"Después de esta pandemia no podemos continuar viviendo como si nada hubiese pasado" Un año de confinamiento en Montserrat

Abadía de Montserrat
Abadía de Montserrat

El tiempo litúrgico de Cuaresma lo hemos vivido recluidos en el monasterio, a pesar de haber recibido (como residencia de gente mayor) la vacuna contra el Covid-19

"Hemos de renunciar a las caras de enfadados que, a veces, tenemos, hemos de derribar muros de prejuicios y de desconfianzas, para abrir caminos de diálogo. Hemos de redescubrir el valor de la confianza y también del silencio y de la oración"

Los monasterios de monjes y de monjas hemos de ver este año largo de cuarentena, como una oportunidad para vivir con generosidad nuestra vocación

Si hemos pasado juntos las sobremesas durante las semanas más duras del estado de alarma, ¿por qué nos dispersamos y nos aislamos cada uno en su habitación?

Este año, como el año pasado, los monjes de Montserrat hemos vivido la Cuaresma, en una cuarentena forzosa debido a la pandemia provocada por el Covid-19.

El tiempo litúrgico de Cuaresma lo hemos vivido recluidos en el monasterio, a pesar de haber recibido (como residencia de gente mayor) la vacuna contra el Covid-19. Y es que tanto el año pasado (sin vacunarnos) como éste, la vida en el monasterio ha sido como siempre, caminando hacia la santa Pascua como nos pide San Benito en el capítulo 49 de la Regla.

El año pasado y éste, hemos vivido la Cuaresma (como todo el 2020), con una cuarentena real, no meramente simbólica. Y es que debido a la cuarentena por el Covid-19, los monjes estamos invitados vivir en una estabilidad, ya que si estamos confinados en casa y evitamos las salidas innecesarias, no propagaremos más esta infección.

San Benito, en su Regla para los monjes nos habla diversas veces sobre la importancia de la estabilidad monástica, ya que el padre de Occidente quiere que los monjes vivan en el monasterio, que él llama “escuela del servicio divino” (Prólogo, 45). San Benito desea tanto que el monje viva en la estabilidad del cenobio, que al final del prólogo anima al monje a perseverar en su vocación “en el monasterio hasta la muerte” (Prólogo, 50).

San Benito comienza la Regla hablando de los diferentes tipos de monjes, para centrarse en los cenobitas que “viven en un monasterio” (RB 1:2), en contraposición a los giróvagos “siempre vagabundos, nunca estables” (RB 1:11), que el patriarca de occidente detesta, precisamente por su falta de estabilidad. Por eso San Benito insiste de nuevo en este aspecto, cuando en el capítulo 4 establece cuál ha de ser el hábitat natural de los monjes: “El taller donde debemos practicar con diligencia todas estas cosas, es el recinto del monasterio y la estabilidad de la comunidad” (RB 4:77).

No es que San Benito piense en el monasterio como una cárcel de la cual nadie pueda salir, ni mucho menos. Él sabe que a veces es preciso que el monje salga del monasterio, como está previsto en el capítulo 50, que trata precisamente sobre “los hermanos que trabajan lejos del oratorio o que están de viaje”. Por eso la Regla ya tiene previstas diversas opciones para los monjes “que salen de viaje” (RB 55:13). Y por eso mismo, San Benito dedica el capítulo 57 a “los hermanos que salen de viaje”. Y en el capítulo 58, sobre la manera de admitir en el monasterio a los que quieren ser monjes, San Benito pide a los candidatos (por dos veces) que prometan “perseverar en la estabilidad” (RB 58:9) y que el monje “prometa su estabilidad” (RB 58:17).  

Lo que San Benito tiene en mente es un monasterio que sea una familia donde se viva en común. No recluidos, porque no se trata de una reclusión, sino  hermanados en un mismo monasterio. Por eso en el capítulo 66 la Regla establece el ideal de cómo ha de ser el cenobio: “Si es posible, debe construirse el monasterio de modo que tenga todo lo necesario, esto es, agua, molino, huerta, y que las diversas artes se ejerzan dentro del monasterio”, con el objetivo de que “los monjes no tengan necesidad de andar fuera, porqué esto no conviene en modo alguno a sus almas” (RB 66:6).

San Benito pretende (como estamos viviendo durante esta pandemia y también antes de ella), que los monjes convivan en un mismo espacio para que estén enraizados en el cenobio y no que vayan de un lado a otro como los giróvagos. Por todo ello, esta cuarentena (como antes de ella), no está alterando excesivamente la vida de los monasterios, aunque tomamos las medidas de prevención para evitar el contagio. Así, nos levantamos a la misma hora de siempre y las campanas continúan congregándonos a la oración de la liturgia de las horas y a la eucaristía. También seguimos trabajando, barriendo el claustro y limpiando las otras dependencias del cenobio y compartiendo fraternalmente las comidas en el refectorio, con la lectura, aunque al principio ni tuvimos huéspedes. Ahora sí que los tenemos, pero siguiendo las normas sanitarias de distancia y mascarilla, los monjes y los que vienen a pasar unos días en el monasterio.

