Sobre la muerte y resurrección de Jesús: reflexión crítica /3

Si Cristo no fue resucitado, vana es vuestra fe (Pablo de Tarso)

Desde el punto de vista racional, la resurrección de Jesús se presenta como una realidad sobrenatural y misteriosa, solo aceptada por un acto de fe y a la que no tiene acceso la ciencia histórica. En efecto, es un artículo de fe dogmatizado en el Símbolo del concilio de Nicea. De hecho, si pudiese ser demostrada con pruebas empíricas desde el conocimiento histórico, ya no sería necesaria la creencia de fe.

Lo único que es histórico con seguridad  es la creencia de los discípulos en ella, un acto de fe que según la misma teología es un don divino, lo que se convierte en una falacia de petición de principio: la fe es don divino porque yo lo creo, y yo lo creo firmemente porque es don divino.

Pero ese acto de fe colectiva de los discípulos ha hecho mucha historia al convertirse en el frágil fundamento de la nueva religión cristiana, a la que el dogma eclesiástico atribuye origen divino. Por eso dice Pablo a los fieles de Corinto que “si Cristo no fue resucitado, vana es vuestra fe” (1 Cor 15, 17). 

El historiador francés Ernest Renan, autor el el siglo XIX de una polémica Vida de Jesús, actualmente muy superada por obsoleta, compara el cristianismo con un gigantesco edificio construido sobre el precario fundamento de la fe en la resurrección.

El punto de vista del historiador es diferente al del teólogo y conviene subrayarlo para evitar confusión metodológica y epistémica. El sepulcro vacío y las presuntas apariciones sólo a sus discípulos son pruebas falaces, pues presuponen la fe previa, la convicción firme de que Jesús seguía vivo.

Si una tumba está vacía, ello no implica que el muerto haya recuperado la vida. El cuerpo bien pudo haber sido robado, como supuso algún estudioso. Y en cuanto a las presuntas apariciones, ninguna se hace a personas ajenas al grupo de Jesús, lo que las convierte en testimonios sospechosos. Más fidedignas hubieran sido si le hubieran ocurrido al tetrarca  Antipas, a Poncio Pilato o a algunos de los enemigos de Jesús.

Una realidad sobrenatural presupone la fe, pues los discípulos ya creían en el Cristo resucitado antes de las supuestas apariciones, aunque los relatos de éstas pudieron difundir y aumentar la fe colectiva por contagio, que algunos estudiosos consideran meras alucinaciones. Lo que es claro es que no corresponde a la investigación histórica dar explicación de una presunta realidad sobrenatural, que va más allá de la experiencia sensible, la propia de la ciencia.

Pero para la investigación confesional, como sostiene el exegeta católico J. P. Meier, no todo lo real se reduce a lo comprobable por medios empíricos, por lo que este jesuita estadounidense deja abierta una vía al misterio, al distinguir entre el Jesús real y el histórico, lo que es congruente con la doctrina ortodoxa.

Si Pilato, cuyo grado de crueldad fue notorio, en vez de ordenar la crucifixión de Jesús, hubiera decidido condenarlo a cadena perpetua,  probablemente el cristianismo no hubiera existido o bien el movimiento de los nazarenos sería una secta más, minoritaria y sin trascendencia histórica, como fueron los esenios o los baptistas discípulos de Juan Bautista. En este hipotético caso, Pablo no tendría ocasión de crear su teología especulativa, desligada de la historia del Nazareno, término que no aparece en sus cartas.

En cuanto a la idea de resurrección (anástasis) de Jesús, Pablo es el primer autor del Nuevo Testamento en referirse a ella en la primera carta a los fieles de Corinto (1 Cor 15, 1-11).  En ese importante texto, básico para la construcción del futuro Credo cristiano, afirma que “Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras, que fue sepultado y que fue resucitado al tercer día, según  las Escrituras” (vv. 3-4). Pero no menciona ninguna cita de esas Escrituras, que prefiguren el milagro futuro de la resurrección.

Conviene, además, hacer una precisión filológica referente a la afirmación confesional de la resurrección, señalando que no es propiamente Jesús quien resucita por sí mismo y por su propio poder, sino que es resucitado por su Padre Dios (egégertai o egérthe en el original griego), tal como indican los textos del Nuevo Testamento mediante los aoristos griegos en su forma pasiva.

Ello es igualmente aplicable a la ascensión narrada por Lucas, pues Jesús no ascendió al cielo por su propia potestad, sino que fue ascendido o asunto (ferebatur, en la Vulgata), aunque en los credos posteriores, una vez que Jesús fue  divinizado de forma dogmática, se afirme que “resucitó” o que “ascendió” al cielo, como recogerán los catecismos posteriores y el culto litúrgico.

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