"Queremos igualdad, sí, pero queremos mucho más equidad" Silvia Martínez Cano: "Un 8M sinodal"

Las mujeres, como parte fundamental de las iglesias cristianas (en algunas somos más que fundamental, es decir una mayoría del 80%), soñamos con una Iglesia rica en equidad. No hablo de igualdad, sino de equidad"

"La equidad es la expresión práctica de la sinodalidad y la sinodalidad es la clave del cambio de un modelo eclesial piramidal y jerárquico a un modelo circular y asambleario"

"Aunque la demanda de las mujeres católicas en concreto, y de las cristianas en general, tiene que ver con la equidad dentro de la Iglesia, lo cierto es que nos encontramos en un paso anterior"

"Hablo de equidad porque es un concepto de máximos, mucho más propio del Evangelio que el concepto de igualdad, más propio de los acuerdos de mínimos"

"El primer nivel de cambios eclesiales, que sería el reconocimiento de la igualdad de hombres y mujeres no se ha producido todavía. Ni siquiera hemos llegado a los mínimos"

Las mujeres, como parte fundamental de las iglesias cristianas (en algunas somos más que fundamental, es decir una mayoría del 80%), soñamos con una Iglesia rica en equidad. No hablo de igualdad, sino de equidad.

Hablo de equidad porque es un concepto de máximos, mucho más propio del Evangelio que el concepto de igualdad, más propio de los acuerdos de mínimos que se realizan entre los seres humanos. Las mujeres cristianas soñamos con una Iglesia que de a cada uno lo que necesita, que atienda en las necesidades y celebre en comunidad de hermanos y hermanas.

Queremos igualdad, sí, pero queremos mucho más equidad. Equidad significa, primero, valorar a cada uno en su singularidad, es decir aceptando la diversidad de experiencias de fe y sus formas de expresión. Segundo, ser justos en las oportunidades, las capacidades y el trato que reciben los distintos miembros de una comunidad. La equidad subraya el carácter justo y misericordioso del Evangelio e invita a la implicación personal en esas diferencias. Y tercero, porque la equidad permite ejercer liderazgos que emocionen y motiven a las comunidades para que hagan un seguimiento de Jesús verdaderamente evangélico. Estos liderazgos son independientes del género del que lo ejercite y actúan por el principio de autoridad reconocida por la propia comunidad.

Equidad

La equidad es la expresión práctica de la sinodalidad y la sinodalidad es la clave del cambio de un modelo eclesial piramidal y jerárquico a un modelo circular y asambleario. Sí, necesitamos una Iglesia mucho más asamblearia, donde se decidan cuestiones desde el consenso y el sensus fidei de la comunidad.

Aunque la demanda de las mujeres católicas en concreto, y de las cristianas en general, tiene que ver con la equidad dentro de la Iglesia, es decir, con el reconocimiento de la pluralidad de las mujeres y su participación en la iglesia conforme a sus distintas vocaciones, lo cierto es que nos encontramos en un paso anterior.

El primer nivel de cambios eclesiales, que sería el reconocimiento de la igualdad de hombres y mujeres no se ha producido todavía. Ni siquiera hemos llegado a los mínimos. La igualdad se da muy puntualmente, porque no se ha tocado el principal problema que la bloquea que es la estructura eclesial dominada por los varones célibes. Sin la intervención en este tema estructural, todas las reformas parciales pueden quedar invalidadas, incluida la igualdad entre hombres y mujeres. Y de ningún modo se podrá acceder a un segundo nivel de cambios eclesiales en donde la reivindicación de la equidad se pueda realizar plenamente. Por ello, no podemos hablar hoy todavía ni tan siquiera de la «unidad en la diversidad» de la que tanto hablamos cuando definimos la sinodalidad, si no afrontamos estos dos niveles de cambios eclesiales.

Entender la pluralidad eclesial como un rasgo propio y positivo de la iglesia es una tarea en la que la propuesta institucional de Francisco pretende involucrarnos a todos. Pero para ello debe haber en las comunidades católicas y en la jerarquía la voluntad y el esfuerzo que querer escuchar y dialogar.

La pluralidad eclesial, no es un elemento extraño a nosotros, ya existió en los primeros siglos (cfr. Rafael Aguirre (ed.), Así empezó el cristianismo, Verbo Divino, Estella 2013), quizá con unas diferencias muy superiores a las nuestras (recordemos la normalización de la esclavitud y la humanidad de segunda categoría de las mujeres), y se crearon mecanismos de encuentro y diálogo como los sínodos, los concilios, las decisiones asamblearias en las diócesis, etc. Romper las barreras que separaban a los que se definían como diferentes dotó a la Iglesia de una gran creatividad para resolver sus problemas eclesiales y sociales, pero también de una gran fuerza evangelizadora, mostrando una Iglesia atractiva y acogedora.

