Libros XVI: Un español general de los jesuitas a comienzos del siglo XX.

Memorias del P. Luis Martín. General de la Compañía de Jesús. Tomo I (1846-1891), Tomo II (1892-1906). Universidad de Deusto, Ediciones Mensajero, Institutum Historicum S.J., Universidad Comillas, Madrid, 1988, XLVII+ 1120 y LII+ 1075 pgs. Edición preparada por José Ramón Eguillor, Manuel Revuelta y Rafael Mª Sanz de Diego

Estamos ante una obra importantísima que, nos tememos, ha pasado muy desapercibida . Sin merecerlo. La creemos capital para conocer quien fue el 24 Prepósito General de la Compañía de Jesús, la misma Compañía y la época histórica que le tocó vivir (1846-1906), con especial incidencia en la historia de España. Capital, porque está redactada por el protagonista y, ese protagonista era nada menos que el Papa Negro. Esa persona de quien decían era quien más mandaba en la Iglesia después del Papa Blanco, el Romano Pontífice, y algunos opinaban que incluso más que él.
A mí el libro me descabalgó esquemas que creía fundadísimos. Los jesuitas tenían muy poco poder y, además, el Papa simpatizaba poco con ellos. Y ellos, en general, al menos desde España, sintonizaban poquísimo con el Romano Pontífice. Me refiero, por supuesto, a León XIII. Sus riquezas eran más bien una discreta pobreza. Pero bastante pobre. Y eso que en España eran casi privilegiados comparados con otras naciones. Perseguidos en todos lados, eran echados periódicamente de sus casas. Que tenían que abandonar con lo puesto y poco más. Y así vemos a los españoles acogidos en Francia para ver poco después a los franceses acogidos en España. Eso es conocido de todos. Pero los detalles de las expulsiones cobra vida entrañable en la narración de tanta persecución. Aunque, ciertamente, no faltaban personas fidelísimas a la Compañía que procuraban mitigar tanta desgracia.
En primer lugar la obra es una autobiografía del P. Martín. Y la imagen que él nos da de sí mismo nos parece bastante penosa. Tímido, orgulloso, vanidosos, pagado de sí mismo, poco sociable, poco piadoso aunque ritualista, al menos hasta su “conversión” que no tuvo lugar hasta diez años antes de su muerte y cuando ya llevaba varios de general de la Compañía, autoritario, carente de amigos, ordenancista, falso, astuto y calculador, taimado si se quiere, minucioso, despegado de su familia, que eran sólo sus padres y un hermano que murió enseguida –otros habían muerto antes de su ingreso en la Compañía-, con defectos, que él nos narra, graves aunque tan ocultos que nadie sabría de ellos si no los hubiera reflejado en sus memorias. Con afectos extraños hacia compañeros, que parece no pasaron de inclinaciones desordenadas, aunque tampoco era insensible a la belleza femenina, dado a lecturas no recomendables, que hacía a ocultas y sin conocimiento de sus superiores, con ya extrañas y morbosas curiosidades que le llevaban a hurtar horas de sueño para subir, desapercibido, a terrazas para curiosear desde allí, con prismáticos, el entorno residencial, incluso aun siendo Prepósito General, severo con sus compañeros, o con sus hijos, cuando ya ocupó cargos de gobierno... Si no hubiera él narrado los rasgos de su personalidad creeríamos los había escrito un enemigo de la Compañía. Cierto que, tras cada Ejercicios espirituales del año, parecía decidido a abandonar tantas miserias. Pero, como él mismo dice, esos propósitos le duraban poquísimo para volver a reincidir en sus extrañas costumbres. De su vanidad recojamos solamente su prurito de escribir versos –jamás encontré ninguno de ellos reproducido por lo que pienso deberían ser de muy escaso valor, aunque él creyera lo contrario- y el afán de citarlos y llevarlos consigo –con él fueron a Roma cuando fue elevado a los más altos destinos de la Compañía- y en que después, a su muerte, volvieran a España con sus Memorias, clandestinamente, en decisión que nos parece por lo menos irregular pues los papeles del general de la Compañía deberían quedar en Roma a disposición y decisión de su sucesor. Y ya que hablamos de los afanes literarios del P. Martín no estará de más el señalar como después de haberse iniciado en un estilo barroco llegó a la conclusión de que no estaba en él la belleza literaria y evolucionó a uno más sencillo y directo tomando por ejemplo a quien le debió parecer el genio de las Letras españolas. ¡A Hartzenbusch!
