coincidiendo con la JMJ La revolución de Francisco
Se trata de una charla por zoom en un congreso en México sobre los diez años de Francisco. Su interés puede estar en que la exposición está hecha toda con palabras del mismo Francisco y no mías. Se resume en tres partes:
Para toda la humanidad: ser hermanos: Para los cristianos: ser misioneros. Para el mundo: hay una estructura socioeconómica que dificulta enormemente esos dos objetivos
| José Ignacio González Faus
INTRODUCCIÓN
Quiero aclarar de entrada que el título revolución, en singular, indica que no voy a referirme a determinadas medidas concretas (reforma de la curia romana, mujeres en cargos eclesiásticos, posible comunión a divorciados y reemparejados…), sino a toda una manera teológica de ver que, además de muy cercana al Evangelio, es la que va dando a luz diversas reformas concretas, a la vez que reestructura la mentalidad cristiana.
Esto último es lo más importante; y a esa “metanoia” (o cambio de mente) se le puede dar una estructura trinitaria, que servirá también para configurar estas páginas: fraternidad (como hijos del mismo Padre), misión (como seguidores de Jesús y recapitulados en la Encarnación de la Palabra) y opción radical por los pobres, para quienes existe la Iglesia (como fruto de la apertura al Espíritu).
Sin pretender ser completos, ni mucho menos, creo que, en torno a esos tres ejes, puede girar todo el mensaje de Francisco.
En primer lugar la fraternidad humana universal, más allá de todas las diferencias no simplemente materiales (razas etc.) sino espirituales (cosmovisiones y religiones diversas…) que dividen a los seres humanos.
En segundo lugar que la misión (el anuncio del evangelio) pertenece a la identidad del creyente cristiano y no es cosa de un encargo posterior: ser cristiano es ser evangelizador.
Y por último que nuestro sistema socioeconómico dificulta enormemente las dos tareas anteriores: imposibilita la fraternidad (produce, como formuló Juan Pablo II: “ricos cada vez más ricos a costa de pobres cada vez más pobres”), ha destrozado la casa común de la humanidad, nos inyecta una mentalidad consumista irresponsable, y debe ser rechazado en nombre de la buena noticia del Evangelio.
Francisco es además consciente de que esta tesis última es rechazada por casi todos los poderes establecidos de este mundo, los cuales han suscitado grandes críticas y oposición contra él y, a veces, una política tácita de ataques interesados a la Iglesia. Entiende que solo le queda repetir y poner él en práctica esa enseñanza, invitándonos a difundirla nosotros.
Esta visión que intentaré exponer, se contiene, sobre todo, en los que para mí son sus tres documentos fundamentales: las dos encíclicas (Fratelli tutti y Laudato si’) más la exhortación Evangelii gaudium. Casi toda mi exposición está hecha con frases entrelazadas de esos documentos, prescindiendo aquí de otros textos y palabras dispersas (en viajes, entrevistas y demás) que abundan en estas experiencias fundamentales.
Destaco que casi todo lo que sigue son palabras de Francisco y no mías. Mi único trabajo ha sido poner algunos subtítulos, cambiar de lugar algunos párrafos para dar unidad a los temas y añadir algunas palabras que empalmen párrafos tomados de otro lugar. Y es que, en mi modesta opinión, Francisco no necesita ser expuesto sino leído. Su lenguaje directo y su gran capacidad de formulación no piden más aclaraciones. Pero sí que necesita ser resumido: sus textos son excesivamente largos y algo repetitivos, quizás por el afán de no dejarse nada.
I.-“HERMANOS TODOS”
Francisco invita a un amor que va más allá de las barreras de la geografía y del espacio, que siembra paz por todas partes y camina cerca de los pobres, los abandonados, los enfermos y los últimos, y llama a evitar toda agresión.
Nuestra fidelidad al Señor es proporcional a ese amor, pues Dios ha creado a todos los seres humanos iguales en derechos, en deberes y en dignidad. Ojalá logremos hacer renacer entre todos un deseo mundial de hermandad en un mundo tan hiperconectado como incapaz de actuar conjuntamente.
Intentemos describir ese mundo en el que vivimos.
Un mundo antifraterno
a.- Un mundo con sueños que se rompen en pedazos y que parece estar volviendo atrás: se encienden conflictos anacrónicos que parecían cerrados, resurgen nacionalismos exasperados, resentidos y agresivos, se crean nuevas formas enmascaradas de egoísmo y pérdida de sentido social.
La expresión “abrirse al mundo” ha sido cooptada por la economía y las finanzas y se refiere exclusivamente a la apertura a los intereses extranjeros o a la libertad de los poderes económicos para invertir sin trabas en todos los países y para imponer una cultura única que unifica al mundo pero divide a las personas y a las naciones y nos hace más cercanos pero no más humanos. Un mundo donde la política se ha vuelto frágil frente a los poderes económicos transnacionales, se ha perdido el sentido de la historia, y la libertad solo deja en pie la necesidad de consumir sin límites y la acentuación del individualismo.
b.- Un medio eficaz para eso es vaciar de sentido o manipular las grandes palabras, desfigurándolas para utilizarlas como instrumentos de dominación. Se provoca una desconfianza constante, disfrazada como defensa de algunos valores…
Cuidar el mundo no interesa a los poderes económicos que necesitan un rédito rápido. Partes de la humanidad parecen sacrificables en beneficio de un sector humano digno de vivir sin límites. Se percibe muchas veces que los derechos humanos no son iguales para todos. Las mujeres son “doblemente” pobres. Reina un silencio internacional inaceptable respecto a millones de niños reducidos ya a esqueletos humanos por la pobreza y el hambre.
c.- En resumen: deja de existir el mundo y solo existe “mi” mundo. Pero esta ilusión global que nos engaña se caerá ruidosamente y dejará a muchos a merced de la náusea y del vacío: el “sálvese quien pueda” se traducirá rápidamente en el “todos contra todos” y eso será peor que una pandemia.
d.- La cultura occidental atrae, a veces con expectativas poco realistas. Pero luego olvida que los migrantes tienen la misma dignidad intrínseca que cualquier persona y deben ser protagonistas de su propio rescate: se los considera menos importantes, menos valiosos, menos humanos. Es inaceptable que los cristianos compartan esa mentalidad.
e.- En medio de eso la ilusión de la comunicación: las relaciones digitales, que eximen del laborioso cultivo de una amistad y una reciprocidad estable, tienen apariencia de sociabilidad. Las personas preservan su aislamiento consumista y cómodo… Así la libertad se convierte en una ilusión que nos venden y se confunde con la libertad de navegar frente a una pantalla. Destrozar la autoestima de alguien es manera fácil de dominarlo.
