Moral (VII). Lecciones primitivas (II): espiritualidad primitiva

Quedan pocas dudas acerca de que el hombre primitivo, incluyendo a los neandertales en este concepto, tenía creencias religiosas. Al menos, seguía rituales que hacen pensar en que creían en la vida de ultratumba, aunque esta idea se considera demasiado aventurada por bastantes antropólogos críticos.

Una cosa es el afecto que te lleva a enterrar al ser amado con sumo cuidado y rodearlo de flores, símbolos de amor y objetos de alto valor, y otra creer que ese ser querido en realidad no muere y te espera en otro mundo.

Hoy distinguimos lo que significa “espiritualidad” de lo que significa “religión”. Incluso alguien que no crea en dogma religioso alguno puede ser altamente “espiritual”. Y lo contrario también cabe. Una persona puede definirse como creyente y cristiana y tener una espiritualidad inferior a la propia de los no creyentes menos dado a reflexionar sobre temas transcendentes. De hecho, no es infrecuente este tipo de incongruencias.

- ¿Está diciendo que un “cristiano” no es necesariamente más espiritual que un agnóstico o un ateo?

- Precisamente eso.

- ¿No había dicho anteriormente que tampoco significaba ser más moral, o más generoso, ni menos inmoral ni delincuente?

- También, aunque esta segunda lección es un hallazgo inesperado de los estudios emprendidos para averiguarlo. Va contra lo que se esperaba. En cambio, muchos ateos nos consideramos “espirituales” en cualquier sentido que no implique una fe religiosa. ¿No son espirituales la elevación artística o el sentimiento amoroso?

Si entendemos por ser “espiritual” lo contrario a ser materialistas, entonces la fe no es relevante a la hora de valorar. Lo relevante es ser “sensible” a asuntos sutiles y al sentimiento de otras personas. Ser capaces de amar, reflexivos, buscadores, inquietos… A algunos incluso nos atrae la temática religiosa, la metafísica, la filosofía moral, la neuropsicología y hasta algunos textos o música religiosos, sin que por ello compartamos dogma alguno, ni creamos en ninguna deidad o que la muerte no sea nuestro fin como individuos o entes conscientes.



Hay una moda que lo confunde todo. La espiritualidad esotérica y las creencias vagas tipo Nueva Era. Un tipo de deísmo que cree en “algo”. Una especie de panteísmo inmaduro que se conforma con imaginar un vago orden en el universo junto a un deseo –no muy madurado- de que las cosas no ocurren porque sí, sino que ocurren para un fin; para “algo”. Ese “algo” que existiría luego resulta ser aún menos definible de lo que ya resultaba el Dios que se nos inculcara como concepto en la infancia.

La creencia principal de los pueblos primitivos tiene que ver con la posibilidad de recibir protección en esta vida, de atraerse el favor del Gran Espíritu, de los antepasados o de los dioses, en buena medida relacionados con los poderes de conjurar los peligros (enfermedades incluidas), sanar de males y mantenerse vivos. Para lo cual existen rituales y remedios mágicos.

En todos los casos, se trata de creencias ingenuas que no impiden el desarrollo personal. Afortunadamente, la ciencia ha reducido las creencias mágicas a lo marginal dentro de las prácticas sociales (pese a cierto auge de talismanes u objetos de la suerte, de brebajes, pseudomedicinas varias y creencias astrológicas…), aunque quizá no tanto en el campo íntimo del mundo mental.

Dicho lo cual, aprovecho para transmitir las lecciones de sabiduría que una mujer esquimal (1), educada en un mundo en que lo mágico impera, puede darnos a los que estamos habituados a la palabrería superflua tan al uso en nuestros avanzados días. He extractado lo que sigue a partir de un artículo de Ima Sanchís, publicado en La Vanguardia (2).


“Nací en un barco de pesca, en una isla de 6 km2, en Alaska, soy yupik. Viuda, me queda una hija y 6 nietos. Fui la primera persona en Alaska que obtuvo el título de médico de Medicina Tradicional. Trabajo en la Fundación South Central, pero no he ido a la escuela. Me crié con las abuelas sabias, caminé con ellas y aprendí de ellas sin hacer preguntas. Porque la mejor manera de enseñar es sencillamente siendo.