Pues bien, en 1895, cuando ya era General de la Compañía y por tanto con más trabajos y preocupaciones que los que le habían ocupado en todos sus años anteriores, encuentra tiempo para escribir sus Memorias. Y, no un breve relato de su vida, más de dos mil páginas, y los editores nos han ahorrado unas cuantas, seguramente otro volumen igual a los editados, en libro que no es de bolsillo precisamente. Debieron ser muchísimas las horas que dedicó al trabajo y sospechamos que furtivamente. Y como además pensaba que para su cargo le convenían los idiomas, las redactaba indistintamente en castellano, inglés y francés para perfeccionarse en estos dos últimos. Lo que sin duda le ocuparía más tiempo todavía. Nunca me había encontrado con tan absurdo sistema de aprender o perfeccionar idiomas. Y en persona que en su curia tenía a su disposición a franceses e ingleses con los que practicar todos los días y, si lo estimara oportuno, para recibir de ellos clases particulares.
Tan extensísimo relato desmenuza su vida que llegamos a conocerla al detalle. Tanto en sus aspectos externos como en los internos o psicológicos. Pero también nos sirve para conocer exhaustivamente a la Compañía de Jesús de sus días. Y días en verdad complicadísimos. Si la fundación ignaciana conoció casi siempre notables dificultades, el último tercio del siglo XIX y los primeros años del XX fueron especialmente conflictivos para ella en España, Italia, Alemania, Francia, Polonia, América hispana... Seguramente los editores, aterrados ante la extensión de la obra, nos han ahorrado páginas del generalato, que parecen interesantísimas, por lo que las Memorias no nos dan una versión universal de la Compañía. Pero su acontecer en la provincia de Castilla, de la que el P. Martín fue Provincial, queda reflejado con tal minuciosidad que bien podríamos decir que estamos ante una crónica de la misma. Al igual que del destierro de Poyanne. Y también aquí, sorpresas. Aquel cuerpo monolítico, de obediencia perinde ac cadaver, de personas preparadísimas y llenas de virtudes no era tal sino una especie de olla de grillos. Los novicios llegaban con escasísima preparación y buena parte de ellos no eran aptos para obtener de ellos lo que la naturaleza no les había dado, los profesores, en buena parte malos, muchos de los padres hacían lo que les daba la gana y se odiaban entre sí y a sus superiores, los abandonos eran numerosos, tanto entre novicios como entre padres, éstos estaban tan apegados a sus propias ideas que creaban no pocos conflictos a superiores en la Compañía, a obispos y aun a seglares... La pobreza encontraba algunas resistencias, la obediencia, todas. Sólo la castidad parecía generalmente observada pues las quiebras a la misma son verdaderamente mínimas. Prácticamente inexistentes. Por supuesto que hay que aplicar a todo ello las correcciones que impone el carácter de Luis Martín. Entre sus defectos, notables, no estaba el de la relajación de la austeridad. Austero lo fue siempre. Más por inclinación natural que por virtud. Y ello le inducía a severidades que no venían exigidas por la entidad de los defectos. Lo que a él le parecían graves faltas más bien las creemos atenuaciones no pocas veces de escasa monta.
