Sobre el Universo: origen y devenir. Cosmogonías y aromas de Oriente y Occidente (5/10)

Por MANUEL BARREDA.



5. APORTES FILOSÓFICOS DE ORIENTE Y OCCIDENTE. UNA DIVAGACIÓN MORAL


Una vez visto el cómo pudo ser, aunque acaso no del todo el porqué comenzó a ser, no está de más asomarse a un para qué.

Pero la ciencia no entiende de “para qués” naturales (ese tipo de pregunta que presupone una respuesta orientada según pre-juicios) por lo que distaremos de asumir un tipo de planteamiento que cualquier persona pragmática entendería absurdo.

El hecho es que todos podríamos coincidir en un interrogante mejor expresado; estamos aquí, en un “a posteriori” fáctico y reflexionando sobre el qué hacer: somos, y de algún modo hemos de aprovechar nuestro tiempo vital, debiendo haber, dentro de los posibles, unos mejores que otros (desde una evaluación necesariamente subjetiva).

No es que así evitemos del todo los frecuentes planteamientos mezquinos que incluyen respuestas a la altura de un para qué, tan comprensiblemente humano como irracional (¿por qué se cayó el palo que mató al miembro de la tribu en ese preciso momento? Búsquese una causa explicativa acorde a lo que quisiéramos explicar en términos no fortuitos).

No es que Oriente esté libre de tal pensamiento finalista, pero al menos no recurre en similar medida a las estrategias aterradoras o/y culpabilizadoras que nos son tan familiares en Occidente. Quienes asuman su cosmogonía no temerán tanto un castigo eterno como un eterno retorno hasta que, a largo plazo y por entendimiento y coherencia no impuestos ni forzados, logre su liberación. (Nótese que la condena es más tenue: a reproducir situaciones y vivencias hasta superarlas, vuelta a vivir o retorno kármico según una rueda que repite el ciclo hasta que sepamos salir de él.)

De hecho, el para qué orienta una ética, un modo de vivir mejor o de acuerdo a la naturaleza (que dirían, a una, estoicos, confucianos y taoístas, sin olvidar a Aristóteles, Diógenes o Epicuro, ni a sus precursores: Tales, Pitágoras, Heráclito, Platón…).

Los gnósticos por su parte volverán a aproximarse un tanto al modelo (no en vano son un ramal neoplatónico), aunque lo complican con creencias muy rebuscadas. Cierto que en esto ni hindúes ni taoístas les van a zaga, si preferimos las versiones más populares a la de sus textos más sabios y exentos de mitos, dogmas y prejuicios y en especial, con ideas puritanas y moralistas (represoras del sexo, aunque no tanto del maltrato a –o la agresión de- otros seres humanos) ajenas a la tradición oriental.

Aprovecho para reflejar mi desagrado con la moral puritana que heredara Occidente, no ya por su hipocresía (resulta demasiado compatible en la práctica con la promoción externa de guerras especialmente crueles, además de la vigilancia y penalización interna de conductas no dañinas): hablar de ética --teorización sobre la moral-- ha llegado a ser sinónimo de hacerlo de represión y sufrimiento personal.

Pablo, Tertuliano y Agustín (entre otros, como Marción) promovieron una concepción triste, aunque esperanzada, del mundo y de nuestra naturaleza, que entendían pecaminosa, condenada y apenas salvable o perdonable mediante la actuación de un Dios capaz de perdonar las inevitables faltas que nos son consustanciales y hereditarias.

Su moral postulaba un sacrificio, aun improductivo, que entendían ligado al ideal de salvación que el cristianismo heredara de otras tradiciones, esencialmente neoplatónicas y medioorientales (con Persia y Egipto entre dos extremos que pasaban por Asia Menor, Grecia y Siria).

El amor tiende a ahogarse en tal atmósfera. Ha de ser un sentimiento espontáneo y no una obligación, aunque sea doctrinal. Este ejercicio natural de empatía tan “moderno” nos lo propusieron Buda, Laotsé, Confucio, Mencio, Chuangtsé, Epicuro, Aristóteles o Hume, entre otros.

La ética griega apelaba al buen vivir, al aprovechamiento del tiempo vital en aras de la propia felicidad y libertad, o a la preparación para no sufrir y sacarle el máximo jugo a la vida. Hoy apelamos a la misma idea cuando valoramos el desarrollo armónico de las propias potencialidades, o propugnamos una maduración personal responsable, óptima y biofílica.

Aportes de la India

En los artículos precedentes sobre el origen del Universo hemos visto un par de concepciones hindúes llamativas: el Himno de la Creación del Rig Veda, y la respiración de Brahma como causa de un Universo que nace y se desvanece cíclicamente.

No son los únicos conceptos interesantes. Parte central del hinduismo la constituye el desvelamiento filosófico (o la denuncia vivencial o experiencial) de un “yo vacío”, que se contempla a sí mismo para hallarse sólo lleno de sensaciones e ideas irreales ajenas a él, descubriéndose “desde fuera” en un ejercicio liberador de efectos promotores de humildad, comprensión, desapego y control pasional. Pero nos vamos a centrar en su cosmogonía del devenir y la razón de ser de la existencia.

Es conocida su propuesta de un desarrollo (personal) a través de varias existencias, con reencarnaciones (en las que apenas se mantiene una identidad básica y sin memoria previa -sólo excepcionalmente nos cabría recordar vidas anteriores) hasta dar en la fusión con lo Absoluto. Se trata de una creencia vaga –y discutible, claro está- en una deidad impersonal que abordaremos en otro momento, al afrontar la crítica budista de dicho deísmo* (y de cualquier supuesto no comprobado o experimentado por uno mismo). Los gnósticos (como antes los pitagóricos y sus herederos platónicos y estoicos) incluyeron la reencarnación como parte del sistema y también algunos cristianos (siendo Tertuliano el ejemplo usual).

Nuestro modelo lineal ha dado en la evolución: existe una ligazón entre los seres, una continuidad de lo inanimado a lo animado y a lo consciente que nos liga como seres dentro de una gran “cadena del ser” (en palabras del título de un célebre texto de Arthur O. Lovejoy cuya lectura aconsejo, pero del que no vamos a tratar en esta serie de artículos).

En el próximo artículo abordaremos los siete principios que explican el devenir evolutivo, tanto natural como personal y vital.

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* En realidad, hay hinduismos deísta, teísta, panteísta y ateo. En el hinduismo se admiten todos los enfoques con una tolerancia magistral y envidiable. En sus cinco corpus básicos de tradiciones podemos encontrarlo todo. Pero el nivel filosófico (antropológico, psicológico, metafísico, teológico…) sube apreciablemente cuando vamos a los textos antiguos o a los elaborados por maestros hindúes y budistas. Entonces cualquier deidad es insondable, indescriptible, inexistente bajo cualquier concepción humana, necesariamente metafórica, parcial, limitada, una caricatura falseadora en mayor medida que cualquier negación, pues ésta tiene la virtud de acertar en lo que no es Dios, en lo que no existe; y no existe, en realidad, nada de lo que imaginemos o podamos concebir. Esto lo asumen básicamente todas las tradiciones, incluida la atea, por supuesto: Dios no es, no puede ser, nada de eso. Un paso más da en concluir que no existe en la realidad esa idea antropomórfica o idealizada que los humanos nos construimos al proyectarnos, ni nada que podamos llegar a concebir como nuestro familiar Dios personal, inteligente y dotado de entendimiento, voluntad y poder creadores.
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