Es inaceptable que los cristianos compartan esta mentalidad y estas actitudes.
Dos modos de comportarse en ese mundo
La parábola del buen samaritano muestra cómo nos acostumbramos a mirar por el costado, a pasar de largo e ignorar las situaciones, a no ser que estas nos golpeen directamente. Muestra también que otros hacen propia la fragilidad de los demás: pues hemos sido hechos para una plenitud que solo se alcanza en el amor.
Hay aquí un fuerte llamado de atención: el hecho de creer en Dios y de adorarlo no garantiza vivir como a Dios le agrada. Una persona de fe puede no ser fiel a todo lo que esa fe le reclama. Y a veces, quienes dicen no creer pueden vivir la voluntad de Dios mejor que los creyentes.
La verdadera humanidad es la fraternidad
a.- El ser humano no llega a reconocer a fondo su propia verdad si no es en el encuentro con los otros: solo me comunico realmente conmigo mismo en la medida en que me comunico con el otro.
b.- La fraternidad tiene algo que ofrecer a la libertad y la igualdad. Sin ella la libertad enflaquece acercándose así más a la soledad: pues la riqueza de la libertad es que está orientada sobre todo al amor. Tampoco se logra la igualdad definiendo en abstracto que “todos los seres son iguales”: pues la igualdad es resultado del cultivo consciente y pedagógico de la fraternidad. El individualismo no nos hace más libres, ni más iguales ni más hermanos.
c.- Y ese amor universal es un amor que promociona a las personas: todo ser humano tiene derecho a vivir con dignidad y a desarrollarse integralmente. Y ese derecho básico no puede ser negado por ningún país.
La tradición cristiana nunca reconoció como absoluto e intocable el derecho a la propiedad privada y subrayó la función social de toda forma de propiedad privada. El principio del uso común de los bienes, creados para todos, es el primer principio del ordenamiento social: un derecho natural, originario y prioritario.
Así como es inaceptable que alguien tenga menos derechos por ser mujer, es igualmente intolerable que el lugar de nacimiento o de residencia determine menores posibilidades de vida digna y de desarrollo. Hay que evitar las migraciones y, para ello, el camino es crear en los países de origen la posibilidad efectiva de vivir y crecer con dignidad.
Para llegar a esa comunidad mundial, capaz de realizar la fraternidad a partir de cada pueblo, hace falta una buena política puesta al servicio del verdadero bien común. Desgraciadamente, la política hoy asume con frecuencia formas que dificultan la marcha hacia un mundo distinto.
Los planes asistenciales solo deberían pensarse como respuestas pasajeras; ayudar a los pobres con dinero debe ser siempre una solución provisoria para resolver urgencias. El gran objetivo debería ser siempre permitir una vida digna a través del trabajo. Pero a veces ideologías de izquierda o pensamientos sociales conviven con hábitos individualistas y procedimientos ineficaces que solo llegan a unos pocos. Es necesario fomentar no solo una mística de la fraternidad sino también una organización mundial más eficiente para ayudar a resolver los problemas acuciantes de los abandonados que sufren y mueren en los países pobres.
Es frecuente acusar de populistas a los que defienden los derechos de los más débiles de la sociedad. Pese a esas acusaciones de populismo, necesitamos la palabra pueblo para afirmar que la sociedad es más que la mera suma de los individuos. Y los liderazgos se han degradado por responder solo a exigencias populares para garantizarse votos o aprobación, pero sin avanzar en la ardua tarea de generar a las personas los recursos para su propio desarrollo.
El mercado solo no resuelve todo aunque otra vez nos quieran hacer creer este dogma de fe neoliberal: un pensamiento pobre, repetitivo, que propone siempre las mismas recetas frente a cualquier desafío que se presente. El neoliberalismo se reproduce a sí mismo y la especulación financiera, con la ganancia fácil como fin fundamental, sigue causando estragos.
La pasada crisis (2007-8) era la ocasión para el desarrollo de una nueva economía más atenta a los principios éticos y para una nueva regulación de la actividad financiera especulativa y de la riqueza ficticia. Pero las estrategias que se desarrollaron se orientaron a más libertad para los poderosos que siempre encuentran la manera de salir indemnes. El panorama mundial presenta muchos falsos derechos y grandes víctimas indefensas de un mal ejercicio del poder. Hay así una debilitación de los estados nacionales, sobre todo porque la dimensión económico-financiera de características transnacionales tiende a predominar sobre la política. Por eso es necesaria una reforma tanto de la ONU como de la arquitectura económica y financiera internacional, para que se dé una concreción real al concepto de familia de naciones…, sabiendo que la justicia es requisito indispensable para obtener el ideal de la fraternidad universal.
La verdadera política.
La sociedad mundial tiene serias fallas estructurales que no se resuelven con parches o soluciones meramente ocasionales. La política es una altísima vocación: una de las formas más preciosas de la caridad, porque busca el bien común. Es un acto de caridad indispensable el esfuerzo dirigido a organizar y estructurar la sociedad de modo que el prójimo no tenga que padecer la miseria. El amor preferencial por los últimos pide una mirada cuyo horizonte esté transformado por la caridad. Esa mirada es el verdadero espíritu de la política. Los caminos que se abren desde ahí son diferentes a los de un pragmatismo sin alma: no se puede abordar el escándalo de la pobreza promoviendo meras estrategias de contención que solo tranquilizan y que convierten a los pobres en seres domesticados e inofensivos.