En cuanto a la obediencia ya hay mucho más que decir. Porque los jesuitas españoles de la Provincia de Castilla, y yo creo que podemos extenderlo a la de Aragón y también, aunque algo menos, a la recién creada de Toledo, vivieron en esos años una gravísima crisis que llegó a preocupar en el Vaticano y que causó mil inquietudes al General, P. Anderledy, y al P. Martín como superior, provincial y más tarde Prepósito General de la Compañía. Me estoy refiriendo a la división política que afectó entonces a los católicos españoles y a la que después dedicaremos más atención. Pero también hubo otras cuestiones menores respecto a los ministerios, la dirección de monjas, que el P. Martín odiaba, siguiendo en ello al general Anderledy, las obras particulares... Luego nos referiremos a la genial intuición de P. Gómez que dio lugar a Comillas. Porque lo del P. Mazquiarán en Tudela es pura anécdota sin trascendencia. El calculador y minucioso Martín no podía entenderse con aquel soñador de amplios espacios apostólicos que se asemejaba mucho más a un Javier de conquistas que a un calculador de gastos, profesores y consecuencias políticas. Todo debe haber en la viña del Señor. Y, ciertamente, algunos deben ser enfrenados. Pero bueno sería también que los otros tuvieran ilusiones y no meros cálculos. Luego está también la Providencia. Con quien tan pocos cuentan. Unos, porque tan convencidos como están de que marcha con ellos, llegan a olvidarla. Otros, porque, en el fondo, no llegan a creer que existe. El P. Gómez era de los primeros. El P. Martín tal vez llegara a pensar que la Providencia era él.
También llama la atención en esos días la cantidad de sacerdotes, y varios canónigos entre ellos, que por entonces solicitaban su ingreso en la Compañía de Jesús en busca, sin duda, de mayor perfección. Abandonando puestos honrosísimos en la Iglesia, algunos sin duda camino del obispado, por la pobre sotana jesuítica. Y por una vida de pobreza y obediencia. Que a la castidad ya estaban obligados. Mucho me temo que casos tan frecuentes aquella época sean hoy auténticas excepciones. Como el de seminaristas que cambien su seminario por el noviciado de la Compañía, como ocurrió, entre otros muchos, con el Padre Luis Martín. Tal vez debieran pensar los responsables de la Compañía de Jesús cual es la causa de semejante cambio. Yo la entiendo muy clara. Pero tampoco es lugar el de esta recensión para exponer más extensamente mis opiniones sobre la actual crisis de la fundación ignaciana.
Si todo lo que hemos referido hasta ahora es historia, de la Iglesia y de España, ahora vamos a entrar en lo que es pura asignatura. El P. Martín vivió importantes sucesos de la historia de España. En lo que a expulsiones jesuíticas respecta le tocó las de la Gloriosa y de ello queda puntual referencia tanto del destierro en Poyanne como del motín que le tocó vivir en León. También los avatares de Loyola quedan reflejados si bien con menor extensión. Capítulo fundamental fue la fundación de Comillas con todo lo que significó para el catolicismo hispano. Fue una de las obras verdaderamente insignes de la Compañía en España y hoy es triste ver como agoniza suicidada por el progresismo jesuítico actual. Hábilmente camuflada por otras instituciones distintas y prósperas: ICAI, ICADE..., integradas artificialmente en lo que Comillas no era, apenas disimulan el perecer de aquella institución admirable que llenó de obispos y de celosos sacerdotes a la Iglesia hispana. El Padre Martín, tan poco dado a hablar bien de nadie, parece hacer una excepción con el segundo marqués de Comillas. Aunque no hubiera faltado más que, después del espléndido regalo que hizo a la Compañía de Jesús, lo fuera a poner verde.