El año pasado, el P. Guillermo Arboleda, abad presidente de la Congregación Sublacense-Casinesa, dirigió a los monjes una carta con motivo de la fiesta de la muerte de San Benito, el 21 de marzo. El abad Guillermo nos invitaba a aprovechar la amenaza del Covid-19, para ser “más solidarios con los hermanos y hermanas que viven como estado permanente, la amenaza a sus vidas”. La experiencia en Roma del abad Guillermo era semejante a la que vivíamos todos nosotros: “La clausura que la situación de emergencias nos impone, al menos aquí en Italia, es una experiencia especial que va generando ecos muy valiosos”. El abad Guillermo subrayaba en estos días aciagos, un hecho trascendente, aunque a veces pasara desapercibido: “Lo más interesante es lo que puede estar sucediendo en el interior de cada casa, en cada familia”. Como acertadamente destacaba el abad Guillermo, “es a partir de esta experiencia de confinamiento, que ya se comparten reflexiones muy ricas, que hablan, sobre todo, del redescubrimiento del gozo de estar juntos en casa, de volver a compartir la mesa, reunidos a la misma hora”.  

En este tiempo que vivimos, de dispersión e individualismo, con resentimientos, odios y divisiones en el seno de las familias, donde la lucha por el poder está a la orden del día, hasta el punto que llegamos a justificar medios inmorales para llegar a los fines deseados, este año largo de cuarentena nos ha de ayudar a ver a los demás de otra manera. En primer lugar hemos de ser conscientes de nuestra fragilidad, ya que un simple virus es capaz de alterar y mucho, tanto el ritmo de vida de la sociedad, como de paralizar el mundo. Cuando hemos creído que el hombre era el centro del universo, un virus desestabiliza nuestras vidas, la economía y la sanidad. Por eso desde la humildad, hemos de evitar descalificaciones de unos a otros, sin señalar con el dedo acusador a los demás y sobretodo evitando desechar (o descartar, como nos advierte el papa), al hermano y destruir su dignidad. Durante este año largo de cuarentena (antes sin estar vacunados y ahora con la vacuna administrada), hemos de aprender a renunciar a las rutinas de las prisas y del malgenio. Hemos de renunciar a las caras de enfadados que, a veces, tenemos, hemos de derribar muros de prejuicios y de desconfianzas, para abrir caminos de diálogo. Hemos de redescubrir el valor de la confianza y también del silencio y de la oración.  

En esta carta, el abad Guillermo nos invitaba a ver con una mirada nueva, al “vecino que por tanto tiempo ha sido indiferente” y también a vivir “la gratuidad como actitud que cualifica el encuentro con los otros, sin afanes mezquinos ni intereses egoístas”.

Los que continuamos estando confinados (también los monjes, a pesar de la vacuna), en esta cuarentena, hemos de descubrir la alegría de permanecer juntos, ayudándonos mutuamente y haciéndonos cargo de los más frágiles y vulnerables. También las comunidades cristianas han de redescubrir la fraternidad en estos momentos cruciales, una fraternidad que fortalece nuestra fe, ahora que muchos no pueden celebrar la Eucaristía en sus parroquias. Y cómo no, los monasterios de monjes y de monjas hemos de ver este año largo de cuarentena, como una oportunidad para vivir con generosidad nuestra vocación. El abad Guillermo nos deseaba una cosa muy importante para esta cuarentena y para cuando se acabe:“Ojalá nos ayude también a consolidar nuestra estabilidad en la comunidad, es decir, a redescubrir, agradecidos, el gozo de estar juntos” (y unidos, añado yo), para así “valorar como un don precioso del Padre, la comunidad a la cual nos ha unido el Señor por nuestra profesión monástica”. Así podremos vivir “con verdadero entusiasmo los momentos de encuentro comunitario, en los cuales se manifiesta y consolida la comunión fraterna, que es obra del Espíritu que nos ha congregado”. Por eso este año de cuarentena y de estabilidad, como nos pide el abad Guillermo, ha de hacer que los monjes redescubramos “la comunidad como regalo del Señor”, como “el reencuentro con cada uno de los hermanos, con su singularidad irrepetible”, para hacer posible “el cuidado respetuoso y amoroso de cada unos de ellos”.

Esta cuarentena (y esta pandemia), nos ha de ayudar a vivir de otra manera cuando se acabe el confinamiento. Si durante este tiempo (sobre todo durante el estado de alarma), las familias han sido capaces de permanecer juntas en las comidas o en el ocio, ¿por qué no dejamos de lado el individualismo, que llega hasta el límite de almorzar o cenar solos? ¿No podríamos (padres e hijos) reunirnos (siempre que podamos) para compartir las comidas y con la televisión apagada? Si hemos pasado juntos las sobremesas durante las semanas más duras del estado de alarma, ¿por qué nos dispersamos y nos aislamos cada uno en su habitación?

