Las dos caras de un Concilio (3) CONSTANZA, 1414 y JAN HUS.

La primera preocupación de los concurrentes al Concilio no fue tanto el trío papal cuanto la "peste herética" que se estaba propagando por Europa central, la herejía husita, continuadora de otra, la de Juan Wiclef. A ello dedicaron la primera parte del Concilio con el desenlace cruel de todos conocido.
Resulta desconcertante para cualquier cristiano actual –si lee con imparcialidad la biografía de determinados personajes de la Historia de la Iglesia-- ver la enorme distancia y superioridad intelectual, moral e incluso de piedad de éstos que han pasado a la historia como “herejes" con relación a aquellos que los condenaron. Juan Wiclef es un ejemplo. Su biografía y escritos se pueden consultar en Internet y no es el caso de trasladarlos aquí. Tan solo copio esta REFERENCIA:
No se alzó deliberadamente contra Roma, pero su devoción a la verdad no podía menos que ponerle en conflicto con la mentira. Conforme iba discerniendo con mayor claridad los errores del papado, presentaba con creciente ardor las enseñanzas de la Biblia. Veía que Roma había abandonado la Palabra de Dios cambiándola por las tradiciones humanas; acusaba al clero de haber desterrado las Santas Escrituras y exigía que la Biblia fuese restituida al pueblo y que se estableciera de nuevo su autoridad dentro de la iglesia. Era maestro entendido y abnegado así como predicador elocuente; su vida cotidiana era una demostración de las verdades que predicaba. Su conocimiento de las Sagradas Escrituras, la fuerza de sus argumentos, la pureza de su vida y su integridad y valor inquebrantables, le atrajeron la estimación y la confianza de todos. Muchos de entre el pueblo estaban descontentos con el credo romano al ver las iniquidades que prevalecían en la iglesia de Roma, y con inmenso regocijo recibieron las verdades expuestas por Wiclef. Los caudillos papales se llenaron de ira al observar que el reformador estaba adquiriendo una influencia superior a la de ellos.
Wiclef puso todo su empeño en que “la verdad de la Biblia” fuera conocida por el pueblo, en una época en que la Biblia sólo estaba al alcance de muy pocos; una época en que, no ya la capa social más o menos culta, pero ni siquiera los párrocos rurales, que eran casi todos, estaban preparados para su difusión ni conocían directamente sus palabras.
La predicación de Wiclef “atentaba” directamente contra algo muy sagrado en la Iglesia, el dinero que obtenía Roma de tantas y tantas gabelas impuestas sobre sus “súbditos”. Asimismo, al poner en entredicho el “modus vivendi” y la degeneración de las estructuras sociales que suponían tantos y tantos monjes y frailes, que huían de la pobreza en gran parte generada por ellos, recluyéndose en el convento, atacaba una de las instituciones más productivas, potentes y feraces de la Iglesia, los monasterios. Con razón desaparecieron todos con la Reforma de Lutero.
Quien lea las homilías de Wiclef a favor de los pobres verá cómo las del actual papa Francisco parecen un extracto o un calco de aquéllas. Parecería como si todos aquellos reformadores en potencia que predicaban “la verdad” de la Biblia no hubieran hecho otra cosa que adelantarse a su tiempo, “casandras” nunca creídos y siempre perseguidos.
No hay solución de continuidad hacia la Reforma protestante entre la predicación de John Wicliif en Inglaterra, Juan Hus en Bohemia y Lutero en Alemania. ¿Quién tuvo la culpa del desmembramiento de la iglesia cristiana? En el fondo, que no en la forma, los pensadores e historiadores católicos reconocen que la Iglesia de Roma, tugurio de corrupción y lupanar de la moral. Pero los sátrapas de la fe supieron cómo matar al mensajero sin, por ello, aparecer como asesinos.