También está relatado, con la minuciosidad propia de un espíritu minucioso la primera Congregación general que tuvo la Compañía de Jesús fuera de Roma y en la que precisamente fue elegido Prepósito General el Padre Luis Martín. Y el descontento de parte de los jesuitas con el gobierno de su antecesor el Padre Anderledy. Martín, anderledista acérrimo, no se caracterizó por la defensa de quien le había llamado a Roma y le nombró vicario general. Una vez más, el cálculo y la frialdad de sentimientos dominaron a la devoción y a la lealtad personal. También queda constancia de las reservas de León XIII y de Rampolla ante la actitud de los jesuitas y de Anderledy, aunque no faltaran reconocimientos póstumos. En las notas, ejemplares y que rezuman saberes, del P. Revuelta, se apuntan también graves discrepancias de San Pío X con el Padre Wernz, sucesor en el generalato del Padre Martín. Lástima que no tengamos más precisiones. Las notables diferencias del, también general, Padre Arrupe con PabloVI, Juan Pablo I y Juan Pablo II, que llevaron a este último a interferir en el gobierno de la Compañía por un medio extraordinario, jamás utilizado hasta entonces, parece, contra el creer de muchos, que no eran cosa nueva entre los jesuitas. Aunque es preciso reconocer que el giro radical que se produjo en León XIII respecto a los jesuitas se debió a la obediencia total del nuevo Padre General a su política. Al Papa le desagradaba el poco afecto de la Compañía al tomismo y, sobre todo, su apoyo al integrismo. La cauta prudencia del Padre Martín ante lo primero y su decidida alineación con el Papa y con Rampolla ante lo segundo, aun renunciando a su propia opinión –el P. Martín quería para los suyos una total asepsia política y, además, en el fondo era carlista, mientras que el Papa reclamaba el compromiso con los poderes fácticos: La dinastía liberal en España, la República en Francia, la Monarquía inglesa...-, llevó no sólo a la reconciliación sino a una total satisfacción del Pontífice. Que cambió por completo de actitud ante la Compañía. El Padre Martín se sintió muy identificado con él. No tanto con el Secretario de Estado de quien no tenía un gran concepto. Tal vez porque eran personalidades muy parecidas.
Porque debemos precisar que las discrepancias del Pontífice con Anderledy no se debían a la Compañía sino, sobre todo, al cambio de actitud del Pontificado respecto al liberalismo o, mejor dicho, ante las situaciones liberales. Más o menos radicales. Y ante el abandono de la defensa de los legitimismos. No era fácil descomprometer a una Compañía comprometida y convencida del compromiso. Y más difícil todavía comprometerla en lo contrario. O en lo que a muchos se lo parecía. De los contenciosos del P. Wernz con San Pío X nada podemos decir porque los desconocemos. Los de Arrupe fueron distintos. Ahí no había cambiado el Pontificado sino la Compañía. Que tampoco seguía al Papa, en este caso a los Papas, en sus directrices. El Padre Kolvenbach ha intentado recomponer las relaciones, con resultado discutible. Pero ya la Compañía no es lo que era y, además, en días de contestación general, pasa mucho más desapercibida.
Y llegamos al punto capital de las Memorias del P. Martín: la división de los católicos. Me parece un documento extraordinario para dilucidar cuestión tan tratada por los historiadores. En España y en el extranjero. Porque la política de León XIII tuvo contestaciones no sólo en España. El Padre Luis Martín no era de familia carlista pero, en Poyanne, compartió esas simpatías, generales en los jesuitas del destierro, y luego las mantuvo de algún modo aunque no le entusiasmara la figura de Don Carlos. Por supuesto que desde su frialdad psicológica. Después vivió las diferencias entre los católicos, el distanciamiento de los obispos, las encarnizadas polémicas entre unos y otros. Y su línea de conducta la tuvo clara desde el primer momento. Mantenerse al margen por el bien de la Compañía. No le interesó nunca saber si alguien tenía la razón, es más, él creía que alguien la tenía, pero eso no tenía importancia. Había que sobrevivir y, para ello, la mejor manera, según él, era estar al margen de esas cuestiones. Pero Roma quería una alineación. Contraria al sentir mayoritario de los jesuitas españoles. Entonces, cuando vio que el marginalismo tampoco bastaba, se alineó decididamente con la política vaticana. Ni Don Carlos ni integristas. María Cristina. Era, además, la política que más frutos prometía, al menos mundanos, porque era el Gobierno. Gobierno que, además, no se portaba mal con ellos. La celebración de la Congregación general en Loyola, sin problema alguno era la mejor muestra de ello. Lo quería el Papa, lo quería Rampolla, lo quería el Gobierno pues, de cabeza. Bueno, de cabeza no, porque él nunca abandonaba cautelas, cálculos y prudencias. Casi se podría decir que lo que le hubiera gustado más hubiera sido engañar a todos y que todos se hubieran creído que estaba con ellos. Pero tenía que ser en el fondo del corazón de cada uno porque si lo manifestaban al exterior se descubría el pastel. Como esto era imposible, la calculada imparcialidad.