Estamos aún lejos de una globalización de los derechos humanos más básicos. El hambre es criminal, la alimentación es un derecho inalienable. Por eso la política mundial no puede dejar de colocar entre sus objetivos principales e imperiosos el acabar definitivamente con el hambre. Porque se desechan toneladas de alimentos y esto constituye un verdadero escándalo.
Vista así, la política es más noble que la apariencia, que el marketing y que distintas formas de maquillaje mediático.
Diálogo y amistad social
El diálogo persistente y corajudo no es tan noticia como los desencuentros y los conflictos, pero ayuda al mundo a vivir mucho mejor. Y no se puede confundir el diálogo con solo monólogos paralelos, que solo se imponen a la atención de los demás por sus tonos altos o agresivos. Prima la costumbre de descalificar rápidamente al adversario aplicándole epítetos humillantes en lugar de enfrentar un diálogo abierto y respetuoso donde se busque alcanzar una síntesis superadora. La resonante difusión de hechos y reclamaciones en los medios cierra las posibilidades del diálogo porque permite que cada uno mantenga intocables y sin matices sus propios intereses y opiniones, con la excusa de los errores ajenos.
Que todo ser humano posee una dignidad inalienable es una verdad que responde a la naturaleza humana más allá de cualquier cambio cultural. O que la paz no se consigue agrupando solo a los puros: porque aun las personas que pueden ser cuestionadas por sus errores, tienen algo que aportar que no debe perderse.
La opción por los pobres debe conducir a la amistad con los pobres. Si a veces los más pobres y los descartados reaccionan con actitudes que parecen antisociales, debemos entender que muchas veces esas reacciones tienen que ver con una historia de menosprecio y de falta de inclusión social.
El perdón tiene un valor y un sentido: amar a un opresor no es consentir que siga siendo así ni hacerle pensar que lo que hace es aceptable: es buscar de distintas maneras que deje de oprimir. Perdonar, por tanto, no quiere decir permitir que sigan pisoteando la dignidad propia y de los demás. Perdonar significa buscar que no hagan eso… por una necesidad enfermiza de destruir al otro.
Nunca la humanidad tuvo tanto poder sobre sí misma y nada garantiza que vaya a utilizarlo bien. Por eso ya no podemos pensar en la guerra como solución: pues los riesgos probablemente serán siempre superiores a la hipotética utilidad que se le atribuya. Toda guerra deja al mundo peor de como lo había encontrado… En este contexto, la eliminación de las armas nucleares se convierte en un desafío y en un imperativo moral y humanitario. Con lo gastado en armas y otros gastos militares, construyamos un Foro Mundial para acabar con el hambre y para el desarrollo de los países más pobres.
Las religiones y la fraternidad
La razón por sí sola es capaz de aceptar la igualdad entre los hombres y de establecer una convivencia cívica entre ellos, pero la sola razón no consigue fundar la hermandad. Los creyentes pensamos que, sin una apertura al Padre de todos, no habrá razones sólidas y estables para el llamado a la fraternidad.
La Iglesia no puede quedarse al margen en la construcción de un mundo mejor ni dejar de despertar las fuerzas espirituales que fecunden toda la vida en sociedad. Los ministros religiosos no pueden hacer política partidaria, pero ni siquiera ellos pueden renunciar a la dimensión política de la existencia que implica una atención al bien común.
Entre las religiones es posible un camino de paz. Su punto de partida debe ser la mirada de Dios. Porque Dios no mira con los ojos, Dios mira con el corazón.
II.- “SER CRISTIANO ES SER MISIONERO”
Qué es evangelizar
El Evangelio llena el corazón y la vida entera. El mundo actual solo ofrece un individualismo y un consumismo que, a la larga, son entristecedores. El que conoce el Evangelio se siente mensajero de esa alegría que la sociedad tecnológica no sabe comunicar.
Pero no se llega a ser cristiano por el encuentro con unas ideas sino por el encuentro con una Persona que orienta la vida. Entonces la acogida del amor nos devuelve el sentido de la vida; y la experiencia de una liberación nos da más sensibilidad ante las necesidades de los demás. Llegamos a ser plenamente humanos cuando somos más que humanos.
El Evangelio es siempre joven y fuente de novedad. Por eso hay que anunciarlo no como quien impone una obligación sino como quien comparte una alegría. La evangelización requiere mucha paciencia: pues comienza dando frutos imperfectos.
También se evangeliza tratando de afrontar los nuevos desafíos: vg el fundamentalismo religioso y una espiritualidad sin Dios (que nace del vacío dejado por el racionalismo secularista y de una información superficial y que sitúa todo al mismo nivel). La evangelización es imposible sin la proclamación de que Jesús es el Señor de nuestras vidas, que envía su Espíritu a nuestros corazones para hacernos hijos de Dios y que no llama individualmente sino comunitariamente. Quiere un pueblo con muchos rostros que integre a todos los humanos y todo lo humano en una multiforme armonía de culturas transformadas por el Evangelio.
Por eso, si queremos crecer en la vida espiritual, no podemos dejar de ser misioneros: como Iglesia y como personas cristianas.
La iglesia misionera
La Iglesia necesita una mirada cercana para contemplar, conmoverse y detenerse ante el otro cuantas veces sea necesario; una escucha misericordiosa y compasiva para encontrar los caminos de crecimiento del otro, con inmensa paciencia: invitando más que condenando… La evangelización no es tarea de unos pocos enviados: todo cristiano es un misionero. La comunión entre los cristianos es una comunión esencialmente misionera: causa a veces dolor pero eso la vuelve auténtica y fecunda.
La evangelización implica además formación, pero sin contentarse con una teología de escritorio: conocer el corazón de la comunidad y también aprovechar esa sed de Dios que solo los pobres y sencillos pueden conocer y que es característica de la piedad popular; no una predicación puramente moralista y adoctrinadora.