Todas las abuelas sabían que yo sería una gran sanadora y una líder espiritual. Mi bisabuela me entregó las trece piedras y las trece plumas de águila, para "cuando las abuelas al fin se reúnan". Empecé a tener visiones a los cuatro años y desde entonces tengo el poder de sanar. Pero le aseguro que yo no hago nada, simplemente me entrego. Nada me pertenece, no tengo nada, todo lo dejo ir y no pienso sobre ello. La contrapartida es que nada me hiere.

De pequeña quería tener una nariz bonita. Mi abuela me dijo que, si quería verme una nariz hermosa, me limpiara por dentro. Bella por dentro es bella por fuera.

Tuve que aprender sobre mí misma, entender que sólo existe la abundancia y que para vivir en paz hay que perdonar. Al dolor hay que dejarlo marchar. El problema es que nos olvidamos de lo que esencialmente somos. Nos emperramos en hacer cosas en lugar de permitirnos no hacerlas. Siempre nos esforzamos para gustar a alguien o ser fuertes, en lugar de permitirnos ser nosotros mismos, tomándonos nuestro tiempo para hacer lo que debemos hacer, siendo flexibles, conociéndonos y compartiendo. Yo me deshice de mi ego. Nadie baila mejor o peor que yo. Todo lo que veo es hermoso, así que quiero que todo el mundo lo vea todo hermoso y que aprenda a amarse a sí mismo, a compartir esta experiencia con los demás. En mi pueblo, desde muy pequeñitos se nos enseña a los niños que tenemos que sentir lo que pensemos, y a pensar lo que sintamos.

Sueño que mis hijos fallecidos crecieron y me ayudan. Están en el otro lado y me protegen, y les doy las gracias cada día. No puedo agarrarme a ellos, fui un instrumento para traerlos a este mundo de camino al siguiente. Cuando era pequeña, mi madre solía decirme que cuando vamos al otro lado nos convertimos en estrellas y que hay muchas ventanas en el universo que nos están mirando. Estamos aquí por una razón, así que debemos hacerlo lo mejor que sepamos, agrandar nuestro espíritu, ser sabios, porque eso es lo único que nos llevamos.

De pequeña le dije al Gran Espíritu: “Soy una niña. Mañana me marcharé, pero, mientras tanto, ¿qué se supone que debo hacer? Muéstrame el camino”. En realidad no lo muestra. El camino simplemente viene si aprendes a escucharte a ti mismo y tratas a todo el mundo como te gusta que te traten a ti.

Mi bisabuela me enseñó hace mucho tiempo que te conviertes en ser humano cuando aprendes a aceptar, cuando aprendes a fluir. ¿Y sabe lo que decía mi madre? Mi madre me decía: "Está bien". "Está bien cuando está bien, y está bien cuando no está bien". Es así, pero siempre queremos cambiarlo todo y de esta forma nos agarramos a lo que está mal y no lo dejamos ir. Cuando lo malo te viene, tienes que aceptarlo y aprender de ello. Cuando una cosa buena viene, la atesoramos como si no volviera a sucedernos nunca más. Pero la vida, como las estaciones, es un ciclo, siempre el mismo y siempre cambiante.

Tras la Segunda Guerra Mundial, el gobierno de Estados Unidos intentó acabar con nuestra cultura negándonos el derecho a la pesca y la caza, y construyeron escuelas para indígenas en las que prohibían a los niños hablar su lengua materna. Aquello ocurrió, no luchamos, y ahora todo el mundo quiere ser como nosotros, quieren conocernos; les perdonamos, es así como funciona, hemos de desprendernos del ego y de la avaricia de cogerlo todo, ¿para qué lo quieres?...”


No fue a la escuela, pero ¿no aprendió sobre lo importante en mayor medida que unas cuantas personas que sí fueron?
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1 Rita Pikta, miembro del Consejo Internacional de las Trece Abuelas Indígenas.
2 Ima Sanchís, La Vanguardia, 30/10/2008. Accesible en: https://goo.gl/uzsa6Z.
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