Dolor y amor para el Día del Padre

Versos en el primer verano de su muerte


Todos tenemos un padre. Muchos tenemos ya un padre difunto. ¿Quién no ha visto a algún niño preparando su ingenuo trabajo escolar como regalo para su padre aún joven? Los que hemos llegado ya a una respetable edad podemos mandar hoy el regalo de amor a nuestro padre muerto. Es curioso: la muerte nos revela a veces las crecidas proporciones de nuestro afecto a una persona que de pronto nos falta. ¿No lo sabíamos antes? No habíamos caído quizá en la cuenta de que el amor verdadero no requiere necesariamente gestos, signos extraordinarios. Vive su profundidad en los trazos más sencillos de la vida cotidiana. La muerte nos abre los ojos y nos descubre de súbito la fuerza y el arraigo de los lazos que nos unían a nuestros seres queridos cuando aún vivían. Esa muerte, por ejemplo, que desgarró todas las ataduras visibles y borró brutalmente la presencia de un padre hasta entonces familiar y cercano.

Muchos poetas han llorado al padre muerto. Jorge Manrique, además de llorar al suyo, hizo unas "Coplas" memorables en las que penetraba en la fugacidad y el sentido de la vida. Yo no aspiraba a tanto cuando, una mañana de junio ya lejano, al abrir la ventana, me vi cegado por la luz de un verano incipiente. Fue como una revelación, una conmoción cercana a la lágrimas: el primer verano del que ya no gozaba mi padre, fallecido unos meses antes.

Como millones de padres de entonces, el mío era un sencillo agricultor hecho al trabajo extenuante, sin demasiada expresión en las palabras al amor que por sus hijos sentía. Mi revelación en el estallido de ese primer verano tuvo salida en un poema que he visto citado con alguna frecuencia. El campo y sus labores, las herramientas agrícolas, los cultivos de mi tierra de origen, hasta el vocabulario regional en algún caso, están presentes en este poema de dolor, amor y ausencia. Espero que diga algo a quienes disfrutan del amor de un padre vivo y a aquellos, de más años, que quisieron de verdad a sus padres antes de que se inventara “El Día del Padre”.

Primer verano


Ahora, padre, que amanece y rompe como un hachazo espléndido
el verano sin ti, siento vacío el mundo,
parado el aire tibio, encogida la luz que se derrama.
Ven a las mieses, ven,
para que lamentemos la ballueca,
ven al olor a tierra y a mañana,
ven a tocar la espiga
y a respirar el polvo de los tuyos.
Padre mío, que estás en la muerte,
pronunciado sea tu nombre en la mañana de los pájaros,
venga tu piel tostada de anciano al reino del sol,
hágase al fin tu palabra sin voz en esta tierra que tanto has amado.
Ven a las viñas, ven y ponte a edrar,
vuelve a la ternura de los pámpanos,
ven al cansancio, ven al trago de vino
y a aquel sudor tan tuyo.
Por esta ausencia tuya, hermana de la tierra,
se abrasa mi recuerdo de ababoles,
se desmaya de láginas,
se eriza con lo agudo de los cardos,
zarpa sobre las olas de las mieses,
anuncia entre las cepas las ubres de dulzura,
se retuerce de olivo de tu raza sin fondo.
Por esta ausencia tuya mi voluntad madruga,
pone las herramientas en tus manos:
te da una azada, layas, hoz, tijeras
de podar (lo que murió no admite más heridas).
Ven a las mieses, ven,
pues fuiste segador de tanto abrazo.
Ven a las cepas, ven, ven al aceite;
vuelva tu poda lenta como un rito.
Ven a la vida, ven, ven de la muerte.
Ven a mi llanto, que el verano empieza.


(25 de junio de 1982)
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