Los textos y los documentos son paradigmáticos. Y la división de la Compañía, también. En la Provincia de Castilla, y creemos que se puede extrapolar a Aragón y, en menor grado pero también a Toledo, los jesuitas eran en su gran mayoría integristas y, algunos, leales. Dinásticos, apenas ninguno. Los enfrentamientos fueron gravísimos. Con falta, incluso, a la caridad. Luis Martín, como Provincial y como General, prácticamente acabó con ellos. León XIII y Rampolla tuvieron en él un colaborador extraordinario. Y el vuelco de la Compañía fue espectacular. No hemos trascrito textos del P. Martín para no hacer todavía más extensa esta nota. Pero sí queremos dejar constancia de uno que nos parece exactísimo y muy importante. Quien quería, y consiguió, apartar a la Compañía del integrismo, secundando en ello los deseos del Papa, refleja con total exactitud –tendría muchos defectos pero de tonto no tenía nada-, la política que deseaban el Pontífice y su entonces Nuncio en España y después Secretario de Estado, Rampolla: “los dos partidos que se llamaban católicos de unionistas y antiunionistas cada vez se separaban e irritaban más a pesar de los esfuerzos que el Papa y el Nuncio hacían para unirlos o, mejor dicho, para hacer que los segundos callasen y desapareciesen dejando el campo expedito a los primeros” ( I, p. 649). En ello Pecci y Rampolla fueron decididos e inexorables. El P. Martín comprendió enseguida donde estaban el futuro y las buenas relaciones con el Papa. Y en eso se volcó. Ahora, también es preciso decir que, pocas veces hemos visto descrita con más precisión y menos palabras, la actitud pontificia ante la división de los católicos españoles.
De todo ello queda cumplida referencia en las Memorias. Así como de las reservas de algunos obispos con los jesuitas: Cámara en Salamanca, Sánchez de Castro en Santander, Gómez Salazar en Burgos. Los Congresos Católicos, el Padre Mir, Don Carlos, Nocedal, Sardá..., no podían faltar en estas páginas. De enorme importancia para la historia de aquellos días. Creo que todo lo escrito con anterioridad a su publicación deberá releerse después de su testimonio. Se coincidirá o no con las tesis del Padre Martín, si es que tesis pueden llamarse a sus calculadas posiciones, pero es preciso leerlas. Y considerarlas. Se entenderán mejor muchas cosas.
Sus relaciones con Martínez Izquierdo, su obispo en Salamanca, fueron anteriores a estas cuestiones. Su opinión, demasiado cicatera con el prelado que yo creo valía más de lo que el Padre Martín consideraba. Pero, con ese desprecio, salir a pasear con él casi todas las tardes para tenerle propicio y aprovecharse de él, parece demasiado ¿maquiavelismo?. Los enemigos de la Compañía, entre los que evidentemente no me encuentro, dirían jesuitismo. Pero es que Luis Martín parece un vivo retrato de esa imagen de la literatura antijesuítica tan en boga en el siglo XIX. El fin, que era el bien de la Compañía y, por tanto, de la Iglesia, justificaba los medios. Aunque también hay que añadir que esos medios no eran los que aquella literatura presentaba: crímenes, venenos, puñales, violaciones del secreto de confesión... Evidentemente el Padre Martín no tenía nada que ver con eso. Simplemente astucias, silencios calculados, hipócritas condescendencias, maniobras por la espalda...