Presupuesto de todo eso es el nuevo tipo de relaciones a que invita Jesucristo: correr el riesgo de dejarse afectar por la presencia física y el dolor del otro: la revolución de la ternura. Nada de consumismo espiritual y vueltas individualistas a lo sagrado. Ni de un cuidado ostentoso de la liturgia sin preocuparse por que el evangelio llegue hasta el pueblo. Nada de una “teología de la prosperidad” que lleva a una “espiritualidad del bienestar”, ajena a lo comunitario. Eso sería una especie de “mundanidad espiritual” desastrosa para la Iglesia. El sello de Cristo es salir a buscar a los perdidos y a las inmensas multitudes sedientas. La Iglesia no evangeliza si no se deja evangelizar.
Hay en la Iglesia un excesivo clericalismo: los ministros eclesiales están al servicio del pueblo; no al revés. En la Iglesia las funciones no dan lugar a la superioridad de unos sobre otros (subrayado en el original). Es necesario también ampliar los espacios para una presencia femenina más incisiva en la Iglesia. Así como una recuperación del “sacerdocio” bautismal, para ahondar en la participación de los fieles en la pastoral de conjunto de la Iglesia.
El cristiano misionero
El evangelizador debe ser un contemplativo de la Palabra y también un contemplativo del pueblo. La primera condición del evangelizador es abrirse sin temor a la acción del Espíritu Santo. Tan importante como el qué es el cómo. Por ejemplo: no limitarse a decir lo que no hay que hacer sino proponer lo que podemos hacer mejor.
No dejarse robar el entusiasmo misionero: en el mundo contemporáneo son muchos los signos de la sed de Dios, de busca del sentido último de la vida, que se manifiestan de forma implícita o negativa. En esta situación, la evangelización puede realizarse de cualquier manera (hasta en una charla de café). Pero hay evangelizadores con exceso de individualismo, con crisis de identidad, caída del fervor y cierto complejo de inferioridad.
El misionero ha de procurar hacerse todo a todos, no encerrarse en su seguridad ni optar por la rigidez autodefensiva. Vivir a fondo lo humano. Hay riesgo de que algunos momentos de oración se conviertan en excusa para no entregar la vida en la misión: porque la actual privatización del estilo de vida puede llevar a los cristianos a refugiarse en alguna falsa espiritualidad.
Sobre la nueva evangelización.
La primera motivación para evangelizar es el amor de Dios que hemos recibido, esa experiencia de ser salvados por Él que nos mueve a amarlo siempre más. Urge recobrar un espíritu contemplativo. Pero no sirven ni las propuestas místicas sin un fuerte compromiso social y misionero, ni los discursos o praxis sociales y pastorales sin una espiritualidad que transforme el corazón.
Toda la vida de Jesús, su forma de tratar a los pobres, sus gestos, su coherencia, su generosidad cotidiana y sencilla, muestran que el Evangelio responde a las necesidades profundas de las personas. Jesús quiere que toquemos la miseria humana, que toquemos la carne sufriente de los demás. Jesucristo no nos quiere príncipes que miran con superioridad, sino hombres y mujeres del pueblo.
Hay que evitar que el corazón se canse de luchar porque, en definitiva, se busca a sí mismo en un carrerismo sediento de reconocimientos y aplausos. Entonces uno no bajará los brazos pero ya no tiene garra: le falta esa Resurrección de Cristo que provoca gérmenes de ese mundo nuevo.
Inculturación
Una cultura evangelizada tiene muchos más recursos que una mera suma de creyentes. También hay que atender mucho al lenguaje: a veces un lenguaje ortodoxo hace que los fieles entiendan algo contrario al Evangelio y les damos una falsa idea de Dios y del ideal humano: es más importante transmitir la sustancia que la formulación. La misericordia, que se despliega en caridad y justicia es de lo que más debemos hablar.
Pero la fe siempre tiene algo de oscuridad y de cruz que no le quita la firmeza de nuestra adhesión. Los preceptos de la Iglesia han de procurar no hacer pesada la vida a los fieles y convertir en una esclavitud lo que la misericordia de Dios quiso que fuera libertad. La eucaristía, si bien constituye la plenitud de la vida sacramental no es un premio para los perfectos, sino un generoso alimento y remiendo para los débiles.
El evangelio tiene una orientación clara hacia los pobres y enfermos, hacia los despreciados y olvidados. Si algo debe inquietar nuestra conciencia es que tantos hermanos nuestros vivan sin la luz, el consuelo y la amistad con Jesucristo. Más que el temor a equivocarnos debe movernos el temor a encerrarnos en estructuras que nos dan una falsa concentración. Una vigilante capacidad de estudiar los signos de los tiempos es hoy una responsabilidad grave.
Dimensión social de la evangelización
Si no se explicita la dimensión social de la evangelización se corre el riesgo de desfigurar su sentido por eludir el compromiso con los otros que es elemento fundamental del anuncio. Nuestra creación a imagen de la comunión divina (trinitaria), con una dignidad infinita, pone de relieve las relaciones entre evangelización y promoción humana. Tanto el anuncio como la experiencia cristiana tienden a provocar consecuencias sociales. La religión cristiana no se reduce al ámbito de lo privado sin influencia en la vida social. Eso implica la inclusión social de los pobres y la paz y el diálogo social. Dios se ha revelado en el acto de escuchar el clamor de los pobres y socorrerlo. Ese clamor es muchas veces no solo de individuos sino de pueblos enteros.
La mayoría de hombres y mujeres de hoy vive precariamente, excluidos y sin salida. Miedo y desesperación se apoderan del corazón de muchas personas, también en países ricos. Crecen la violencia y las desigualdades y se apaga la alegría de vivir. Y aparecen poderes anónimos en el terreno del conocimiento e información.
Nuestro sistema económico es excluyente y mata. Nuestros sistemas informativos dan más importancia a que baje dos puntos la Bolsa que a que muera un anciano de frío en la calle. Las relaciones humanas están fundadas en la competitividad y en la ley del más fuerte. Y el ser humano es considerado como un bien de consumo que se puede usar y tirar: muchos ya no son ni siquiera explotados, sino simplemente excluidos. Además de ciudadanos hay ciudadanos a medias, no ciudadanos y sobrantes.
