Una paloma de verano

Este blog se sostiene en un atrevimiento. En el atrevimiento de ir presentando un poema semanal, generalmente escrito y publicado tiempo atrás. Fue algo sugerido básicamente por el director de Religión Digital y aceptado por mi parte. Habitualmente vengo ofreciendo mis versos haciéndolos preceder de una entrada previa que los conecta con la actualidad. Ello me obliga a elegir determinados poemas coyunturalmente más vivos y a no perderme en lejanos olimpos. Es un ejercicio de renuncia a la calidad por la calidad. Pero es un estimulante ejercicio.

Hoy no entrego versos, sino una página de mi libro “Elogio de la ingenuidad” que explica, siquiera en una mínima parte, lo que es para mí, y sospecho que para otros muchos, la poesía. En estas días de calor, en vez de llevar al periódico el tema de la famosa serpiente, llevo como una paloma de verano.



EL POETA


No eligió dedicar su alma y su vida a ganar dinero, ni a hacerse una alta posición social, ni a conquistar un nombre por todos los medios. Tampoco eligió ser poeta. No lo decidió, pero lo es. Quiéralo o no –nunca dejó del todo de quererlo-, nació inseparable siamés, más que atado a la poesía. Aunque pasen meses y aun años sin escribir un verso, vuelve de nuevo a la palabra herida. Vuelve siempre. No se considera por ello mejor ni peor que los demás. Sabe que no lo es. Sabe también que por caminos líricos rara vez se suben unos pocos peldaños en la escalera del triunfo. Aun los que pisan el último tramo entran en un recinto de intimidad a donde ni excepcionalmente llega el clamor de las masas.


En ocasiones, quizá por puro error del personal destino, quien nació poeta alcanzó alguna cumbre de poder. Lo más común es, sin embargo, que la vida del poeta sea más callada que pública. Y, por mucho que su voz se haga grito, jamás resonará como el clamor de los estadios o los discursos leídos y entonados por altos personajes y escritos por un negro en la sombra.


Hay poetas que huyen de la oscuridad y traspasan de pronto con la aceptación de un cargo las paredes de su santuario. Hay poetas que, fatigados de la soledad y el silencio, salen a la compañía y a las voces con la palabra en las manos, pero adobada para otros géneros literarios. O hecha moneda más común en las colaboraciones periodísticas. Los que permanecen más fieles y como entregados a una más estricta monogamia no suelen ser más reconocidos o celebrados. Por cierto que, por poetas, no gozan tampoco de una existencia más feliz, exceptuando quizá el breve y laborioso éxtasis y el fulgor de los fugaces trances creativos. Poetas hay, incluso, más infelices. O sólo aparentemente felices para quienes les leen o admiran a distancia, cuando tras una obra, tal vez excelsa, se oculta un duro destino y hasta un alma miserable.


El poeta –de mil maneras, con mil matices, con todas las trampas y ruindades que se quiera, con todas las carencias que puedan presentarlo a la sociedad como un ser inútil- es un ingenuo en el sentido más puro de la palabra. Persigue a la luna en el repetido horizonte y alarga insistentemente sus brazos a la imposible utopía del todo. Y nadie, o pocos como él, se ve tan forzado a mostrar sin doblez lo más íntimo de sí mismo. Aun el más inclinado al distanciamiento o a la misma impostura, siendo poeta de ley, tendrá siempre algo de niño. Hasta cuando trate de hacer trampa, nos entregará su alma.

(De "Elogio de la ingenuidad", Nueva Utopía, Madrid, 2007, p. 70-71)
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