Del Evangelio de Jesús al Evangelio de Pablo: un cambio cualitativo /4

Muchos son los llamados y pocos los elegidos (Jesús de Nazaret).

 

El reino o reinado (basileía) anunciado por Jesús, que jamás llegó, no era meramente espiritual y celeste, como era el de Pablo y el del evangelista Juan (“mi reino no es de aquí”), sino un reino mundano, material y terrestre en la tierra de Israel con gran abundancia de bienes materiales, de comida y de bebida en una primera fase terrenal.

Los mismos discípulos de Jesús disputaban sobre los primeros puestos a ocupar en el futuro reino escatológico en la tierra de Israel (Lc 22, 24), lo que implica que Jesús y sus discípulos lo concebían como una realidad objetiva y exterior, no como una realidad ya presente ni tampoco como algo residente en el interior o corazón de cada individuo, como han defendido especialmente algunos teólogos protestantes (Adolf von Harnack, por ejemplo), a partir de un controvertido texto de Lucas (17, 20-21), el único que aparece en tiempo presente.

La promesa de Jesús consistía en obtener la recompensa del ciento por uno en el tiempo presente, y al final el premio de la vida eterna en su segunda fase celeste:

“En verdad os digo que no hay nadie que, habiendo dejado casas o hermanos o hermanas, o madre o padre, o hijos o campos, por amor de mí y de mi Evangelio, no reciba el ciento por uno ahora en este tiempo (en toi kairôi toútoi) en casas, hermanos, hermanas, madre e hijos y campos, con persecuciones, y en el siglo venidero la vida eterna (dzoèn aiónion)” (Mc 10, 29-31).

Esta segunda fase, definitiva, tendría lugar en el futuro paraíso y aparece también en el Evangelio de Lucas (20, 34-36), donde Jesús confirma, como los fariseos, su creencia en la resurrección de los muertos (negada por la secta de los saduceos), afirmando que en el eón futuro los habitantes del cielo “serán como ángeles”, sin uniones matrimoniales, en respuesta a una  pregunta capciosa de los fariseos.

Pero cuando los apóstoles dirigen su predicación a los paganos, misión que Jesús nunca realizó  ni tampoco ordenó, el Mesías nacionalista judío que aparece en el cántico de Zacarías (Lc 1, 68 ss.),  por influjo de la teología de Pablo se transmutará en el Cristo salvador universal. El mismo Pablo afirma en la Carta a los romanos que el reino de Dios no consiste en comida ni en bebida, en clara oposición a lo que pensaba Jesús. Con Pablo desaparece, pues, la fase terrena y material del reino (reinado o realeza) para convertirse en una realidad meramente espiritual y ultramundana.

Esta nueva concepción pasará a ser la doctrina oficial de la gran Iglesia, siendo recogida por los catecismos y divulgada por la predicación y el culto litúrgico. Pero no era ésta la idea de Jesús, que sin duda se enraizaba en la tradición apocalíptica. La religión judía había situado de forma mítica el origen de la humanidad en un paraíso terrestre, el jardín del Edén.

Un paraíso perdido, que habría que recuperar, también en su dimensión material y corpórea (la historia humana va de paraíso a paraíso, superando la negatividad de la caída del pecado original). Pablo, en cambio, por influjo del pensamiento gnóstico y platónico, muestra aversión a lo material, a lo corpóreo, a la carne y a la sangre.

El libro del Apocalipsis de Juan concibe la primera fase del reino con una duración de mil años (chília éte en Ap 20,5), lo que dio lugar a la doctrina del milenarismo, sostenida por algunos teólogos en los primeros siglos (Ireneo, por ejemplo) y declarada herética en el siglo IV por la ortodoxia eclesiástica.

En la versión apocalíptica, la fase definitiva sería un paraíso formado por un nuevo cielo y una nueva tierra en una nueva Jerusalén bajada del cielo. La vida celeste prometida a los justos o elegidos, después de la resurrección, sería semejante a la angélica, según afirmaba el propio Jesús, y consistiría en la visión de Dios, acompañada de cánticos de alabanza.

A los condenados, en cambio, les esperaba el lugar del tormento en el  lago de fuego inextinguible. El fuego del infierno eterno es defendido por Jesús y aparece al menos seis veces en los textos del Nuevo Testamento.  Varios siglos más tarde será definido como dogma de fe en el concilio Lateranense IV (1215).  Pero ya en el Credo Quicumque (s.VI) se afirmaba la misma idea: los buenos y agraciados irán a la vida eterna (in vitam aeternam) y los malos y desgraciados irán al fuego eterno (in ignem aeternum).

Esa amenazadora idea, que puede calificarse de “terrorismo escatológico”, será proyectada en el arte y continuada en la predicación y en la teología dogmática, con algunas excepciones notables, como Orígenes, Gregorio de Nisa o Máximo el Confesor. Estos autores negaron la eternidad del infierno por ser contraria a la justicia y al amor divino, y defendieron la salvación universal (apocatástasis), que incluía a los mismos demonios, pero esa doctrina fue condenada como herética.

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