¿Más cuestiones? Pues sí. Lo que fue Deusto y sus dificultades iniciales, el P. Mir, Pey Ordeix, Electra, su colaboración en el final del integrismo... Todo muy importante para esclarecer aquellas cuestiones, hoy muy olvidadas, pero que tanta importancia tuvieron en aquellos días.
Libro, pues, importantísimo. De lectura obligada para quienes quieran conocer aquellos días, lo que era entonces la Compañía de Jesús y, esto me parece lo menos importante, quien fue el Padre Luis Martín.
No quiero concluir sin hacer mención del extraordinario trabajo del P. Revuelta en la redacción de las infinitas notas que ilustran el texto. Sólo un historiador como él, heredero de aquellos excelente historiadores jesuitas como lo fueron Frías, Astrain, García Villoslada y tantos más, el mejor conocedor de la Compañía española en estos días, podía llevar a cabo esa humilde e impagable labor. No voy a decir que son lo mejor del libro pero sí que sin ellas el texto perdería mucho. Y una mínima apostilla a su magnífico trabajo. Atribuible solamente a distracciones y no a sus conocimientos. El Padre Aguirre, “obispo franciscano de Lugo desde 1885 hasta 1894 en que fue trasladado a Burgos donde murió en 1909” (I, p. 110), no murió en aquella ciudad castellana sino en Toledo, archidiócesis a la que fue trasladado ese último año y donde falleció en 1913 como cardenal Primado de España, como corrige en el segundo tomo (II, p. 633). No se me tome esto más que como una demostración de que las dos mil y pico de páginas han sido leídas de cabo a rabo. Lo que no hemos hecho es contrastar todas las infinitas fechas, de nacimiento, ingreso en la Compañía y fallecimiento de los innumerables jesuitas que aparecen en el libro y que Revuelta facilita. Si bien hemos advertido algún error en alguna de ellas, por ejemplo en las Memorias dice que el famoso jesuita P. Labarta nació en 1807 mientras que en La Compañía de Jesús en la España contemporánea, II, (1884-1906) (p. 215) da como año de su nacimiento el de 1809. Con el también belicoso y antiliberal P. Angel María de Arcos es respecto a la fecha de su fallecimiento en lo que se equivoca y nos equivoca. Porque, evidentemente, todos disponemos de un único día y año para morirnos. El P. Arcos tuvo dos. Se ahogó en El Palo malagueño el 16 de julio de 1910 (La Compañía..., I (1868-1883) (p. 682) y el 24 de julio de 1911 (Memorias, I, p.376). Imposible duplicidad asimismo en la fecha en la que los jesuitas son llamados a Salamanca por el obispo diocesano de la Puente y Primo de Rivera para hacerse cargo del Seminario: 1854 ( II, p. 523) y 1855 ( II, p. 524), y en esta ocasión con una página de diferencia. Tampoco acierta cuando afirma que el famoso, por su integrismo, obispo de Osma, Lagüera, falleció en 1891 (I, p. 225), pues murió en 1892.
