"El verdadero encanto del Evangelio de Marcos reside precisamente en lo que no se dice" "El acontecimiento central —la resurrección— no se narra, solo se anuncia"

El Evangelio según Marcos, en su forma original, termina de manera abrupta, casi desconcertante. Las mujeres, que acuden al sepulcro al amanecer, lo encuentran vacío. Un joven misterioso les dice que Jesús ha resucitado, que deben ir a Galilea. Pero ellas huyen. Y callan. Porque tienen miedo. Así termina. No hay aparición. No hay encuentro. La resurrección existe, pero es implícita, no se cuenta. Solo una tumba vacía, un mensajero, una orden y el silencio. Literariamente, es un giro inesperado. Un final interrumpido y abierto.
Ese vacío, con el tiempo, comenzó a arder. La lógica interna del relato —y la sensibilidad de las primeras comunidades cristianas— pedía algo más. Un epílogo. Una redención. Una forma. Así, en los manuscritos posteriores, aparece un añadido: Marcos 16, versículos 9-20. Desde el punto de vista narrativo, se trata de un montaje a posteriori que retoma temas ya conocidos de otros Evangelios: la aparición a María Magdalena, el encuentro con los discípulos, el envío en misión, la ascensión. En pocas líneas, toda la narración se recompone de forma ordenada. El trauma de la interrupción se cura. Lo no dicho se dice.

Desde el punto de vista estilístico, sin embargo, la diferencia es evidente. El ritmo, la voz, incluso la gramática cambian. El texto se vuelve más esquemático y carece de la tensión dramática que recorre todo el Evangelio de Marcos, compuesto por escenas cortantes, rápidas, que se suceden con urgencia.
Pero ¿por qué añadir un final? Un relato, sobre todo si toca temas tan profundos como la muerte y la ausencia, necesita una forma, un equilibrio. El final de Marcos, tal y como está, rompe ese equilibrio. Falta la resolución. Falta el regreso del héroe. ¡Falta incluso el héroe!
Los versículos 9-20 responden a una necesidad antigua: ofrecer una salida. No dejar al lector solo en el vacío. Es el mismo impulso que lleva, en las novelas contemporáneas, a epílogos aclaratorios, flashforwards, cartas finales.
En esta adición tardía se leen todas las ansiedades del lector y del creyente: ¿y luego qué pasó? ¿Dónde terminó el protagonista? ¿Sus compañeros entendieron, actuaron, creyeron? ¿Y nosotros? El narrador «secundario» responde: sí, apareció. Sí, habló. Sí, los ha enviado. Y sí, ha subido al cielo. Las mujeres ya no callan. Los discípulos ya no se esconden. Todo vuelve a su sitio.
Pero el verdadero encanto del Evangelio de Marcos reside precisamente en lo que no se dice. En dejar sin mostrar el corazón de la historia. El acontecimiento central —la resurrección— no se narra, solo se anuncia. No se ve el cuerpo. No hay escena madre. No hay ningún Jesús que llame por su nombre, que aparezca en medio de la habitación, que parta el pan. Solo un vacío. Y una voz que dice: «No está aquí». Y acto seguido: «Id». Esta es la elección narrativa más audaz de todo el Nuevo Testamento. Una elipsis radical. El punto central de la historia —el paso de la muerte a la vida— no se cuenta. Se deja. ¿A quién? Al lector.
Los versículos 9-20 no deben leerse como un error, sino como un síntoma. Muestran lo difícil que era soportar ese silencio, ese final en suspenso. Marcos ha creado un relato que no se cierra dentro del texto. Se abre al exterior. El lector se convierte en parte de la historia. Es él quien debe decidir si creer o no. Si ir o no. Si comenzar, en Galilea o en otro lugar, su propia búsqueda de un rostro que no se ve, pero que se intuye en el gesto de una piedra rodada.
El «final» de Marcos, por lo tanto, está en la carrera de las mujeres vistas de espaldas. Y, como todo gran final, no cierra la historia, sino que la entrega.
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