Dios en todas partes o...


Haciendo turismo teológico por el mundo uno no sabría decir si lo que encuentra es el mismo dios en sus múltiples acepciones o una multiplicidad de dioses acomodados a la idiosincrasia de tal o cual tribu.

Cuando las sociedades eran cerradas y separadas por el muro de la distancia y de la orografía o el foso de los océanos, que este dios fuera distinto del otro no producía perturbación alguna. Nadie sabía nada de nadie. Hoy no es así. Dioses de hoy, dioses del ayer, dioses que perviven, dioses que murieron...

¿Qué pensar, entonces? ¿En qué dioses se puede creer? ¿No será mejor desecharlos a todos y quedarse con uno mismo? Porque, ¿qué son esos dioses?

Dice Michel Onfray:

He visto a Dios a menudo en mi vida. Allá, en ese desierto mauritano, bajo la luna que rastrillaba la noche con tonos violetas y azules; en las mezquitas frescas de Bengasi o de Trípoli, en Libia; durante mi periplo hacia Cirene, la patria de Aristipo; no lejos de Port Louis, en Mauricio, en un santuario consagrado a Gamesh, el dios adornado con un trompa de elefante; en la sinagoga del barrio del gueto, en Venecia, con una kipá en la cabeza; en el coro de las iglesias ortodoxas en Moscú, un ataúd abierto en la entrada del monasterio de Novodevichye, mientras que en el interior rezaban la familia, los amigos y los popes con sus magníficas voces, cubiertos de oro y rodeados de incienso; en Sevilla, delante de la Macarena, en presencia de mujeres bañadas en lágrimas y hombres de rostros estáticos;o en Nápoles, en la iglesia de San Javier, el patrono del pueblo construido al pie del volcán, cuya sangre se licúa, según dicen, en determinadas fechas; en Palermo, en el convento de los capuchinos, al pasar ante los ocho mil esqueletos de cristianos vestidos con sus ropajes más suntuosos; en Tbilisi, en Georgia, donde invitan al forastero a compartir la carne de cordero sangrienta, cocida bajo árboles donde los fieles cuelgan pequeños pañuelos a modo de ofrenda; en la plaza de San Pedro, un día en que, sin fijarme en la fecha, fui a visitar de nuevo la Capilla Sixtina: era el domingo de Pascua y Juan Pablo II pronunciaba sus glosolalias al micrófono, mientras exhibía su mitra hundida en una pantalla gigante.


[Continúa viendo a dios en otros lugares: el Ártico; la Habana; Haití; Azaerbaiyán; en Kyoto...]

También he visto dioses muertos, dioses fósiles, dioses atemporales: en Lascaux, asombrado ante las pinturas de la gruta, aquel ombligo del mundo donde el alma tiembla bajo las capas inmensas del tiempo; en Luxor, dentro de las cámaras reales, situadas a decenas de metros bajo tierra, hombre con cabeza de perro, escarabajos y gatos enigmáticos en perpetua vigilia; en Roma, en el templo de Mitra tauróctono, una secta que habría transformado elmundo si hubiese contado con su propio Constantino; en Atenas, al subir las gradas de la Acrópolis y al dirigirme hacia el Partenón, con el espíritu rebosante del lugar donde, más abajo, Sócrates encontró a Platón.

En ninguna parte he despreciado a quienes creían en los espíritus, el alma inmortal, el soplo de los dioses, la presencia de los ángeles, los efectos de la oración, la eficacia del ritual, la legitimidad de los hechizos, los contactos con los “loa”, los milagros de la hemoglobina, las lágrimas de la Virgen, la resurrección de un hombre crucificado, las virtudes de los cauríes, los poderes chamanísticos, el valor de los sacrificios de animales, el efecto trascendente del nitro egipcio, las ruedas de oración.

Pero en todos lados he podido comprobar cómo fantasean los hombres para no enfrentarse con lo real. La creación de mundos subyacentes no sería tan grave si no se pagara un precio tan alto: el olvido de lo real, y por lo tanto la negligencia dolosa del único mundo que existe. Cuando la creencia se desprende de la inmanencia, de sí misma, el ateísmo se reconcilia con la tierra, el otro nombre de la vida.

MICHEL ONFRAY.Tratado de ateología, págs. 13-15
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