¡Lo que saben los creyentes!

Desde luego, muchos saben más del mundo del más allá que del funcionamiento y leyes de este mundo. Son los teólogos y los doctores de la Iglesia así como las grandes autoridades del Islam. Y también muchos fieles ilustrados. Es una paradoja que ninguna persona normal entiende.
Saben lo que va a pasar cuando ese mundo sucumba; saben cómo está constituido el cielo y las jerarquías que hay. Saben el número y distribución de los espíritus que rodean el trono de Dios: los más cercanos y que soportan el fulgor de Dios, serafines, querubines y tronos; vienen luego los heraldos de su poder, dominaciones, principados y potestades; y finalmente los mensajeros, virtudes, ángeles y arcángeles (¿cómo llegarían a tal precisión?). Saben de qué está constituido el infierno...
Quizá los que mejor describen ese lugar sean los doctores musulmanes, cuanto más provenientes del desierto más sabios. Ese Paraíso tiene
arroyos, jardines, ríos, manantiales, terrazas floridas, frutos y bebidas magníficas, huríes de grandes ojos, siempre vírgenes, jóvenes amables, camas en abundancia, vestimentas magníficas, telas lujosas, adornos extraordinarios, oro, perlas, perfumes, vajillas preciosas...
Alguien ha tildado a ese mundo, que sólo los iniciados conocen, como “geografía histérica”. Verdaderamente una descripción maravillosa para el turismo ontológico. Pero con un defecto, que curiosamente es lo contrario de lo se carece en la tierra, sobre todo si ésta es puro desierto. O sea, descripción de deseos.
Seguimos con los musulmanes porque lo que refulge en sus descripciones es la credulidad más refinada. Sabemos que los fieles islamitas están sometidos a ritos bien definidos, que cumplen a rajatabla, y leyes drásticas que regulan lo puro y lo impuro. ¿Pero es eso bueno para el hombre? No, por cómo todo ello desaparece en el más allá.
De hecho en el Paraíso está permitido todo lo que en este mundo prohíbe el Corán. En el banquete celestial beben vino (sura LXXXIII, aleya 25; 47, 15), pueden consumir cerdo (LII, 22), cantan, se engalanan con adornos de oro (XVIII,31), comen y beben en platos y vasos hechos con metales preciosos, visten de seda, bromean con las huríes (44, 54), disponen de vírgenes eternas (LV, 70) o de efebos (¡en esta tierra ahorcan a los homosexuales!) (LVI.17)... Vino, oro, seda o platos metálicos están prohibidos por el Corán.
Todo lo prohibido aquí, se permite allá: ¿no es esto señal de la poca convicción de las prescripciones religiosas?
El absurdo más absoluto esparce sus perlas jocosas en el libro sagrado, el Corán. Religión nacida en el desierto y asentada en vergeles celestiales. Primavera eterna; viento impregnado de almizcle; dulzura de los ríos de leche, miel, vino y agua; racimos de uva tan grandes que un cuervo tarde un mes en circundarlos; sombras inagotables de bananos; caballos alados que en un parpadeo recorre distancias siderales...
Y ¿qué decir del propio cuerpo? Un cuerpo sin necesidades, ni de alimentación ni de excreción (hasta en los detalles más nimios se recrea ese texto venerado por millones de débiles mentales). Un cuerpo que no evacua, sin flatulencias ni gases y eructos perfumados de almizcle. Tampoco hay procreación, solamente placer.
Unos creen todo esto por anomalía mental; otros por imperativo categórico o miedo a perder la cabeza separada del cuerpo. Y al fin, una sociedad emasculada, incapaz de generar progreso, democracia, debate social, avances científicos. Sólo imposición, guerras y atraso, donde algunas naciones hiper fanatizadas se mantienen por la generosa oferta que la Tierra les procura, el petróleo.
Y, cosa que no sucede entre los cristianos que,si es familiar cercano y querido lloran y lamentan su muerte, los musulmanes tratan de acortar su estancia en la Tierra... siempre que puedan producir el máximo daño a los descreídos infieles que son fuente de todos sus males, los ciudadanos de Occidente.
Es algo que los cristianos no entienden pero que la lógica de la fe musulmana debiera servir de modelo. ¿Hasta ese punto, decimos, llega su credulidad? ¿Y cómo no? O la fe es como debe ser o las medias tintas no son nada. Si el ideal está en el otro mundo lo lógico es desaparecer de éste: el niño bautizado es bondad absoluta. Lo mejor sería que se trasladara inmediatamente al otro mundo.
La ironía de estas palabras no puede ocultar la aberración que subyace en la creencia en mundos de felicidad absoluta. Los que se inmolan por Alá son consecuentes de manera absoluta.
Y ese es el espanto que produce la credulidad, que a tal grado llega que pasa por encima de lo primero que tiene el hombre, la vida. Ante esto, cualquier inteligencia sucumbe.