Recuperar el “mimo” a la hora de hacer las cosas en la liturgia.

La lectura de un texto recogido en el boletín nº 75 del CIDAL , que amablemente un amigo me hace llegar, por un lado,(y del que transcribo una gran parte por su ilustrada documentación), los diferentes compromisos que mi mujer y yo hemos ido adquiriendo a lo largo de nuestra trayectoria familiar con la parroquia, y el recuerdo de algunas cosas vividas hace años en la Adoración Nocturna me han sugerido este escrito.

Si algo he vivido en la Adoración Nocturna, casi siempre, ha sido el gusto por el decoro en las celebraciones. No voy a negar que a veces me ha resultado hasta exagerado, pero quién soy yo para decir nada a quienes solo han hecho sino mantener una tradición heredada y cultivada.


Como contrapunto además se encuentra uno con el poco “mimo” que a veces ve, especialmente en personas consagradas o en colaboradoras parroquiales que, por poner un ejemplo, depositan “los restos” de la comunión en “el lujoso armarito de cocina que se encuentra en la capilla o detrás del altar”, también llamado “sagrario”; o la sensación, repito sensación, que transmiten algunos presbíteros de no tener muy claro (que nos pasa a muchos) y no importarle mucho (ahí sí que la cosa canta) lo que tienen entre manos.


Soy de los que opinan que la “vulgarización de la liturgia” llevada a cabo tras el Concilio Vaticano II ha sido muy positiva en muchos aspectos, permitiendo una mayor comprensión, participación, creatividad, autenticidad, … pero con la condición pendular del ser humano también se ha producido el fenómeno negativo de pérdida de decoro, de respeto, de detalle, de mimo. Y no será porque el tema no se haya puesto sobre la mesa. 1) Por ejemplo: capítulo 5º sobre el “Decoro de la celebración litúrgica” en la última encíclica Ecclesia de Eucharistia del papa Juan Pablo II (17 abril 2003), en él el Papa afirma que Cristo mismo quiso un ambiente digno y decoroso para la Ultima Cena, pidiendo a los discípulos que la prepararan en la casa de un amigo que tenía una “sala grande y dispuesta” (Lc 22,12; cf. Mc14,15).

La encíclica recuerda también la unctio de Betania, un acontecimiento significativo que precedió a la institución de la Eucaristía (cf. Mt 26; Mc 14; Jn 12). Frente a la protesta de Judas de que la unción con óleo precioso constituía un “derroche” inaceptable, vistas las necesidades de los pobres, Jesús, sin disminuir la obligación de la caridad concreta hacia los necesitados, declara su gran aprecio por el acto de la mujer, porque su unción anticipa “ese honor del que su cuerpo seguirá siendo digno también después de la muerte, indisolublemente ligado como lo está al misterio de su Persona” (Ecclesia de Eucharistia, n. 47). Juan Pablo II concluye que la Iglesia, como la mujer de Betania, “no ha temido 'derrochar' invirtiendo lo mejor de sus recursos para expresar su estupor adorante frente al don inconmensurable de la Eucaristía” (ivi, n. 48).

La liturgia exige lo mejor de nuestras posibilidades, para glorificar a Dios Creador y Redentor. Cierto es que leyendo estos textos, y por que el papel lo aguanta todo, puede surgir la crítica de una “falta de llamada a la pobreza” en estas recomendaciones de Juan Pablo II, e incluso si tomamos como única referencia las celebraciones que “le preparan al Papa allá por donde va” la crítica es fácil, y a veces hasta justificada seguramente, pero es que la cosa no va por ahí. En el fondo, el cuidado atento de las iglesias y de la liturgia debe ser una expresión de amor por el Señor. Incluso en un lugar donde la Iglesia no tenga grandes recursos materiales, no se puede descuidar este deber. En el siglo XVIII, Benedicto XIV (1740-1758) en su encíclica Annus qui (19 de febrero de 1749), dedicada sobre todo a la música sacra, exhortó a su clero a que las iglesias estuviesen bien mantenidas y dotadas de todos los objetos sagrados necesarios para la digna celebración de la liturgia: “Debemos subrayar que no hablamos de la suntuosidad y de la magnificencia de los sagrados Templos, ni de la preciosidad de los sagrados adornos, sabiendo también Nos que no se pueden tener en todas partes. Hemos hablado de la decencia y de la limpieza que a nadie es lícito descuidar, siendo la decencia y la limpieza compatibles con la pobreza”. O como decía un amigo mío “hay que ser pobres, no miserables”.

La Constitución sobre la sagrada Liturgia del Concilio Vaticano II se pronunció de un modo similar: “al promover y favorecer un arte auténticamente sacro, busquen más una noble belleza que la mera suntuosidad. Esto se ha de aplicar también a las vestiduras y ornamentación sagrada” (Sacrosanctum Concilium, n. 124). Este pasaje se refiere al concepto de la “noble sencillez”, introducido por la misma Constitución en el n. 34. Este concepto parece originario del arqueólogo e historiador del arte alemán Johann Joachim Winckelmann (1717-1768), según el cual la escultura clásica griega se caracterizaba por “noble sencillez y serena grandeza”. Al inicio del siglo XX el conocido liturgista inglés Edmund Bishop (1846-1917) describía el “genio del Rito Romano” como distinguido por la sencillez, sobriedad y dignidad (cf. E. Bishop, Liturgica Historica, Clarendon Press, Oxford 1918, pp. 1-19). A esta descripción no le falta mérito, pero hay que estar atentos a su interpretación: el Rito Romano es “sencillo” frente a otros ritos históricos, como los orientales, que se distinguen por su gran complejidad y suntuosidad. Pero la “noble sencillez” del Rito Romano no se debe confundir con una malentendida “pobreza litúrgica” y un intelectualismo que pueden llevar a arruinar la solemnidad, fundamento del Culto divino (cf. la contribución esencial de santo Tomás de Aquino en la Summa Theologiae III, q. 64, a. 2; q. 66, a 10; q. 83, a. 4).1)(Gran parte de este texto está tomado del escrito elaborado por Uwe Michael Lang, C.O. Consultor de la Oficina de las Celebraciones Litúrgicas del Sumo Pontífice.
Roma, Italia, 10 de febrero de 2011 y publicado por la agencia ZENIT y recogido en el boletín nº 75 del CIDAL))

Non solum sed etiam

No puedo menos que traer a este texto el gesto de cuantas personas sí miman, y muchas en lo escondido, los pequeños detalles de la liturgia, especialmente de quienes se ocupan del antes y del después: quienes cosen, bordan, lavan, planchan, colocan y quitan las telas que se usan en el altar; quienes limpian, friegan, enceran, el templo y los ornamentos; quienes preparan pensando, escribiendo, consultando, editando, corrigiendo, orando y meditando desde la más sencilla de las celebraciones hasta la más solemne; quienes crean, construyen, escriben, componen, ensayan y ensayan, y ensayan cantos, antífonas, melodías que ayudarán en la celebración; quienes buscan, seleccionan, escogen, preparan, comentan, repasan, leen los textos de las celebraciones; en definitiva todo aquel que pone un poco de mimo en aquello que es para mayor Gloria de Dios y para mejor servicio del Hombre.
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