Y en una situación así, nos volvemos incapaces de compadecernos ante los clamores de los otros. La cultura del bienestar nos anestesia. Y mientras las vidas truncadas las miramos como un espectáculo que no nos afecta, perdemos la calma en cuanto el mercado ofrece algo que aún no tenemos.
Obstáculos a esa dimensión
Causa principal de toda esta situación es la idolatría del dinero, la adoración del becerro de oro, fetichismo del mercado y dictadura de una economía sin rostro y sin objetivo humano, que reduce el ser humano a mero consumidor y no cae en la cuenta de que tras las crisis financieras que atravesamos hay una crisis antropológica. Se defiende la autonomía absoluta de los mercados, con una corrupción ramificada y una evasión fiscal egoísta.
El afán de poder y de tener no conoce límites. Muchos bienes que tenemos ya no son nuestros sino de aquellos que los necesitan. El dinero debe servir y no gobernar. Y hay reivindicaciones que si no son adecuadamente interpretadas no podrán acallarse por la fuerza. En una situación así es imposible erradicar la violencia: porque la inequidad genera tarde o temprano una violencia que las carreras armamentistas no resolverán nunca.
Nuestro sistema es un caldo de cultivo para la violencia, dado que es injusto en su raíz; y un mal enquistado en las estructuras de la sociedad es siempre un potencial de disolución y muerte. Consumismo desenfrenado e inequidad son doblemente dañinos. La reacción contra ellos no se combate con indebidas generalizaciones. Las condiciones para un desarrollo sostenible y en paz, todavía no están adecuadamente planteadas ni realizadas.
Esa dimensión social implica además un NO rotundo a las guerras entre países cristianos: “Pido fraternalmente” a los cristianos de todo el mundo, que las gentes puedan decir como antaño: “mirad cómo se aman”. Me duele comprobar cómo entre comunidades cristianas, y aun entre personas consagradas, se dan difamaciones, venganzas, deseos de imponer las propias ideas a costa de cualquier cosa y hasta caza de brujas.
No nos preocupemos solo por no caer en errores doctrinales: un signo que nunca debe faltar es la opción por los pobres, por aquellos que la sociedad descarta y desecha. Esa opción es una categoría teológica antes que sociológica, política o filosófica. Por eso quiero una Iglesia pobre para los pobres, y este ha de ser un rasgo decisivo de la nueva evangelización. No hay asuntos que requieran más atención. Y esa opción, para ser válida, ha de extenderse también a la atención espiritual.
Los migrantes plantean aquí un desafío particular: ¡son personas! Y deberíamos escuchar el grito de Dios preguntando: “¿dónde está tu hermano?” Ese que estás matando cada día en el taller clandestino, en la red de prostitución, en los niños que utilizas para mendicidad, en el que tiene que trabajar a escondidas porque no tiene papeles. Interrogantes parecidos plantean las mujeres doblemente pobres y con menos posibilidades de defensa. Como también los niños por nacer, más indefensos y a quienes hoy se les niega dignidad humana. Aunque también es verdad que hemos hecho muy poco por acompañar a las mujeres que se encuentran en situaciones muy duras y donde el aborto se presenta como una solución rápida.
Evangelización y diálogo
Esta construcción de la paz y la fraternidad reclama un diálogo. Primero diálogo con la sociedad (culturas, ciencias y otros creyentes). Si Jesucristo es la paz, todo bautizado ha de ser instrumento de pacificación y testimonio creíble de una vida reconciliada. Es hora de diseñar una cultura que privilegie el diálogo como forma de encuentro y busca de consenso sin separarla de la preocupación por una sociedad justa. La Iglesia no tiene respuesta para todas las cuestiones, pero puede proponer con claridad los valores fundamentales de la existencia humana.
Diálogo también ecuménico, lo que supone que los cristianos superen sus divisiones para hacerse más creíbles (es grave el antitestimonio dado en África y Asia). Diálogo con el judaísmo en el que Dios sigue obrando y que permite leer juntos los textos de la biblia hebrea. Diálogo interreligioso como conversación sobre la vida humana y busca de la paz social y la justicia más allá de lo meramente pragmático. Diálogo con el Islam que adora a un Dios único y misericordioso, adhiriéndose a la fe de Abrahán y conservando parte de las enseñanzas de Jesús. Diálogo siempre desde un respeto a la libertad religiosa.
III.- “UN SISTEMA QUE MATA”
Las reivindicaciones sociales que tienen que ver con la distribución del ingreso, con la inclusión social de los pobres y los derechos humanos, no pueden ser sofocadas con el pretexto de construir una paz efímera para una minoría feliz. Una paz que no surja como efecto del desarrollo integral de todos, no tiene futuro.
Benedicto XVI invitó a “eliminar las causas estructurales de las disfunciones de la economía mundial y corregir los modelos de crecimiento incapaces de respetar el medio ambiente”. El derroche de la creación comienza donde ya no reconocemos ninguna instancia por encima de nosotros sino que solo nos vemos a nosotros mismos. Siglos antes, en Francisco de Asís, encontramos una renuncia a convertir la realidad en mero objeto de uso y de dominio.
Destino común de los bienes y diferencias intolerables
(Como ya henos visto) la fraternidad cristiana reconoce la función social de la propiedad y el destino universal de los bienes de la tierra como realidades anteriores a la propiedad privada. Exige por tanto devolver al pobre lo que le corresponde y un cambio de estructuras no meramente material sino que brote de unas convicciones, para no corromperse. Pero hoy el acceso a los bienes está vedado a los pobres por un sistema de relaciones comerciales y de propiedad, estructuralmente perverso. El actual nivel de consumo de los países ricos es insostenible: ha rebasado ciertos límites de explotación del planeta sin que hayamos resuelto el problema de la pobreza. Y sin embargo, se pretende legitimar el modelo distributivo actual, donde una minoría se cree con el derecho de consumir en una proporción imposible de generalizar.