Trento, pretendida gran reforma de la Iglesia católica, no tuvo más remedio que poner freno a tanta desvergüenza y a tanta desmesura, pero lo hizo repintando el edificio y “elaborando” una Iglesia a la contra, es decir, sin admitir nada en absoluto de lo que los “reformadores” huidos habían pregonado. Fue la confirmación de sí misma, que se puede presentar al mundo con mil caras según los vientos de la historia corran.
REFLEXIÓN PIADOSA: ¿No les da qué pensar a los fieles de hoy que esa Iglesia de Cristo había sido así, corrupta, prepotente, “civilizada” y calco de los reinos de este mundo, durante más de mil cien años? La que vino después, hasta quizá nuestros días, fue lo mismo pero ocultando las lacras del pasado y echando sobre los hombros de los “pastores de base” todo el peso de la regeneración. Los grandes pastores siguieron haciendo alta política hasta ayer, día de dimisión “a fortiori” de nuestro ínclito Rouco Varela.
Juan Wiclef vivió entre 1320 y 1384. Amén de otros quehaceres, fue profesor de Teología en Oxford. Jean Hus nació en 1370 y fue quemado vivo el 6 de julio de 1415 en Constanza. En otro entorno o circunstancias, hubiera sido declarado santo. Su formación hasta ser ordenado sacerdote (1.400) fue modélica y fuera de lo común, dada su baja extracción social. Los retratos que de él quedan nos lo presentan como un hombre enjuto, demacrado, alto, de barba afilada y mirada mística. Por su carácter era propenso al rigor y extremoso en sus sentimientos e ideas.
Hus predicaba una Iglesia pobre y que todo lo que hiciera estuviera claramente basado en el Evangelio (¿no dice lo mismo, hoy, el papa actual?). Lógicamente criticaba la venta de indulgencias, pecado horrendo para los predicadores (dominicos) de las mismas. Sus sermones fustigaban una y otra vez la vida licenciosa y disipada de los altos dignatarios de la Iglesia, el libertinaje de los clérigos de su tiempo y la vida muelle de los monjes. Propugnaba una reforma profunda de la Iglesia en la línea evangélica y tomando como modelo las primeras comunidades cristianas.
No fue un sacerdote vulgar: En 1401 obtuvo el cargo de decano de la Facultad de Arte y Filosofía, y en 1409 fue nombrado rector de la Universidad de Praga. Sus propias ideas, basadas en la lectura del Evangelio, necesariamente conectaron con las que venían de Inglaterra (John Wiclef). Consecuente con ellas, Hus llevó una vida austera y hasta rigurosa; esas ideas que con tanto ardor defendía lo hicieron un iluminado, un intransigente rayano en el fanatismo pero no más que cualquier fundador de cualquier orden religiosa reformadora.
Seguro de que estaba en posesión de la verdad y confiado en el salvoconducto proporcionado por el rey Segismundo, Hus acudió a Constanza, reclamado por las autoridades eclesiásticas para esclarecer su doctrina. Quizá ese delirio fanático de que estaba imbuido y el hecho de que tenía muchísimos seguidores le infundieron la convicción de la santidad de su causa, de que en Constanza escucharían sus razones y de que convencería a los padres conciliares.
Desde luego que impresionó a los presentes en el Consistorio con su fogosa oratoria pero no supo calibrar lo que estaba en juego: ¡fue a predicar reforma nada menos que a aquellos que más perjudicados serían con la misma!
Fue acusado de hereje por seguidor de Wicliff --éste a su vez condenado como hereje en el concilio de Londres-- e invitado a retractarse o, al menos, suavizar su postura para escapar de la pena. Los padres conciliares eran conscientes de la repercusión que tendría su martirio. Juan Hus no cedió, se sentía iluminado por la verdad. El mismo rey Segismundo de Hungría, presente en el concilio, se sintió traicionado ante tanta obstinación y lo acusó de traición (delito político).
Descabezada la herejía de los husitas, los padres conciliares pudieron seguir deliberando con tranquilidad sobre otros asuntos. “Muerto el perro se acabó la rabia”, se dijeron. Se engañaron, porque Hus trajo de modo natural a Lutero, con profecía incluída.