¿Tolerar la intolerancia intolerable?

Tolerancia cero. Cada vez es más frecuente el uso de esta expresión suficientemente significativa. Tolerancia cero con la violencia de género, con la pedofilia, con la pederastia, con el terrorismo, con la xenofobia...
Y si enumeramos la inflexible tolerancia cero de la Iglesia, incrementaríamos innecesariamente la lista. La tolerancia cero como estrategia es la radicalización del antagonismo; el impulsivo y enérgico ¡basta ya! ¡hasta aquí hemos llegado!
Tolerancia diez, el extremo opuesto, el “hacer la vista gorda”, que consiste en el “laisser faire, laisser passer” del liberalismo francés, aplicado al comportamiento cívico. O sea, nuestra castiza expresión castellana “vive y deja vivir”.
Esto es “Lo que va del cero al infinito”, según la proverbial expresión.
Nos movemos ante disyuntivas paradójicas: ¿tolerar la intolerancia? ¿Ser intolerantes con la tolerancia? ¿tolerancia cero con la intolerancia?
He leído que, en un arrebato de optimismo, Confucio soñó con una época de tolerancia universal en la que los ancianos vivirían tranquilos sus últimos días; los niños crecerían sanos; los viudos, las viudas, los huérfanos, los desamparados, los débiles y los enfermos encontrarían amparo; los hombres tendrían trabajo, y las mujeres hogar; no harían falta cerraduras, pues no habría bandidos ni ladrones, y se dejarían abiertas las puertas exteriores. Esto se llamaría la gran comunidad.
El sueño de Confucio es y ha sido el sueño de la humanidad. Porque la tolerancia es la base de la convivencia. La tolerancia consiste en permitir y respetar las opiniones, ideas, creencias y formas de vida distintas de las nuestras. Se ha dicho que es fácil de elogiar, enrevesado de explicar y muy difícil de practicar.
Sin embargo, la convivencia gravita sobre la diversidad. Y la diversidad supone diferencias. Y las diferencias comportan discrepancias. Por eso, los dos máximos peligros, antagónicos de la convivencia, son la intolerancia y el fanatismo.
El fanatismo intransigente lo sustentan aquellas personas que se consideran poseedores de la verdad o con razón absoluta en sus planteamientos. Y la intolerancia podría ser definida, en términos escuetos, como “el cabreo de las personas que, ante la opinión de los demás, no tienen opinión”.
Bastaría con lanzar como globo sonda esta pregunta: “¿Quién tiene más razón, un creyente o un incrédulo?” Los intransigentes fanáticos dispararían su artillería pesada: “¡¡La verdad soy yo!!”. Absolutamente. Y es que hay cerebros tan pequeños que no les cabe la menor duda. Y los intolerantes: “¡¡Tú no tienes razón!!”. Así, a secas.
Porque es propio de hombres de cabezas mediocres embestir contra todo aquello que no les cabe en la cabeza. No resulta difícil constatar que la mayoría de los postulados que defendemos las personas en nuestra vida cotidiana no son razones puras y verdaderas, sino deducciones mediatizadas por nuestros intereses materiales, creencias religiosas o ideologías sociopolíticas.
La intolerancia es un marco mental, una cubicación del pensamiento; y por tanto, la raíz de donde brotan actitudes sociales, políticas, religiosas, y conductas que perjudican y dificultan las relaciones humanas. La intransigencia indiscriminada nunca puede entenderse como sinónimo de fortaleza. Por el contrario, la tolerancia consiste en permitir la discrepancia, no en castigar al discrepante.
¿Tolerancia cero con la tolerancia diez? ¿La libertad de opinión, o de expresión o de actuación concede patente de corso para exponer libremente lo que uno piensa y perpetrar impunemente lo que sería “consecuente” con sus ideas? ¿Se pueden tolerar las guerras, las masacres, los genocidios, las manifestaciones de racismo y xenofobia, de sexismo y homofobia,...? Pues yo pienso que NO. No “todo” se debe tolerar. No vale el “todo vale”. Concedo respetar las ideas y sus manifestaciones, mientras se respete el respeto a la dignidad de las personas. Ni la tolerancia ni la intolerancia intolerables se pueden tolerar.
Existe también la intolerancia enmascarada. Debajo de muchas exhibiciones de tolerancia se esconde la paradoja del «dime lo que piensas y te diré quién eres”. Voltaire se pasó media vida escribiendo sobre la tolerancia y, al tiempo, avivando los odios contra judíos y cristianos. En una de sus perlas más conocidas asegura que si “Jesucristo necesitó doce apóstoles para propagar el Cristianismo, yo voy a demostrar que basta uno solo para destruirlo”. Entre los agnósticos o incrédulos existen muchos volterianos; pero no son menos los “volterianos antiateos enmascarados”. Así nos va.
“Muchos que quisieron traer la luz fueron colgados de una farola.” (Stanislaw Jerzy, escritor polaco de origen judío)