Son ininteligibles, también, las fechas de nacimiento y óbito del general Castañón ( I, p. 257), del jesuita cardenal Mazzela ( I, p. 708), que ingresa en la Compañía antes de nacer, y del obispo carmelita Ramón María de San José Moreno Castañeda que, de haber nacido en 1859 como dice (I, p. 443) y no en 1839, habría sido consagrado a los catorce años, así como el que llame Barbarejo, al obispo Barbajero (I, p. 264), haga al después obispo de Santander, Sánchez de Castro, magistral de Coria ( I, p. 572), cuando dos páginas antes nos decía que era lectoral de León, que era su auténtica canonjía, nos diga asimismo que el P. Julián Pereda abandonó la Compañía en 1891 y en 1892, con apenas cinco páginas de diferencia ( I, pp. 673 y 678), afirme que Ledochowski fue creado cardenal por León XIII en 1875 ( I, p. 708), otro imposible, porque tal año León XIII era solamente el cardenal Joaquín Pecci, siendo Pío IX quien le elevó al Sacro Colegio. También equivoca el año del nombramiento de Mariano Miguel y Gómez tanto como obispo de Vitoria como cuando fue promovido a la archidiócesis vallisoletana ( I, p. 631) y el de la concesión de la púrpura cardenalicia a Aloisi-Masella, que anticipa diez años ( II, p. 106), llama Isidro al cardenal Verga ( II, p. 113), cuando en todos los lugares que hemos consultado le llaman Isidoro, y Soldevilla al cardenal Soldevila ( II, p. 264), da una fecha incomprensible para el obispo de La Habana, Santander y Frutos, “(1885-1900)” ( I, p. 741) ya que la primera no puede ser la de su nacimiento, pues habría muerto de obispo con 15 años de edad, ni tampoco fue la de su preconización como obispo en la capital de Cuba que tuvo lugar dos años después. E ignora que José María Blanc, provisor y vicario general de Cascajares en Valladolid ( II, p. 264) fue después, por breve tiempo, obispo de Avila. Creo que es muy desafortunada asimismo la nota sobre el obispo de León en Nicaragua Francisco Ulloa ( I, p. 874), además de decir que su segundo apellido era el extrañísimo Larrios cuando Larios es sobradamente conocido en España y no sólo entre los bebedores de ginebra, le hace nacer en 1822, cuando creemos que nació en 1819 y le mata en 1908 en vez de 1902 que fue cuando realmente falleció. Además de hacerle obispo de Nicaragua cuando lo fue de León en aquella República, le da por retirado en 1895 cuando nos parece que no renunció a la mitra hasta julio del año siguiente. Tampoco nos parece acertada la puntualización que hace al P. Martín ( I, p. 900) a la afirmación de este que se encontró en Loyola, en la festividad de San Ignacio de 1889, con el arzobispo de Cuba. Revuelta nos dice que se trataba de Santander y Frutos. Pero como éste era obispo de La Habana, que no llegó a arzobispado hasta 1925, creemos que se debió tratar del arzobispo de Santiago de Cuba, que entonces lo era Cos y Macho. O hubo un arzobispo y en este caso fue quien terminaría sus días como cardenal de Valladolid y se equivoca Revuelta o, si el presente era el obispo de La Habana, el que se equivoca es Martín, porque no era arzobispo. No es Revuelta con Cos especialmente afortunado pues en el segundo tomo, y en referencia a una nota anterior, dice que “por error se le titula arzobispo” ( II, p. 265) y entendemos que siempre que se le llamó arzobispo fue sin error alguno. A comienzos de 1890 habla de un obispo de Avila que entonces no existía ( I, p. 1038), suponemos que confundiéndole con el Vicario capitular o, más probablemente con quien ya era obispo de Vitoria, Fernández de Piérola. Creemos que también se confunde con el obispo de Segovia, incluyéndole entre los que testimoniaron la buena conducta de los jesuitas pues, cuando el Padre Martín se afanaba en reunir respuestas episcopales favorables, Segovia estaba vacante (I, p. 1038). Hace a Ruiz Cabal obispo de Pamplona en 1866 ( II, p. 264), cuando lo fue veinte años más tarde y retrasa a 1890 el nombramiento para Lérida de Meseguer y Costa que creemos se produjo el año anterior ( II, p. 265). Ya en el terreno exclusivamente político, que no es su especialidad, asegura que el ministro Groizard lo fue “siempre en Gobiernos presididos por Sagasta” ( II, p. 20), cuando fue también ministro de Gracia y Justicia con Serrano (1872). Y algunas más de este estilo. Que, aunque afean el texto, no desmerecen demasiado su meritorio trabajo.
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