Discurso de Benedicto XVI en un convento que fue de los cistercienses (y IV) La gran aportación del monacato a la Iglesia

La isla de los monjes
La isla de los monjes

Es precisamente en torno al “nuevo” labora que se produce la gran renovación de la vida monástica en el siglo XII, a cargo de la nueva Orden de los cistercienses, adaptando la Regla de San Benito a una mayor radicalidad evangélica

De la precisión y excelencias monásticas del trabajo manual, de la labranza de los campos, se derivaros grandes avances e inventos en los desarrollos agrarios, industriales. En ello también están adelantos “ecológicos” sorprendentes para el día de hoy

Y en ese copiar y copiar de los monjes está una de las raíces más genuinas de Europa: la Europa de la Cultura

Benedicto XVI en París habló de la cultura de la Palabra que en el monaquismo occidental se desarrolló por el estudio y rezo de las letras sagradas o bíblicas primero y después la de los Santos Padres

“Se aprenden muchas más cosas en los bosques que en los libros; los árboles y las rocas os enseñarán cosas que no podríais oír en otro sitio”. San Bernardo de Clairvaux

Concluíamos la anterior, 3ª Parte, con la letra b), dedicada al labora -habiendo sido dedicada la letra a) al Ora-. Y escribimos que Benedicto XVI había señalado en su conferencia del Collège des Bernardins (París) que en el asunto de los “trabajos físicos” existe una de las diferencias más destacadas entre el pensamiento griego y el judío.

“En el mundo griego –dijo Benedicto XVI- el trabajo físico se consideraba tarea de siervos. El sabio, el hombre verdaderamente libre, se dedicaba únicamente a las cosas espirituales; dejaba el trabajo físico como algo inferior a los hombres incapaces de la existencia superior en el mundo del espíritu”. En la tradición judía ocurría lo contrario, pues ejercían los rabinos una profesión artesanal; el Papa recordó que San Pablo, primero como rabino y luego como anunciador del Evangelio, se ganaba la vida con el trabajo de sus manos. Y aquí Ratzinger enlazó con otra gran diferencia entre el pensamiento griego y el judío-cristiano, pues aquél no conocía a un Dios-Creador, siendo el Dios cristiano, por el contrario, un dios que trabaja, “pues la creación todavía no ha concluido”.

Es precisamente en torno al “nuevo” labora que se produce la gran renovación de la vida monástica en el siglo XII, a cargo de la nueva Orden de los cistercienses, adaptando la Regla de San Benito a una mayor radicalidad evangélica, también en relación al trabajo manual, volviéndose al llamado “estado inicial de los apóstoles”. Y ello –pensamos- no debió ser fácil, pues gran número de los nuevos monjes del Cister (Citeaux) procedían de la aristocracia y de la caballería, como el mismo San Bernardo de Clairvaux, existiendo, en principio, una incompatibilidad entre los trabajos manuales y los valores caballerescos y aristocráticos.

Monje
Monje

Unos trabajos manuales exigentes por el Ora y de una exigencia de humildad que es vía para acceder a Dios -grados de humildad en San Bernardo-. Fue un mandato inicial de San Benito que había dispuesto: “La ociosidad es enemiga del alma y los hermanos deben ocuparse en algunos momentos en el trabajo manual»...y en otros momentos, en la lectura de las cosas divinas. Mandó San Benito a sus monjes “Vivir del trabajo de sus manos, siguiendo el ejemplo de nuestros Padres y Apóstoles”. De la precisión y excelencias monásticas del trabajo manual, de la labranza de los campos, se derivaros grandes avances e inventos en los desarrollos agrarios, industriales. En ello también están adelantos “ecológicos” sorprendentes para el día de hoy.

Acaso porque el libro de Dom Leclercq trata del “amor a las letras” y del “deseo de Dios”, es explicable que no se refiera al labora monástico. Únicamente en las páginas 162 y siguientes se escribe sobre el trabajo de copistas de los monjes del que dice: “Se trataba de un trabajo manual e intelectual a la vez. La caligrafía era un arte difícil”. Y recogerá la gran cita de Pedro el Venerable, Abad de Cluny: “¿No puede coger el arado? Que tome la pluma. Es de más utilidad. Esparcirá la semilla de la palabra divina en los surcos por él trazados en el pergamino…”. Tampoco al trabajo esencial de copistas, miniaturistas, de anticuarios y de rubricantes de los monjes, sentados en sus scriptoria del monasterio, hay referencias en el discurso de Benedicto XVI, que citó a la biblioteca y a la escuela como dependencias monásticas.

Debería recordarse que en un monasterio medieval una biblioteca sin scriptorium era un sinsentido; son dos piezas de una misma necesidad. Y los trabajos meticulosos realizados en los scriptoria exigían un trabajo manual, pues se decía en un antiguo proverbio (que se recoge en El nombre de la rosa): “Tres dedos sostienen la pluma, pero el que trabaja es todo el cuerpo”, y eran, además, una manera insuperable del Ora. Un monasterio es un lugar más de escrituras que de hablas, y se escribió “porque no se habla, se escribe para no hablar” (Don Leclercq). Y en ese copiar y copiar de los monjes está una de las raíces más genuinas de Europa: la Europa de la Cultura.

