Religión y Constitución

A veces, asuntos y cuestión de interpretación aún no aclarados.

Hace unos días se celebraron dos funerales por las víctimas del virus “Corona” o Covid-19, uno de tinte religioso y otro... ni sabríamos cómo calificarlo. La verdad y antes de seguir: ¿para qué tal pantomima? Un funeral colectivo no tiene sentido alguno, no consuela a nadie, no es posible reunir en el mismo a todos cuantos han fallecido, en el caso de España ni siquiera se puede saber a cuántos pretendían homenajear o recordar. Un tinglado para una farsa, rememorando a don Jacinto Benavente.

Nunca mejor dicho aquello del río Pisuerga, refrán del que nadie sabe a ciencia cierta cuyo sea el origen, aunque bien claro es el significado. También se podría aplicar en este asunto de pernil difunto aquello del árbol caído del que todos hacen leña.

El dolor general es buena carnaza para hacer pinchos morunos, sean ritos o sean mitos. Y así, los unos elevan preces al cielo, perdiendo a los deudos en el camino y los otros, por afán de evitar secuestros, los arrastran por el suelo. Conferencia episcopal frente a política nacional.

O lo que es lo mismo, reconocimiento constitucional de la preponderancia o del papel de la Iglesia Católica en España y, a la vez, el Estado no tiene religión oficial. De aquellos polvos, estos lodos, por seguir con el refranero.

La cuestión es que hace pocos días me enteré de que, cuando el Gobierno ya había anunciado que pretendía hacer un reconocimiento o acto de homenaje a los “caídos” en la guerra que él mismo había perdido, la Conferencia Episcopal se adelantó y contra-programó un “funeral” al que le dio el título de “funeral de Estado”.  Y todo en un estado de funeral. Y allá que quedaron invitados tanto el rey como el presidente. El primero más educado, se hizo presente; el segundo, más consecuente con sus principios, por el hecho de que no tiene ninguno, obligó a acudir a la fémina del día.

Si tal dato es cierto, a saber, que el Gobierno lo había anunciado previamente, no puedo por menos de sonreír con la mitad de los labios, es decir, con una cierta mueca despreciativa, cantando a ritmo de tanguillo aquello de “válgame san Cleto lo que es la miseria”. No puedo decir que esta suplantación previa sea algo siniestro: no llega a eso siquiera, fue algo “siniestrillo”. ¡Qué miseria!  Una carrerilla para ver quién extraía más provecho de la pena que siente el que ha perdido un ser querido.

En el fondo –pongámonos algo más serios—el asunto tiene mucho calado, porque es la liza continua entre dos afirmaciones de nuestra Constitución, una de las cuales debe ser rectificada, que aparecen en el mismo artículo, el 16.3. Copio:

Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones.

¿Qué quiere decir la primera afirmación, que en España no tiene carácter estatal ninguna confesión religiosa? Eso no se ha explicitado, pero sí la segunda, la que habla de “relaciones de cooperación con la Iglesia Católica”.

Ahí está la LOLR de 1980, Ley Orgánica de Libertad Religiosa. Y antes, los “Acuerdos entre el Estado Español y la Santa Sede”, un eufemismo para decir con nueve palabras lo que se puede expresar con una, Concordato.

En cuarenta años las cosas han cambiado mucho. Para los que aquellos acuerdos nos pillaron en plena juventud, todo ello nos pareció normal, España era mayoritariamente católica. Muy poco a poco, las cosas han cambiado: la sociedad se ha secularizado, con todo lo que ello implica; en España hay otras religiones que ya “se hacen ver”; el clima general es de increencia, de indiferencia o de marginación; muchos ya no se recatan en hacer públicos su ateísmo o agnosticismo; respecto a la religión católica, lo único que realmente reluce en España son sus edificios, muchos de ellos sostenidos, mantenidos o reparados con fondos públicos; los ritos importantes en la vida de la gente, especialmente el matrimonio, ya no son religiosos, y si lo son, es por el “aparato festivo” con que se revisten.

Y como la apatía nunca decide ni establece ni cambia normas, ahí continúa la situación de que goza la Iglesia Católica: sigue usufructuando los mismos privilegios de antaño, privilegios económicos, fiscales, culturales, sociales, incluso militares, que algunos juristas han considerado “anti constitucionales”. Tales privilegios son los mismos que regulaba el Concordato de 1953. No hablo de privilegios educativos o sanitarios porque de ellos se aprovecha y se sirve muy bien el Estado.

En esa dicotomía expresiva del artículo 16.3 la afirmación segunda resulta hoy anacrónica. Pero, a su vez, la primera, eso de que “ninguna confesión religiosa tendrá carácter estatal” no se ha concretado en nada. Nadie ha querido entrar en cómo encajar la religión en la estructura del Estado. Nadie ha querido determinar si la presencia en actos religiosos de presidentes o jefes de estado tienen o no carácter estatal, si su asistencia es de carácter privado o lo hacen como representantes del Estado.

Volver arriba