Migraciones

¿No es muy raro que hoy pongamos tanta resistencia a la llegada de africanos? Hace unos tres siglos los deseábamos tanto que ¡hasta íbamos nosotros a buscarlos! ¿Cuál es la diferencia? Pues que entonces los buscábamos para luego venderlos como esclavos. Los grandes pontífices de nuestra modernidad (desde Voltaire a Montesquieu) alabaron esa forma de “emigrar” que contribuyó claramente al desarrollo de Europa y además servía para mantener bajo el precio del cacao que venía de América. Tampoco la Iglesia europea puso muchos obstáculos a esa forma de emigrar. Y si algún insensato como Pedro Claver (¡catalán tenía que ser!) se dedicaba a cuidarlos y quererlos, hasta sus mismos compañeros de congregación lo denunciaron a Roma, no por mala conducta, sino por poco inteligente…

En la geografía que estudié de niño (hace bastantes años, pero tampoco tantos) casi todos los países africanos tenían un apellido europeo: Congo “belga”, Guinea “española” o incluso un nombre completo como “Côte d’Ivoire”. Los que no lo tenían era porque formaban parte de una “Commonwealth” que, en realidad significaba “Our wealth” (los nombres cumplen muchas veces aquella definición de la hipocresía como “homenaje del vicio a la virtud”). Hoy aún distinguimos entre África francófona y África anglófona. Y fue allá por mi adolescencia cuando comenzó a hablarse de “independencia” de los países africanos.

¿Qué significa todo eso? Pues simplemente que los inmigrantes son nuestros acreedores o los hijos e nuestros acreedores. Tenemos una deuda con ellos y debemos pagarla. Puede que esa deuda no sea mía en particular sino de mis ancestros, pero ya sabemos que esas deudas no prescriben y, como le decían nuestros banqueros a Grecia: el que la hace la paga. Y Europa la hizo.

Se cumple aquí una ley que la historia enseña profusamente y nos negamos a aprender: medidas que a corto plazo producen resultados magníficos, tienen a largo plazo consecuencias catastróficas. Ya otra vez puse el ejemplo de la instalación de la monarquía en el Israel bíblico: en pocos años convirtió aquel pequeño pueblo en un imperio; pero, a medio y largo plazo, acabó con la división del país, el destierro a Babilona y la destrucción del Templo. Y el ejemplo se repite: lo mismo ha pasado a mucha gente joven con el señuelo de la droga. Lo mismo nos pasó hace poco (aunque no lo hayamos aprendido) con la burbuja del ladrillo que produjo un momentáneo desarrollo espectacular y terminó llevándonos a una de las más fuertes crisis económicas. Lo mismo nos ha pasado con el cambio climático y el cáncer actual del planeta tierra, consecuencia de nuestra rápida prosperidad y de la comprensible envidia de los otros por imitarla…

Todo esto no obsta para que las migraciones puedan constituir un problema serio, simplemente porque no podemos digerir tanto en tan poco tiempo. Ni para que ese problema real genere reacciones egoístas exageradas y xenófobas, sobre todo si no lo abordamos nosotros de manera más racional, más humana y menos egoísta. Por eso lo que parece más claro es que semejante problema necesita una solución global y no puede resolverlo ningún país solo.

Gestos como el de P. Sánchez con el Aquarius son bellos y ejemplares, pero no son soluciones. ¡Ojalá fueran al menos un toque de atención y una llamada para que nos decidamos a afrontar el problema a nivel europeo, en lugar de ir “trumpeando” disimuladamente! Yo no sé cuál ha de ser la solución, pero recuerdo la frase de un antiguo director de ESADE: “con las soluciones pasa como con el dinero; haberlo haylo; pero hay que saber buscarlo”.

Uno piensa que si somos tan machos y tan fuertes como para bombardear Libias y eliminar dictadores, también debemos serlo para acabar con las mafias que se aprovechan de estas pobres gentes “empaterándolas” con peligro de muerte (lo que uno no sabe es si detrás de esas mafias no estaremos nosotros mismos). Uno piensa también que si hemos sido tan sabios para desarrollarnos tanto, también debemos serlo para contribuir al desarrollo de esos países creando allí fuentes de riqueza y de trabajo que eviten que el horizonte del niño que nace allí sea morir de hambre o de sed (lo que uno tampoco sabe es si estamos dispuestos a que los beneficios de ese desarrollo sean para ellos y no para nosotros, pagando así la deuda que con ellos tenemos).

Si no, si el Mediterráneo en vez de ser un mar privilegiado en medio de la tierra, va convirtiéndose poco a poco en un depósito de cadáveres, quizá llegue un momento en que sus aguas estén definitivamente infectadas y nuestros hijos, cuando vayan a la playa a lo mejor tienen que bañarse con mascarilla. Y no digamos nada si, como predicen nuestros ecologistas, esas aguas sucias comienzan a invadir nuestras ciudades costeras…

Ese día, el “mare nostrum” se habrá convertido en otro “mare monstrum” y el Medi-terráneo se habrá convertido en “Medi-averno”: no centro de la tierra sino centro del infierno. ¿Bastará entonces con decir aquello de “que nos quiten lo bailao”?
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