Abadías cistercienses
Abadías cistercienses

Fr. Octavi Vilá en San Bernardo y las reformas cistercienses escribe lo siguiente: “San Bernardo parte de la meditación de la Palabra, en la línea que la Constitución Dei Verbum del Concilio Vaticano II tomaría siglos después”. Tal cita me parece apropiada para, en estos tiempos del año 2020, analizar comparativamente textos de San Bernardo, escritos hace muchos siglos, con otros textos, más o menos actuales, no un Decreto, no una Declaración, sino una Constitución, la del Dei Verbum, sobre la divina Revelación, de 18 de noviembre de 1965, a la que nos referimos en el final de la 2ª Parte.

San Bernardo, siguiendo la tradición monástica, fue el “hombre de la Palabra”, lugar o espacio de encuentro personal con Dios, “pues cuando oramos hablamos con Dios y cuando leemos la Escritura es Dios quien nos habla” ¡Qué dulces al paladar tus palabras, más que miel en la boca! –exclamó el llamado Doctor Mellifluux (San Bernardo)-. Y esa misma Palabra Dei Verbum, --que es Revelación divina, pues es el mismo Dios el que habla o Theos-logon-- es el objeto de la Constitución conciliar (“La Palabra de Dios la escucha con devoción y la proclama con valentía el santo Concilio”). Una Revelación que se “revela” precisamente y preferentemente a través de la Palabra y que culmina en Cristo “el verbo hecho carne” o “Cristo, la Palabra encarnada” (von Balthasar).

El texto conciliar recuerda la importancia del Antiguo Testamento y la unidad de los dos Testamentos. La lectura del texto conciliar vaticano nos lleva necesariamente al capítulo 5, referido a las letras sagradas, del libro El amor a las letras y el deseo de Dios de Dom Leclercq, que sin duda, muchos padres conciliares tuvieron ocasión de conocer. En esa capítulo 5, bajo la rúbrica Valor religioso del Antiguo Testamento, se escribe lo siguiente: “Es igualmente cierto que el Antiguo Testamento no puede leerse ni explicarse sin una constante referencia al Nuevo…Se trata en la Biblia de todo el misterio de la salvación, de lo que Dios es, de lo que hace por el hombre, desde los orígenes hasta el final del mundo. El Hijo de Dios hecho carne está en el centro de esa gran obra de creación y santificación del mundo”. Y Benedicto XVI en París habló de la cultura de la Palabra que en el monaquismo occidental se desarrolló por el estudio y rezo de las letras sagradas o bíblicas primero y después la de los Santos Padres.

José Ángel Valente

Terminó el Papa Emérito con el recordatorio del esencial trabajo de los monjes: Querere Deum o “buscar a Dios y dejarse encontrar por él”, recordando el célebre episodio de San Pablo en el Aerópago de Atenas, aprovechando el Papa para explicar que el Aerópago era un tribunal competente en materia de religiosa que debía oponerse a la importación de religiones extranjeras. Hizo referencia el párrafo, entre el número 17 y 18 de los Hechos, que contrapone la verdad predicada de Aquél, al que los hombres ignoran, y las risas de los atenienses al oír que Aquél resucitó.

San Bernardo de Clairvaux fue poeta y místico; de él es el siguiente escrito: “Dichosa y feliz el alma que percibe en el silencio los acentos del divino susurro”. Un silencio que es obligación de monjes. Por ser uno de los grandes doctores de la mística católica, aunque no española, consulté el libro fundamental Introducción a la Historia de la Literatura Mística en España de Pedro Sainz Rodríguez (Espasa-Calpe 1984), escribiéndose en la página 108 que “la originalidad de San Bernardo está en sus ideas sobre el amor de Dios y la gracia y el libre arbitrio, que dan lugar a la exposición de un sistema místico en el que hay todo una jerarquía de amores”. Por eso –añado ahora- debe relacionarse al autor de los Sermones sobre el Cantar de los Cantares, con la experiencia mística, profundamente española, de la escuela carmelitana del siglo XVI, de Santa Teresa y de San Juan de la Cruz, autor del Cántico espiritual, y muy del Cantar.

De salto en salto, llegamos al siglo XX por medio del poeta, natural de Orense, José Ángel Valente, El ángel de la creación (Galaxia 2018) fue sobre él lo último publicado, gran exigente del silencio poético y lector del Cántico espiritual de San Juan de la Cruz, del que dijo estar fundamentalmente impregnado por su lectura de la Biblia, concretamente por el Cantar de los Cantares, como el mismo San Bernardo.

Para otro futuro artículo reservaremos el contenido de conferencias de monjes benedictinos, también en el mismo Collège des Bernardins, sobre la aplicación al mundo de la gestión empresarial y del llamado management, de aspectos fundamentales de la vida benedictina, que gira sobre tres pilares esenciales: un lugar comunitario (el monasterio), una regla (la de San Benito) y una autoridad (la del Abad).

Monasterio de Huerta

Volver arriba