La integración de los pobres ha de superar el mero asistencialismo. Y el empresario ha de dejarse interpelar por un sentido más amplio de la vida que le permita servir verdaderamente al bien común. Podemos entonces definir la economía como “una adecuada administración de la casa común que es el mundo entero”. Todo acto económico de envergadura realizado en una parte del planeta repercute en el todo. Por eso ningún gobierno puede actuar al margen de una responsabilidad común. Hace falta una interacción que, dejando a salvo la soberanía de las naciones, asegure el bienestar económico de todos los países y no solo de unos pocos.
Es bueno preocuparse para que no haya malos tratos a seres vivos. Pero sin que por eso dejemos de advertir que algunos seres humanos se arrastran en una degradante miseria sin posibilidades reales de superación mientras otros ni siquiera saben qué hacer con lo que poseen, y ostentan vanidosamente una supuesta superioridad: no podemos admitir que unos se sientan más humanos que otros como si hubieran nacido con mayores derechos.
Dios creó el mundo para todos. En consecuencia, el principio de la subordinación de la propiedad privada a ese destino universal de los bienes y, por tanto, el derecho universal a su uso es una regla de oro del comportamiento social. La tradición cristiana nunca reconoció como absoluto e intocable el derecho de la propiedad privada: Dios ha dado la tierra a todo el género humano para que ella sustente a todos sus habitantes sin excluir a nadie ni privilegiar a ninguno… Ese derecho debe además ser garantizado para que no sea ilusorio sino real. Lo cual implica contar con medios de educación técnica, créditos, seguros y comercialización. De lo contrario, como dijeron los obispos de Oceanía: “un 20% de la población mundial roba a las naciones pobres y a las futuras generaciones lo que necesitan para sobrevivir”.
Modelos humanos
Como venimos repitiendo, el desarrollo humano integral y la inclusión social no las garantiza el mercado por sí mismo. Nunca la humanidad tuvo tanto poder como hoy, y nada garantiza que vaya a utilizarlo bien, sobre todo si miramos el modo como lo está haciendo ahora. Cada época tiende a desarrollar una escasa autoconciencia de sus propios límites. Presupone la mentira de la disponibilidad infinita de los bienes del planeta, que lleva a estrujarlo hasta el límite y más allá del límite.
Por eso, ciencia y tecnología no son neutrales: pues pueden implicar diversas intenciones o posibilidades y configurarse de distintas maneras… Los objetos producto de la técnica no son neutros: porque crean un entramado que condiciona los estilos de vida y orienta las posibilidades en la línea de los intereses de determinados grupos de poder.
La tecnología a veces resuelve un problema creando otros, porque desconoce las múltiples relaciones que existen entre las cosas. Pero todas las criaturas están conectadas y todos los seres nos necesitamos unos a otros. Y muchas veces se toman medidas solo cuando se han producido efectos irreversibles para la salud de las personas.
El hombre que posee la técnica sabe que, en el fondo, la técnica no se dirige hoy ni a la utilidad ni al bienestar, sino al domino, en el sentido más extremo de la palabra. La economía asume la tecnología en función del rédito: sin prestar atención a eventuales consecuencias negativas para el ser humano. No se aprendieron las consecuencias de la crisis financiera mundial, y con mucha lentitud se aprenden las lecciones del deterioro ambiental.
Y si no se escucha el clamor de un pobre, de un discapacitado, de un embrión humano, menos aún se escuchará el clamor de la tierra: no se puede proponer una relación con el ambiente aislada de la relación con las demás personas y con Dios. La adoración del poder humano sin límites desarrolla en los sujetos un relativismo donde todo se vuelve irrelevante si no sirve a los propios intereses inmediatos. Ese relativismo práctico empuja a una persona a aprovecharse de la otra y a tratarla como mero objeto.
Así, la orientación de la economía empuja a avances tecnológicos para reducir costos de producción, disminuyendo puestos de trabajo. También con frecuencia no se pone sobre la mesa toda la información sino que se selecciona de acuerdo con los propios intereses, sean políticos, económicos o ideológicos. Es necesidad humanista una mirada más integral e integradora.
Por eso, sirve de poco un reconocimiento teórico de la dignidad de todo ser humano, cuando hay tantos seres humanos en las situaciones que conocemos. Por eso hay que comenzar contemplando ante todo la inmensa dignidad del pobre a la luz de las más hondas convicciones creyentes.
El hombre y la mujer del s. XXI corren el riesgo de volverse profundamente individualistas. Nuestra incapacidad para pensar seriamente en las futuras generaciones está ligada a nuestra incapacidad para pensar en quienes actualmente quedan excluidos de nuestro desarrollo. En este contexto las predicciones catastróficas ya no pueden ser miradas con desprecio e ironía.
Caminos por abrir
Hacen falta caminos de diálogo que nos ayuden a salir de la espiral de autodestrucción en la que nos estamos sumergiendo. Pero estamos asistiendo a un debilitamiento del poder de los estados nacionales: porque la dimensión económico-financiera de dimensiones transnacionales tiende a predominar sobre la política. Urge por eso la presencia de una verdadera autoridad política mundial como ya fue esbozada por Juan XXIII.
Los países que se han beneficiado por un alto grado de industrialización, a costa de una enorme emisión de gases invernaderos, tienen mayor responsabilidad en contribuir a la solución de los problemas que han causado. Mientras que los países pobres, que necesitan como prioridad la erradicación de la miseria, deben analizar el nivel escandaloso de consumo de algunos sectores de su población y controlar mejor la corrupción. La misma lógica que dificulta tomar decisiones drásticas para invertir la tendencia al calentamiento global, es la que no permite cumplir con el objetivo de erradicar la pobreza. Necesitamos una reacción global responsable que posibilite ambos objetivos.
A todo esto se suma el que podemos llamar inmediatismo político. Atentos solo a intereses electorales, los gobiernos no se atreven a irritar a la población con medidas que pueden afectar al nivel de consumo o poner en riesgo inversiones extranjeras. La buena clase política se muestra cuando, en momentos difíciles, se obra por grandes principios y pensando en el bien a largo plazo.
