Protégeme

Protégeme Dios mío que me refugio en ti;
yo digo al Señor: “Tú eres mi bien”.
Los dioses y señores de la tierra no me satisfacen.
Multiplican las estatuas
de dioses extraños;
no derramaré sus libaciones con mis manos
ni tomaré sus nombres en mis labios.
El Señor es el lote de mi heredad y mi copa;
mi suerte está en tu mano:
Me ha tocado un lote hermoso,
Me encanta mi heredad.
Bendeciré al Señor, que me aconseja;
hasta de noche me instruye internamente.
Tengo siempre presente al Señor;
con él a mi derecha no vacilaré.
Por eso se me alegra el corazón,
se gozan mis entrañas
y mi carne descansa serena.
Porque no me entregarás a la muere
ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción.
Me enseñarás el camino de la vida,
me saciarás de gozo en tu presencia,
de alegría perpetua a tu derecha.
El salmista se encuentra rodeado de gente que adora dioses falsos y que pone la esperanza en los señores de la tierra. A este creyente los dioses y señores de la tierra no le satisfacen y dice a su Dios, el verdadero, que Él es su único bien. No hay fortuna comparable con la que tiene él con su Dios.
Su suerte está entre las manos de Dios, la porción que le depara le parece magnifica. Sabe que su suerte está entre sus manos.
Por ello bendice a su Señor, el único Señor, el que le aconseja en momentos de búsqueda, de oscuridad. Hay algo muy relevante en este salmo y es que este piadoso salmista tiene la certeza de que no conocerá la corrupción. Cree que su vida no acabará en la “nada”, Dios permanecerá a su lado, no siente la amenaza de la muerte como algo tremebundo y definitivo.
La certeza de la resurrección, muchos no la tenían en el Antiguo Testamento. Es a partir de la resurrección de Jesús que los apóstoles en sus discursos a los judíos ven en el salmo 15 una dimensión mesiánica: (Cfr. Hechos 2,31 y Pablo en Hechos 13, 55). Por esta razón lo aplican a Jesús.
El cuerpo de Jesús reposó tranquilo en el sepulcro: La certeza de que su Padre no abandonará su alma a los infiernos, donde desciende para rescatar a las almas que allí esperaban desde los Adán y Eva la venida del Redentor prometido. Jesús había recibido esta seguridad de las Escrituras: “Era necesario que se cumpliera todo lo que está escrito en la ley de Moisés y en los profetas y en los salmos de mi. Entonces les abrió la inteligencia para entendiesen las Escrituras”, les dice a los discípulos de Emaús (Luc. 24,44-46).
Cristo resucitado de entre los muertos ya no muere, la muerte ya no tiene dominio sobre él. A los cristianos, la fe nos enseña que la única muerte verdadera es la muerte del pecado. La muerte física no es una muerte que aniquile definitivamente la integridad de nuestro ser sino una muerte pasajera mientras esperamos despertar a una vida para siempre. Si Cristo no conoció la corrupción tampoco sus hermanos, que él se ganó con su muerte, tampoco la conoceremos sino que nos llenaremos de alegría perpetua en su presencia.Texto: Hna. María Nuria Gaza.Foto: Hna. Carmen Solé.