Desde el siglo XVI Dios preside numerosos debates, pero en filosofía y ciencia anda más bien “en retirada”. Sobre Jesús, llega a dudarse incluso de su existencia, se presentan paralelismos míticos del personaje que se construye, esencialmente, a partir del que protagoniza los evangelios canónicos.

Podríamos debatir sobre algo concreto que sea objeto de fe, ¿no es éste un tema argumentable, discutible, digno de análisis con sus pros y contras? Sin embargo, el cristiano ultraconvencido (el mismo que se permite insultar, cual hincha cegado por la pasión) se niega a bajar a la arena: “no se necesitan pruebas…” comienza su afirmación gratuita, que le gusta culminar con un insulto no menos gratuito e indigno de cualquier persona honesta (cristiana o no, se nos va reafirmando un añadido improcedente).

El fenómeno se generaliza, haciéndose mayoritario entre las personas más informadas de los asuntos pertinentes (relacionados con la fe, en un sentido multidiscipliar, transcultural, interdoctrinal, antropológico, etc.). De modo que los datos disponibles tampoco mueven a creer en mayor medida que al resto de las personas a aquellas que investigan más a fondo.

Los buscadores de la verdad (religiosa) deben volverse “necios” o perderse con facilidad de la senda que habría de llevarlos a Dios (en cuyo caso entenderíamos que “la mucha ciencia” nos alejaría de Dios, en lugar de acercarnos), aunque no es menos posible que vayan descubriendo una creciente ausencia de evidencia y de temas que obtienen respuesta de lugares ajenos a la fe que les ofrecen una explicación más satisfactoria.

El grueso de los estudios emprendidos y sus conclusiones nos permite entender que, lejos de irse acumulando datos a favor de Dios, por no hablar de la historicidad y divinidad de Jesús (o del Jesús evangélico), las evidencias decrecen hasta desaparecer (a juicio de diversos científicos, historiadores de ciencia y de la opinión más humilde de quien esto suscribe) a lo largo de los cuatro últimos siglos.
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