La gran diferencia entre monseñor Romero y Don Pedro Casaldáliga

Me parece que la gran diferencia entre monseñor Romero, arzobispo de San Salvador, y el prelado emérito de Sâo Félix en Brasil radica en que el primero amó a los pobres, por amor a Cristo, y el segundo ama a los pobres por amor a los pobres.
Es muy común identificarlos en esa Iglesia paralela, contrapuesta a la "Iglesia oficial". La primera modelo de todas las virtudes y la segunda reflejo de todas las miserias que hoy ocultan el rostro de Cristo a la humanidad.
Sin embargo, monseñor Oscar Arnulfo Romero siempre se mostró, y se quiso, como obispo de la "Iglesia oficial". Y si alguna vez esta Iglesia mostró cierto desvío a sus posiciones quien se sintió más incómodo fue el obispo asesinado que por nada del mundo quería sentirse, no separado del Papa, que no lo estuvo nunca, sino ni siquiera mínimamente distante en el amor al Santo Padre y en la obediencia al mismo.
Vistió siempre como un obispo, se manifestó siempre como un obispo, en los actos litúrgicos, que celebraba con exquisito respeto a la norma establecida, siempre se vió al obispo católico que toda su vida episcopal fue.
Cualquiera que se encuentre a Don Pedro y que no le conozca sólo sabrá que es obispo porque se lo aseguren. Y aun incluso así, habrá quienes viéndole y oyéndole, no se lo creerán.
El pobre, de por sí, no es amable. Ni el enfermo, salvo para sus familiares o muy amigos. Ni los disminuidos profundos, ni los alcoholizados, ni los drogadictos terminales... Sin embargo, cuanto amor hacia ellos derrochan todos los días a manos llenas las hijas de Teresa de Calcuta o de Ángela de la Cruz, los hermanos de San Juan de Dios, las hermanitas de los Ancianos Desamparados... Tantos, muchísimos. Consagrados y seglares. Recuerdo que una vez, en una conferencia que di en una ciudad del Norte de España me presentaron a la condesa de.... Una ancianita encantadora, absolutamente lúcida y dueña de una considerable fortuna. Pues esa mujer iba varios días a la semana al asilo de ancianos a ayudar a las monjas. Y limpiaba heces, barría suelos y daba de comer a los imposibilitados.
Claro que hay en todos un inmenso amor a los pobres. Pero por hermanos necesitados redimidos por la sangre de Cristo, que es en quien han puesto su gran amor. Y si Él les amó hasta la muerte, como no les iban a amar ellos y ellas. Lo otro, el amarles simplemente por pobres bien sé que se da pero me parece una desviación emocional. Que respeto pero que me parece basado en motivos mucho más frágiles.
Y lo dicho de los pobres vale también para las injusticias sociales. Las denuncias severas y tajantes que le llevaron a la muerte a monseñor Romero nacían también de su inmenso amor a los que sufrían la injusticia y que eran hermanos en la sangre de Cristo. Sus motivos eran muy distintos a los de cualquier revolucionario marxista. Aunque pudieran coincidir en la denuncia.
Quien obra movido por los sentimientos de monseñor Romero no es selectivo con las injusticias. Todas son condenables. En El Salvador y en Cuba, en Rusia y en el Mato Groso. No hay injustos buenos, como el Che Guevara o Fidel Castro o el comunismo e injustos malos. Toda injusticia es mala. Y eso no es lo que predican quienes parecen más amigos de la revolución que de los pobres. Aunque la palabra pobre les llene la boca.
En mi humilde opinión ahí está la gran diferencia entre aquel obispo, que siempre lo fue y lo pareció, hasta el día mismo de su vil asesinato, y este otro obispo, que también lo es, aunque en muchas ocasiones no lo parezca, y que aún vive en Brasil.