Tampoco las situaciones de crisis son extrañas para la Iglesia católica. De ellas se ha sacado fuerza para asumir el Evangelio con todas sus consecuencias y reconducir a las comunidades creyentes y la Iglesia universal por los caminos de Jesucristo. Si esto fue así en nuestra historia, y por tanto es tradición (con “t” minúscula, pero también con “T” mayúscula pues de estos procesos salieron dogmas y costumbres eclesiales), aceptemos que «las reivindicaciones de los legítimos derechos de las mujeres, a partir de la firme convicción de que varón y mujer tienen la misma dignidad, plantean a la Iglesia profundas preguntas que la desafían y que no se pueden eludir superficialmente.» (Evangelii Gaudium, 104).

Es decir, que las mujeres cristianas, salgan a la calle o a sus balcones o a las redes sociales a reivindicar la equidad en su iglesia es un acto legítimo de sinodalidad que debería ser apoyado por sus comunidades y también por la institución. Porque con ello ejercen el don de la profecía de nuestro tiempo recordándonos que la conversión real e histórica de la Iglesia solo se puede dar si «la espiritualidad no está desconectada del propio cuerpo ni de la naturaleza o de las realidades de este mundo, sino que se vive con ellas y en ellas, en comunión con todo lo que nos rodea» (LS 216).

Este planteamiento ecológico es aplicable a la Iglesia como institución orgánica y viva. Significa que para pasar de un modelo de uso y abuso eclesial a un modelo de sostenibilidad eclesial no basta reducir el abuso, sino que los que han poseído la mayoría del espacio eclesial decrezcan humildemente, compartiendo y dejando espacio a los desposeídos de su dignidad de creyentes. Es decir, que para que la Iglesia sea hoy un cuerpo de Cristo vivo y que produzca vida, es necesario que se produzca una conversión al decrecimiento de algunos para invertir en cuidar a las otras para equilibrar las relaciones de la vida en comunidad. Sí, he escrito bien, he dicho «otras», pues, ¿no somos el 80% de la Iglesia? Así que necesitamos un #8MSinodal, legítimo, efectivo y apoyado institucionalmente (y si se puede pedir algo más que sea un poco más rápido de lo habitual) que entre en el proceso sinodal como un ejercicio de humildad y no condescendencia, donde se escuche y se deje hablar a las mujeres, aunque a veces no nos guste lo que dicen, pues en las palabras de la otra puede haber una verdad.

¿Acaso no estamos hablando de parresía? ¿No es esto hablarnos con claridad las otras a los unos, aceptando nuestra diferencia y celebrándola? ¿No es también «dejar hacer», pues el control sobre la palabra y acción del otro restringe la pluralidad, la creatividad y el diálogo eclesial? No es posible la conversión del corazón al decrecimiento si no se deja libres a los demás, también a las mujeres, para que tomen las riendas de sus vidas desde el seguimiento a Cristo.

Por ello, y desde la palabra profética de las mujeres, la propuestade católicas y teólogas feministas es realizar juntos (y vuelvo a decir bien «juntos», hombres y mujeres) una deconstrucción de una eclesiología basada en una jerarquía de poder (cfr. Elisabeth Schüssler Fiorenza, En memoria de ella. una reconstrucción teológica feminista de los orígenes cristianos, Bilbao, Desclée de Brouwer, 1989), seguida de una construcción de una eclesiología de comunión comprometida (cfr. Ivone Gebara, Teología a ritmo de mujer, Madrid, San Pablo, 1995) y ecológica (cfr. Francisco, Laudato Si, n. 137-162) a través de la descentralización y democratización de la organización de la Iglesia en la línea que apuntaba el concilio, pero teniendo en cuenta la realidad del siglo XXI (Francisco, Evangelii Gaudium, n. 16) que pasa, inevitablemente, por las mujeres.

(Extracto de Silvia Martínez Cano “Mujeres creyentes, culturas e Iglesias. Reformas para comunidades católicas vivas y en acción”, in Journal of the European Society of Women in Theological Research, Volume 25, october 2017, pp. 143-165  y Silvia Martínez Cano, “Hablar de sinodalidad es hablar de mujeres”, en Rafael Luciani y Mª Teresa Compte (coords.), En camino hacia una Iglesia sinodal, PPC, Madrid 2020, pp. 347-368. ISBN 978-84-288-3568-8.)

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