Hay que corregir además el hecho de que haya una excesiva inversión tecnológica para el consumo y poca para resolver los problemas pendientes de la humanidad. Insistir en crear formas explícitas de expolio de la naturaleza solo para ofrecer nuevas posibilidades de rédito inmediato es algo indigno, superficial y además poco creativo. Por eso ha llegado la hora de aceptar cierto decrecimiento en algunas partes del mundo, aportando recursos para que otras partes puedan crecer sanamente. Pero para eso hay que reflexionar responsablemente sobre el sentido de la economía y su finalidad; y hay que redefinir el progreso sin que valgan aquí términos medios: el discurso del crecimiento sostenible se está convirtiendo en un recurso diversivo y exculpatorio que pretende absorber valores ecologistas dentro de la lógica de las finanzas y la tecnocracia.
El salario justo permite ese acceso adecuado a los bienes destinados al uso común. Los más favorecidos deben renunciar a algunos de sus derechos para poner sus bienes al servicio de los demás, sin ampararse en una defensa exacerbada de los derechos individuales o de los pueblos más ricos.
Es mucho lo que aún se puede hacer. Pero no se pueden modificar las políticas relacionadas con el cambio climático y la protección del ambiente (y la educación) cada vez que cambia el gobierno: porque los resultados requieren mucho tiempo y suponen costos inmediatos. Y el que un político asuma estas responsabilidades con los costos que implican, no responde a la lógica eficientista e inmediatista de la economía y de la política actuales. Los mejores mecanismos terminan sucumbiendo cuando faltan los grandes fines, los valores y una comprensión humana y rica de sentido.
Además, ante el peligro de un daño grave e irreversible, la falta de certeza científica no debe utilizarse como razón para postergar la adopción de medidas eficaces que impidan la degradación del medio ambiente. No es que haya que oponerse a cualquier innovación tecnológica, pero sí que la rentabilidad no puede ser el único criterio a tener en cuenta.
Política y economía
La pobreza tiene unas causas estructurales que también hay que resolver: como la autonomía absoluta de los mercados y de la especulación financiera. Ya no podemos confiar en la mano invisible del mercado. La política no debe someterse a la economía y esta no debe someterse a los dictámenes y al paradigma eficientista de la tecnocracia. Hoy algunos sectores económicos ejercen más poder que los mismos estados.
Por ejemplo: la salvación de los bancos a toda costa, haciendo pagar el precio a la población sin la firme decisión de revisar y reformar todo el sistema, reafirma un dominio absoluto de las finanzas que solo podrá generar nuevas crisis después de una larga, costosa y aparente curación. La crisis del 2007-2008 era la ocasión para el desarrollo de una nueva economía más atenta a los principios éticos y para una regulación de la actividad financiera especulativa y de la riqueza ficticia. Pero no hubo una reacción que llevara a repensar los criterios obsoletos que siguen rigiendo el mundo. Y es que la burbuja financiera también suele ser una burbuja productiva.
El sistema “mata”: si no directamente a las personas, mata a la democracia política al dejarla sometida a la tecnología, a las finanzas y al “mercado divinizado”. Un modelo de producción válido para el futuro supone además limitar al máximo el uso de los recursos no renovables, moderar el consumo, reutilizar y reciclar.
Otro de los bienes que los mecanismos del mercado no saben defender o promover adecuadamente es el ambiente. Estamos otra vez ante una concepción mágica del mercado que tiende a pensar que los problemas se resuelven solo con el crecimiento de los beneficios empresariales o individuales. Pero ¿es realista pensar que quien se obsesiona por el máximo beneficio se detenga a pensar en los efectos ambientales que dejará a las generaciones futuras? La misma lógica que impide una preocupación sincera por el ambiente, es la que impide una preocupación por los más frágiles. El principio del máximo beneficio tiende a aislarse de toda otra consideración y distorsiona la economía. Desacelerar un determinado ritmo de producción y de consumo puede dar lugar a otro modo de progreso y desarrollo.
Muchos esfuerzos en el campo ecológico se ven frustrados no solo por el rechazo de los poderosos sino también por la falta de interés de los demás. Y muchos síntomas indican que esos efectos serán cada vez peores si continuamos con los actuales modelos de producción y consumo. Pero quienes tienen más recursos parecen interesados sobre todo en enmascarar. Los peores impactos recaerán en las próximas décadas sobre los países en desarrollo. No suele haber conciencia clara de los problemas que afectan particularmente a los excluidos (que son miles de millones de personas). Se miran como “un apéndice”: como un asunto que se añade casi por obligación y de manera periférica, por gentes que viven y reflexionan desde la comodidad de un desarrollo y una calidad de vida que no están al alcance de la mayoría de la población mundial. Pero hoy es preciso reconocer que un verdadero planteo ecológico se convierte siempre en un planteo social.
Otras veces es la misma política la responsable de su descredito, por la corrupción y falta de políticas públicas. Mientras unos se desesperan solo por el rédito económico, otros se obsesionan solo por conservar o acrecentar el poder. Y ni se cuestiona esa lógica subyacente en la cultura actual.
Espiritualidad económica y ecológica
Las religiones deben entrar en un diálogo orientado al respeto de la tierra, a la ayuda a los más pobres y a construir redes de respeto y fraternidad: liberar a las personas de esos mecanismos compulsivos que crea el mercado para colocar sus productos, liberarlas de ese engaño de que son libres mientras tengan libertad para consumir. Promover un cambio de estilos de vida que ejerzan una sana presión sobre los que detectan el poder político económico y social. Vivir la vocación de ser protectores de la obra de Dios, tras mucho tiempo de degradación de la ética, de la bondad y de la fe.
De lo contrario, esa destrucción de todo fundamento de la vida social termina enfrentándonos unos con otros para preservar los propios intereses, e impide el desarrollo de una verdadera cultura del ambiente. Y, por lo que toca a los cristianos, la fe en un Dios que es comunión infinita, nos obliga a pensar que toda la realidad contiene en su seno una marca propiamente trinitaria (comunitaria). Y rezar con frecuencia: “Dios todopoderoso toca los corazones de los que buscan solo beneficios a costa de los pobres y de la tierra”.
