El fraude de la confesión penitente o penitencia confesa.

Admito algunos beneficios de la confesión: el hecho de “descargar” la psique de lacras --oh paradoja-- “inconfesables”, produce un efecto benéfico, una sedación de la angustia en la persona. Es decir, el hecho psicológico de hablar, de usar la palabra, cura determinadas dolencias.

Más allá de lo dicho, la confesión tal como la entiende y practica la Iglesia, aparte de una perversión, procede de una confusión bastante interesada. El modo ya se conoce: el sacerdote se esconde en una especie de jaula; la penitente dice haber ofendido a otra persona, a Dios o a sí misma, de pensamiento, palabra u omisión; la penitente pide perdón al sacerdote para que, por su medio, sea perdonada por Dios.

El sacramento de la penitencia no fue instituido por Jesucristo. No, no tiene un origen testamentario. He leído que esta forma privada de pedir perdón la inventó un desconocido abad de un monasterio irlandés, práctica que luego se extendió a otros monasterios. Era el medio de que se servía el abad para conocer hasta los pensamientos más escondidos de los monjes. El invento pasó a otros países hasta que se hizo tan popular –lógicamente entre la jerarquía— que el Papa Inocencio III impuso la confesión como forma de perdonar los pecados, todos, hasta los de pensamiento.

De Inocencio III habría que decir mucho, pero no es éste el momento. Sus pecados no es posible que los pudiera perdonar ni el mismo Dios. Subyacía en el fondo de tal imposición el deseo de este papa de conocer las intenciones religiosas y sobre todo políticas de los súbditos. A través del cómo y del qué, se conocía a quiénes. Lo más importante no era perdonar los pecados sino averiguarlos. De ese modo se podían descubrir herejes o simples disidentes.

No fue una medida que la gente aceptara de grado, pero la insistencia de las decisiones papales siguientes consiguió imponerla. A Inocencio III le sucedió Inocencio IV y éste amplió el método: instauró el “santo” Tribunal de la Inquisición, que es una confesión a lo bestia.

Dirán, hoy, que si bien el origen fue retorcido cuando no protervo, sin embargo produjo muchos efectos benéficos en los fieles que sinceramente confiesan sus pecados.

Admítase esta simple argumentación que tiene más fundamento evangélico que todos los considerandos del edicto lateranense: el hombre peca; y peca contra las leyes de Dios; por eso pide perdón a Dios y éste siempre perdona. ¿Hace falta un intermediario para eso? Cuando peca contra sus hermanos, lo lógico es que pida perdón a quien ha ofendido para obtener el perdón. ¿Por qué esa intermediación del sacerdote, al que ni le va ni le viene que esa monja muestre contrición por haber mirado con ira a su superiora y ésta se haya enfadado?

Respecto a la sacramentalización del acto de pedir perdón, nos encontramos con otro invento de los teólogos para dar contenido a una medida instituida por la siniestra corte papal.

En los primeros tiempos, los cristianos pensaban que era el bautismo el que redimía y con él quedaban limpios. A partir del siglo III se comenzaron a preguntar por la manera litúrgica de perdonar los pecados. Con respecto a aquellos pecados graves, subrayamos lo de graves, la penitencia era pública, tras haber reconocido el “convertido” su culpa ante el obispo. De los pecados leves, si realmente eran pecados, nada se decía. Era cuestión de entenderse unos con otros.

La penitencia privada, origen del rito de la confesión, comenzó en el siglo VI, como hemos indicado arriba. El IV Concilio de Letrán (1215) impuso la obligación de confesar con un sacerdote al menos una vez al año, bajo pena de pecado mortal.

Basta leer la literatura de los siglos siguientes para darse cuenta de la enorme angustia que suponía morir sin confesión. Leer nada más. Y cómo el que caía en un duelo o en un combate o ante una enfermedad su grito primero era "¡confesión!"

La Reforma Protestante acabó de un plumazo con este ridículo rito, sin principio ni fundamento. El Concilio de Trento sí supo ver otro principio y otros fundamentos. Eso sí, cualquiera que piense deduce que uno no peca –no confesándose una vez al año— por no querer pecar.

No queremos con esto decir que no se vayan a confesar. Obedezcan, porque ése es el primer mandamiento en la Iglesia, la obediencia. Si de este modo uno alivia su conciencia y siente paz consigo mismo...

Pero no se engañe ni engañe a los demás afirmando lo que le obligan a afirmar, como que esto es algo que procura gracia de Dios o que Jesucristo lo impuso o que esto es el flujo de la Pasión de Cristo sobre su persona. Vestiduras de un muñeco.
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