Principios teológicos de mi 'mester de teología'

Querido Josep Antoni: Recordarás que la última vez que nos vimos, al salir de una misa en que habíamos concelebrado, me preguntaste a bocajarro si podría escribir algo así como mi biografía teológica o un resumen de mi trayectoria en el campo de la teología. No sé si por la pereza inmediata que provoca este tipo de propuestas, creo que te di largas, y hasta te dije que no creo en las autobiografías porque temo que sólo se escriben, y sólo pueden escribirse, para justificación del autor. Pienso que si san Pablo escribiera hoy a los romanos o a los gálatas que seguimos siendo, completaría su tesis de antaño y diría que “el hombre no se justifica por sus autobiografías sino por la fe…”.

Y pensé que hasta aquí habíamos llegado. Pero mira por dónde, últimamente he tenido que releer algunas cosas mías y, sin comerlo ni beberlo, se me han dibujado algunas tesis que quizá marquen algo de aquella trayectoria que me pedías y, sobre todo, me parecen ser unos principios teológicos que me gustaría haber sabido poner en práctica en mi “mester de teología” y transmitir a las futuras generaciones de teólogos. Te los expondré con un orden que en parte es cronológico. Y más allá de si los he cumplido o no, ojalá sirvieran para iluminar un poco los caminos de la teología futura.

1.- Escribí mi tesis doctoral sobre San Ireneo. De él aprendí que toda teología debe ser soteriológica: la teología sólo es una reflexión sobre la salvación cristiana, por más que pueda utilizar palabras abstrusas como consubstancialidad o subsistencia. Pues Dios no se reveló para entretenimiento o curiosidad de intelectuales,sino para la salvación de todo el género humano.
Puede ser que entonces no me lo formulase de modo tan nítido, pero debió quedarse grabado en mi inconsciente, sobre todo por el contraste con la teología que había aprendido en este querido Sant Cugat desde el que hoy te escribo. Y sospecho que algo se manifestó en la interpretación que hice de los dogmas cristológicos en La Humanidad Nueva.

2.- El horizonte salvador lleva así, inevitablemente, a la persona humana. Y por ahí, la aportación de Ireneo se me concretó y se me condensó en el Rahner que tanto leía por aquellos tiempos. Toda buena teología debe ser antropología: no reductivamente (sólo antropología), pero sí en el sentido de que cualquier teología que no implique una dimensión antropológica es “música celestial”, con lenguaje nuestro, o es un mero “címbalo que retiñe” con expresión de san Pablo. Porque de Dios no podemos saber lo que es, sino sólo que ha revelado su amor a nosotros.
Esto lo encontré formulado más tarde en un párrafo de Simone Weil que he citado varias veces: “no es por la forma en que un hombre habla de Dios, sino por la forma en que habla de las cosas terrenas como se puede discernir mejor si su alma ha permanecido en el fuego del amor de Dios”. Y recuerdo que la primera vez que me invitaron a dar un curso de teología en México, se me pidió un curso de antropología; y el gran amigo entrañable y malogrado que fue Javier Jiménez Limón, que era quien me invitaba (y quien se encargaba de los estudiantes jesuitas de aquella provincia mexicana), me dijo: quisiera que dé usted un curso sobre la antropología que brota de su cristología (que por aquel entonces llevaba sólo dos años en el mercado).

3.- En ese marco encontró perfecta cabida la inquietud que llevaba dentro desde tiempo atrás: no es verdadera antropología aquella que prescinde de los que están en situación de infrahumanidad (las víctimas, los excluidos, los pobres de la tierra) y, por eso, toda teología debe “hablar de Dios desde el sufrimiento del inocente” (como diría más tarde Gustavo Gutiérrez), poniendo en juego lo que se ha llamado el privilegio hermenéutico de los pobres. Si no procede así su reflexión no será más que lo Gutiérrez censura como “teología de los amigos de Job”.

Esa interpelación había anidado en mí cuando, siendo estudiante de filosofía, íbamos los domingos a las cuevas y chabolas de inmigrantes en Sabadell. Se agudizó en el trabajo de capellán de inmigrantes con el que me gané la vida en Alemania mientras escribía mi tesis doctoral; y luego se vio corroborada con la teología de la liberación. El humanismo de tipo renacentista que, cuando hablaba del hombre, sólo consideraba a los bien situados y los que ya dan la vida por supuesta, tiene sin duda mil valores pero está radicalmente enfermo.

Creo que eso me llevó después a tropezarme con el punto débil de toda nuestra Modernidad y de nuestro progreso que han corrido hacia delante dejando llenas de víctimas las cunetas de la historia. Pienso hoy que, si algún valor u originalidad pudo tener mi cristología (La Humanidad Nueva), que aunque arrastre su novena edición apareció en 1975, estaba sobre todo en el capítulo “Jesús y los marginados” (prácticamente ausente en todas las cristologías de la época), y en el tratamiento del tema del anonadamiento de Dios (kénosis) ausente también en la teología católica de entonces, y tratado de otro modo en la protestante. Y pienso también -y de esto estoy convencido- que toda buena teología habrá de tener en el futuro como mediación primaria las ciencias sociales, sin excluir por ello las otras mediaciones hermenéuticas y semánticas de la filosofía, psicología etc.