CONCLUSIÓN: IGLESIA EN SALIDA
1.- La revolución de Francisco puede resumirse en esa expresión de Iglesia “en salida”, si tenemos en cuenta que el Dios que va revelando el texto bíblico es también un Dios “en salida”.
Como Dios comunitario (”uno y trino”) es un Dios que sale de Sí. Pero luego, al dar a la creatura humana algo de su imagen y al encarnarse en lo humano de Jesús, “no retiene ávidamente su divinidad” sino que “se vacía” (cf. Filip 2,6ss) y, de algún modo, sale de Sí. Jesús no acepta para el cristiano un “único” mandamiento referido al único Dios, sino que este mandamiento incluye otro igual que es el amor al prójimo (Mc 12, 29ss): otra imagen del Dios en salida; y cuando el Espíritu congrega a los creyentes en “asamblea” (Iglesia), esa iglesia de Dios sale de sí también convirtiéndose en una Iglesia de la fraternidad y la misión, en lugar de ser simplemente una comunidad cúltica y centrada en sí misma. La Iglesia de la fraternidad universal ha de ser por eso una iglesia de los más excluidos de esa fraternidad: por algo, en el evangelio, los protagonistas positivos son enfermos y pobres, y los protagonistas negativos son los ricos y los poderes religiosos.
La consecuencia de eso es que un “mundo” cerrado sobre sí mismo y cuya “buena noticia” es la riqueza y el dinero, será inevitablemente un mundo hostil a esa Iglesia en salida. Ser perseguida pertenece a la esencia misma de la Iglesia, siempre que esa persecución sea por su fidelidad al Evangelio de Jesús y no por otros motivos extraevangélicos de humana competitividad. Las críticas y rechazos que ha encontrado Francisco, los ataques a la Iglesia que apuntaban a desacreditarle a él, y los manejos silenciosos para conseguir un sucesor de tendencia opuesta a la suya, ponen de relieve la diferencia entre un sistema que “mata” o que “descarta” y una iglesia que intenta integrar y dar vida. La Iglesia en salida se moverá entre estas dos frases de Jesús: “os perseguirán porque no sois del mundo” (Jn 15,19) y, por otro lado: “no temáis, yo he vencido al mundo” (Jn 16,33). Porque ese mundo autocentrado es, por otro lado, tan querido por Dios, que “le envió a su Hijo no para condenar al mundo sino para salvarlo” (Jn 4, 16.17).
La llamada “revolución” de Francisco ha sido pues un intento de vuelta a lo más central y difícil del evangelio: las consecuencias del Abbá anunciado y vivido por Jesús; las consecuencias de todo lo que la palabra evangelio tiene de “buena noticia”; y el consejo de leer los signos de los tiempos. Una descripción análoga a lo que Lucas cuenta de la iglesia primitiva: perseveraban por un lado en la comunión y fracción del pan (fraternidad), además en la enseñanza de los apóstoles (misión), y finalmente también en la oración (contemplación del mundo). (cf. Hchs 2,42).
Y lo que de ahí brota es una revolución de todas las relaciones humanas. Que los hombres somos una pasión de absoluto, lo han repetido ya demasiadas voces. Esa pasión nos lleva a falsificar nuestra relación con los demás. Sacamos así lo peor de nosotros y lo peor de ellos. Y nuestra pasión de absoluto se estrella. Pero, en la medida en que la buena noticia de Dios nos ayuda a sacar lo mejor de nosotros mismos, conseguimos a veces sacar lo mejor de todos los demás. Y las relaciones se convierten así en pequeños signos de esperanza para la pasión que nos constituye.
Pero debemos saber que la transformación que el Evangelio nos pide y promete no se dirige solo a nuestro yo individual, sino también a ese “mundo” o entorno en el que los hombres nos relacionamos y que también necesita ser transformado.
2.- Si esta es la revolución de Francisco, un rápido comentario personal invita a descubrir la encarnizada (aunque tácita) posición que está sufriendo. Todo lo expuesto es un ataque al individualismo de nuestra modernidad que ha sido padre del capitalismo y autor del drama ecológico. Más allá de los problemas especulativos: que la relación no es un accidente del ser como pensó Aristóteles sino el constitutivo del ser y que, por tanto, todo está relacionado y hay que procurar pensarlo todo globalmente; o que Dios, por trascendente que sea, es tan cercano como lejano (Agustín)…, más allá de esos detalles aparentemente teóricos, están sus consecuencias que nuestra cultura dominante no puede aceptar: que el hombre (por usar el lenguaje del Génesis) es “jardinero” y no propietario; que la única civilización posible es una “civilización de la pobreza” (o “de la sobriedad compartida), que el rico (retomando una vieja intuición de san Juan Crisóstomo) es siempre “un ladrón o hijo de un ladrón”; y que nuestra sacrosanta categoría de progreso debe ser cuestionada: no porque no haya que progresar, sino porque hemos progresado siempre a base de víctimas (humanas o naturales) y hoy nos encontramos con esta lección sacada por Francisco: “Dios perdona siempre, la naturaleza no perdona nunca”.
Los poderes de este mundo, sean religiosos o ateos, no pueden aceptar esto. Francisco, por otro lado, no ha caído en el peligro que podrían tener algunas de las frases aludidas: y que sería una banalización de la idea de Dios como solemos los hombres banalizar la idea del amor. Para Francisco sigue muy vigente la tesis de Agustin: “si lo comprendes ya no es Dios aquello que comprendes”, y muy vigente también la visión tomásica del amor: “el amor no hace las cosas más fáciles sino que capacita para las más difíciles”.
Este contexto permite comprender que la oposición a Francisco haya renunciado a los ataques verbales de los primeros años (marxista, no científico, contrario al evangelio…) y se haya refugiado en la preparación constante y silenciosa de un conclave que elija un sucesor suficientemente ingenuo y suficientemente manipulable para caminar en la dirección contraria. Es muy significativo que en el momento en que redacto estas líneas aparezca un libro, nada menos que de un cardenal de 93 años, en que denuncia todos esos manejos.