Durante el confinamiento más duro disminuyeron mucho los accidentes de circulación las madrugadas de los sábados y domingos, ya que las salas de fiestas y las discotecas estaban cerradas. ¿No habríamos de disminuir la “marcha” de los fines de semana, cuando hacemos de las noches, un torbellino trepidante?

También durante este año se ha “disparado” el voluntariado para ayudar a ancianos que viven solos y que no poden salir de casa, comprándoles alimentos o medicamentos, bajándoles las bolsas de la basura o llamándolos por teléfono para que se sientan acompañados. También por internet se han impulsado diversos proyectos para ayudar a los niños que no tienen colegio. Por otra parte, la contaminación también bajó mucho, debido a que los desplazamientos también se redujeron. Y por eso mismo el planeta ha “respirado” mejor durante el confinamiento que hace unos años. ¿No podríamos racionalizar los desplazamientos? ¿Es preciso coger un avión, cada dos por tres, para un viaje de placer? ¿No se están celebrando estos días reuniones por vía telemática? ¿No sería necesario que cuando se acabe el confinamiento, continuara la generosidad que estamos viendo ahora?

El sacrificio y la enorme solicitud y profesionalidad (y por eso mismo su gran ejemplo) de médicos, enfermeros, farmacéuticos, conductores de autobuses y trenes, taxistas, agricultores, personal de limpieza de calles y plazas y hospitales o tenderos, periodistas, religiosas y sacerdotes que están al pie de cañón, nos habría de ayudar a vivir con generosidad y solicitud con los más frágiles, desvalidos y vulnerables de la sociedad.

El sacrificio y la enorme solicitud y profesionalidad (y por eso mismo su gran ejemplo) de médicos, enfermeros, farmacéuticos, conductores de autobuses y trenes, taxistas, agricultores, personal de limpieza de calles y plazas y hospitales o tenderos, periodistas, religiosas y sacerdotes que están al pie de cañón, nos habría de ayudar a vivir con generosidad y solicitud con los más frágiles, desvalidos y vulnerables de la sociedad.

Ciertamente que los jóvenes, los matrimonios, los niños, no pueden vivir la estabilidad como la vivimos los monjes. Pero todos habríamos de aprender la lección que nos enseña esta pandemia: generosidad con los miembros más vulnerables de las familias y con el planeta, austeridad y frugalidad en las comidas y en el ocio, empatía con los que sufren, saber compartir el tiempo con los que están solos, colaboración en las tareas de la casa (¿por qué siempre son las mujeres las que cargan con todo el trabajo?) y disponibilidad para ayudar en lo que haga falta.  

Abadía de Montserrat

Hace un año unas monjas contemplativas decían: “Se puede vivir sin salir a la calle” (Religión Digital, 15 de marzo de 2020). No todos pueden vivir sin salir a la calle, pero sí que todos podemos cambiar los hábitos perniciosos de nuestra vida, haciéndola más saludable, más sostenible, más amable, más solidaria y más generosa. Los primeros beneficiados seríamos nosotros mismos.

Después de esta pandemia no podemos continuar viviendo como si nada hubiese pasado, pisándonos los unos a los otros y destruyendo el planeta. Todavía estamos a tiempo para cambiar nuestros hábitos de vida y para conservar el mundo que el Señor nos ha dado. No para aprovecharnos de él, destruyéndolo, sino para convivir con él. Después de esta pandemia (y de esta cuarentena), a pesar de que estemos vacunados, no podemos seguir viviendo igual que antes de febrero del 2020, como si no hubiese pasado nada. Hemos de aprender de todo lo que nos ha pasado y de todo lo que hemos vivido y sufrido, para ser artesanos de bondad, de belleza y de sostenibilidad.

El abad general del Císter, el P. Mauro-Giuseppe Lepori, con motivo de esta epidemia nos dice: “Dios entra en nuestras pruebas, las sufre con nosotros y por nosotros hasta la muerte en la cruz”. Por eso el abad Lepori nos recuerda que “el verdadero peligro que se cierne sobre la vida, no es la amenaza de muerte, sino la posibilidad de vivir sin sentido, de vivir sin tender hacía una plenitud mayor que la vida y una salvación mayor que la salud”.  

Durante este año muchas familias han perdido a sus seres queridos (la mayoría de ellos ancianos) por el Covid-19. Por eso esta pandemia nos ha de hacer más sensibles con las personas mayores, que muchas veces viven solas y a las que solo valoramos cuando ya no las tenemos con nosotros.      

Las vacunas han de llegar a todos, para que también todos podamos vivir más saludablemente.

Quiero terminar reconociendo que estabilidad y vida monástica no quieren decir aislamiento, sino comunión y fraternidad. Por eso mismo la Cuaresma que ahora se acaba y la cuarentena (forzosa o voluntaria), han de ser también comunión y fraternidad de todos y entre todos, para cambiar nuestro estilo de vida y vivir de una manera más armónica, más saludable y más fraterna.  

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