4.- Hoy veo normal también que en todo este marco, y ayudado por el otro autor de cabecera de aquellos años “de la tesis”, se abrieran un amplio espacio las intuiciones de D. Bonhoeffer sobre la distinción entre cristianismo y religión, la pregunta por cómo puede ser Cristo señor de los no-religiosos y la necesidad de vivir la fe “ante Dios, sin Dios”.
Creo que estas intuiciones me han sido compañías fundamentales a la hora de pensar la presencia del cristianismo fuera de “La Cristiandad” (es decir: en un mundo plural, configurado por estados no confesionales y donde todas las disciplinas humanas reclaman su plena autonomía frente al pensar teológico). Presencia del cristianismo como una voz más que no apela a más autoridad que la verdad de lo que dice, y que no pretende imponer ni condenar ni negar la palabra, sino sólo proponer y ofrecer la suya. Casi diría que esa convicción (que me ha supuesto choques con la iglesia “oficial”, tan aferrada aún a resabios de Cristiandad), se ha hecho más honda en mí, conforme iba creciendo también la convicción de que el cristianismo tiene mucho, muchísimo, que decir al mundo de hoy que le desprecia.

5.- No sé cómo se me fue gestando otra convicción que me parece haber sido también eje de buena parte de mi “mester de teología” y que luego he hallado superconfirmada en quien puede ser otro de mis maestros: me refiero a J.H. Newman, recientemente beatificado, y nombrado cardenal por León XIII para reparar tantos malos tratos recibidos en la iglesia católica precisamente después de su conversión. He solido formularlo hablando de la historia de la Iglesia como lugar teológico.

La historia de la Iglesia llevó a Newman a pasar del anglicanismo al catolicismo a pesar de la antipatía que sentía entonces hacia la iglesia católica. Y, sobre todo, le ayudó después a comprender y afrontar muchos problemas de la iglesia de su época, no menores que los que tiene hoy nuestra Iglesia, y ante los que proliferaban reacciones mucho más fundamentalistas que cristianas. Creo que negar ese carácter teológico a la historia de la Iglesia equivale a no creer en el Espíritu Santo.

Y recuerdo que esa convicción se me hizo tan seria y tan urgente que, aunque nunca he dejado de rezar el Breviario, decidí un día ya lejano sustituir el Oficio de Lectura por un rato de lectura de la historia de la Iglesia. Eran sólo unos veinte minutos; pero veinte minutos días tras día y año tras año, acaban dando para mucho. Así pude empaparme de miles de páginas de Historias de la Iglesia mutivoluminosas (Rops, Lortz, Fliche-Martin, Pastor, Cristiandad…). Creo que algunos de mis libros (sobre los pobres, sobre el nombramiento de obispos, y desde el ministerio al magisterio eclesial) han intentado ser, no libros históricos, sino reflexiones teológicas que toman la historia de la Iglesia como un “locus theologicus” privilegiado.

6.- Un último rasgo. Hace poco se publicó en Bilbao una tesis doctoral sobre mi método teológico titulada Cauces de la misericordia. El título es una expresión mía que me parece muy apta para ese trabajo. Pero me sorprendió que el autor de la tesis ve toda la fuente de mi teología en los Ejercicios de san Ignacio. Me sorprendió porque, de hecho, no escribí sobre los Ejercicios hasta luego de haber publicado la Cristología, la presentación de Bonhoeffer y algunos textos sobre la teología de la liberación. Hoy no sabría decir si es que la espiritualidad ignaciana me hizo enfocar esos temas de acuerdo con los cinco principios anteriores o si fueron ellos los que me dieron un modo determinado de vivir los ejercicios ignacianos.

Pero eso importa poco: creo que el autor de esa tesis puede tener toda la razón al menos en un punto: la perplejidad y el afán de lucidez ante la infinita capacidad de autoengaño que tenemos los humanos. Eso sí que me parece algo muy típico de la espiritualidad ignaciana, que en mí coincidió además con una época de lecturas de Freud (mientras los años anteriores había leído mucho más a Marx, y los posteriores a Nietzsche). Lo puedo formular ahora con una expresión muy querida de Jon Sobrino: no puede haber buena teología sin una decisión radical de “honradez con lo real”.

Elijo esa expresión porque la palabra honradez ayuda a marcar que ese autoengaño no es inocente, sino que somos de algún modo responsables de él: nos vamos autoengañando para poder justificarnos. Y ese es el verdadero sentido del pecado, no la mera debilidad ante aquello cuya deshonestidad reconocemos, pero ante lo que somos débiles. Cuando ahora releo alguna cosa mía del pasado y no acaba de gustarme, comienzo preguntándome qué otros intereses no reconocidos pudieron guiarme cuando la escribí (o podrían moverme ahora).

* * *
Hubiera querido que me salieran siete pasos o siete rasgos, pero sólo salen seis. Y debe ser razonable puesto que siete es el número perfecto y mi teología es muy imperfecta. Así pues, vamos a quedarnos con estos seis, y déjame formularlos ahora más como consejos u horizontes para teólogos futuros que como hipotética autobiografía personal.

Resumiendo pues: Ireneo, Rahner, Bonhoeffer, los teólogos de la liberación, Newman y los ejercicios ignacianos me parecen ser los ingredientes de mi “coctel” o los padres de de mi método teológico. Y, por culpa de ellos:

- el interés soteriológico,
- el interés antropológico,
- el interés por los pobres (con la mediación de las ciencias sociales),
- el interés secular,
- el interés por la historia de la Iglesia
- y el miedo a mi capacidad de autoengaño.

Con estos compañeros y estos bastones, pero también con esas ilusiones, hemos intentado ir “caminando hacia Dios”, si me permites la cursilería de terminar con el verso de una canción falangista (Montañas Nevadas), que de niño iba yo a veces canturreando por las calles de Valencia, sin saber exactamente lo que cantaba.

Un abrazo, y espero que estas líneas sirvan para ceder ante con tu pasado atraco, visto que no fue a mano armada sino con mano eucarística.-

José Ignacio González Faus.
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